Manuel González López
Paraguay
Novela, 110 pp.
ISBN 978-987-554-239-6
Tal vez algún día un totalitarismo perfecto impida que los hombres vuelvan a los lugares de la niñez, aniquile el pasado y los posibles contrastes entre el ayer luminoso y el hoy, con la inevitable decepción. Tal vez algún día ese totalitarismo nos libre de los dolores de la memoria, sobre todo si es una memoria feliz, porque la felicidad del ayer magnifica la tristeza de cualquier presente.
Pero no pensaba en totalitarismos ni en el pasado durante el viaje. No pensaba en nada, solo miraba cómo las pequeñas olas se expandían con el paso de la lancha de pasajeros, desde la proa hasta las orillas del arroyo, formando una ve corta que se regeneraba incesante con su avance. Un espectáculo aburrido, tanto como el viaje a través de ese laberinto marrón y verde que conforma el paisaje del Delta. Un viaje sin más sobresaltos que el provocado al atravesar la estela de una embarcación que pasa en sentido contrario, y poco más.
Aunque —para qué negarlo— cruzar el Paraná asusta. No tiene que ocurrir nada especial. Basta con reparar en el contraste: navegar por un arroyo y entrar, con un golpe de timón, en el brazo del río y comprobar que la otra orilla está a un kilómetro o dos, ver los areneros que semejan monstruos al lado de la lancha en la que uno viaja. La pequeñez propia: ese es el miedo, la causa. Nuestra insignificancia frente a la infinitud de ese río y la certeza de que no podríamos sobrevivir en esa inmensidad fugitiva, en esa corriente feroz si, por alguna desgracia, cayésemos al agua.
Tal vez el viaje era aburrido porque era largo, porque debíamos recorrer, durante cuatro horas, una infinidad de arroyos entre demasiadas islas, amén de soportar una cantidad enorme de paradas, para bajar un pasajero, para cargar otro, para dejar un paquete, para contemplar un saludo entre el piloto de la lancha y un obrador o un habitante de una isla o el dueño del buffet de un club de pesca. Avanzar, atracar, zarpar: un ciclo reiterado hasta el cansancio, y todo acompañado por el ruido del motor ubicado en medio de la cabina.
Miraba la vegetación, el agua, los recovecos interminables, y tenía la sensación de estar inmerso en una novela de Conrad. Carlos, en cambio, disfrutaba. Preparaba sus anzuelos y tanzas, se maravillaba con las casas elevadas de los isleños. Hay quienes han nacido para el infierno. En cambio, Jorge, el promotor del viaje, dormía. Yo lo envidiaba. El miedo al agua, a morir ahogado —siempre fui un pésimo nadador— me mantenía despierto.
Lo dicho, cuatro horas. Íbamos a una isla en el Paraná Miní, el brazo más estrecho del Paraná, cerca del Uruguay o de quién sabe qué lugar de oscuridad verde y gris.
El Delta es un mal sitio para ir de vacaciones en verano. O simplemente es una mala tierra. Ahora lo sé.
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