sábado, 22 de diciembre de 2018

Un cuento de Carlos Piñeiro Pérez






Begierde

 A Marcelo di Marco



Hay hombres que no hacen sombra. Viven un eterno mediodía donde aguardan un almuerzo que, saben, nunca llegará. Federico Iribarren era uno de ellos. ¿Qué razones lo llevaron a bajarles el pulgar, tempranamente, a sus ambiciones? ¿Una abulia viral o la escasa curiosidad frente al misterio? Quizás amores sin secretos, fracasos paralelos y la ablación del deseo y del querer ser. Fue una, alguna o todas. Sería inútil indagar el origen. Develarlo no eliminaría las consecuencias.

Abrió los ojos antes de que la alarma del reloj diera el aviso; una vigilia puntual conseguía evitar esa señal externa. Se levantó y, sin alterar el estricto pero estéril orden que imperaba, preparó el desayuno: una taza de té, una rodaja de pan de salvado a medio tostar y una cuchara al ras de jalea de membrillo dietética. Esos eran los redundantes alimentos de cada mañana. Tenía hábitos que el paso del tiempo hizo rígidos y obligatorios. Él mismo era un engranaje en esa rutina que, en apariencia, le daba contención y equilibrio. Ocupaba el lado izquierdo de la que fuera su cama matrimonial, la parte central del placard y solo los primeros estantes de la heladera; tenía en uso dos platos, un juego de cubiertos, una copa y la taza de té; la silla de la cabecera de la mesa no era la excepción; algunos trajes que usaba alternadamente componían su módico guardarropa. Pero Federico Iribarren ignoraba tales despropósitos.
Esa mañana vistió el traje azul. Antes de salir para la oficina y al encontrar otra vez aquella tarjeta con que tropezaba en cuanto saco vistiera, decidió deshacerse de ella. No le fue fácil; su carácter conservador y su modo obsesivo de dejar “todo como está”, conspiraban. Luego de una reflexión apurada por la hora, la tomó con esa finalidad. Se trataba de una promoción de un restaurante llamado Begierde y de Lust, su cheff.
Desconocía cómo y cuándo había llegado a su poder ese pequeño rectángulo de papel satinado. Lo levantó a la altura de su vista: “Solo con reserva telefónica” se advertía bajo el sobrio logotipo. El hábito de leer antes de tirar le hizo descubrir la sentencia del reverso; una letra pequeña, de caracteres poco claros, retaceaba la frase a miradas desprevenidas:

Un deseo incumplido es un infinito laberinto de pesar

Dudó un instante, pero con la misma rapidez que hubiese utilizado en tirarla la guardó en su billetera. Cautivo de magras cenas y noches solitarias, la máxima del Begierde era una respuesta terminante a las preguntas que nunca se había animado a formular.
La frase no lo abandonó en todo el día. Tampoco la imagen de Laura y de los contados momentos felices. Trató de pensar en otras cosas. Todos tienen derecho a defenderse de sus recuerdos. Aun Federico. La vida, según él, no le había jugado lealmente; era un peón de ajedrez en un tablero de damas: el suelo siempre le fue ajeno.
Próximo a dejar la dársena de los cuarenta y sin hijos, entregó su vida a las circunstancias. Sin intentar modificar la realidad que lo condicionaba, renunció a todo aquello que alguna vez lo motivara. En el altar de sus creencias quedaba poco y mal conservado. Hacía mucho que no hablaba con Dios. Sus reveses, y la esquiva arquitectura del acierto, tendieron una red por donde se escurrían los anhelos y se retenía la indiferencia. Ajeno al placer y al dolor, vivía en un clima desprovisto de voluntades y cargado de fatalidad. Su menguante humor borró de sus labios la tentativa de una sonrisa y ancló en la comisura un rictus de congoja. En ese ámbito, el aforismo del Begierde lo había sacudido. Las palabras “laberinto” e “infinito”, que siempre lo cautivaron, fueron el imán, conjeturó más tarde, que le impidió arrojar la tarjeta.
Aquella noche, sumergido en la bañera, con pequeñas olas intentando entrar en su boca, se sintió acorralado. La impresión fue poderosa. Un deseo incumplido es un infinito laberinto de pesar. Él nunca lo había visto de esa manera. Tal vez el axioma fuera el preludio de un milagro: resucitar deseos. Deseos que fueron consumidos en la espera de ser satisfechos.
Pero aunque los milagros no son burocráticos y el trámite no es una característica de lo mágico, a veces, el propio fenómeno obra contra lo instantáneo en pos de la eficacia. El primer síntoma en que se materializó el prodigio fue la comida. Federico dejó de frecuentar las tediosas hamburguesas y acometió alguna receta elaborada. La buena mesa, de la mano del estragón y el azafrán, puso en su vida algo de sabor y color. El vino ocupó el lugar del agua y el café, el de la tisana. La música también se acercó. La televisión dejó de ser el centro, y ahora los clásicos, que tanto lo habían apasionado, volvieron a escena. También habitó el lado derecho de la cama, los otros espacios del placard y los demás estantes de la heladera.
El segundo acto se jugó en otro escenario: el problemático e incierto campo laboral. De natural anodino y sumiso, aquella mañana después de observar la disposición y simetría de los objetos colocados en su escritorio y abrumado por esa habitual y árida perfección, Federico los barrió con su antebrazo arrojándolos al suelo. A renglón seguido, y presa de un impulso ingobernable, se dirigió al despacho del Director Administrativo y sin ambages lo encaró:
–Sr. Parker, le advierto que quiero ser tenido en cuenta para la vacante de Gerente Financiero.
–¿Y eso a título de qué, Iribarren?
–A que llevo más de veinte años en la compañía y merezco la oportunidad –Federico no reconoció esa firmeza en su propia voz.
El Director, sorprendido por la actitud, se tomó unos instantes. Luego de despegar la espalda del sillón y quitarse los lentes, con gesto cortés le alcanzó una planilla:
–Sé que cometo una infidencia pero, tarde o temprano, lo que estoy a punto de revelarle se hará público. La lista que tiene en sus manos, Iribarren, menciona su nombre. Es el personal prescindible… ¿Entiende? Lo lamento mucho, créalo. Durante estos años le he tomado afecto y me aflige ver al joven y pujante profesional de antaño transformado en la triste realidad de hoy. Lo único que puedo hacer por usted es anticiparle la noticia para que tome sus recaudos.
Confundido y humillado, Federico abandonó el despacho y buscó precipitadamente los cigarrillos. Necesitaba imperiosamente fumar. Las manos nerviosas le impidieron retener el paquete; con él se deslizó la tarjeta del Begierde. Enfurecido levantó el atado y a punto de estrujar aquella estúpida e inservible cartulina, una voz a sus espaldas lo detuvo:
–Iribarren, acérquese un momento por favor…
Era el Director.
–Usted sabe –dijo un Parker conciso– que dependemos del contrato con la Saxxon. Las negociaciones de nuestros enviados fracasaron. Le ofrezco la oportunidad de encabezar un grupo para reanudarlas. No tiene nada que perder…
–Pero... ¿y la lista de los prescindibles? –Federico preguntó sorprendido.
–La lista se dará a conocer en treinta días. Tómelo como un plazo.
Ese viernes de septiembre, Federico bajó las escaleras de la empresa como aquel joven de veinte años atrás. Con el rictus próximo a levar anclas y el humor en cuarto creciente, se fue al departamento. A diferencia de otros regresos, como una metáfora de la resurrección, no utilizó el subterráneo. Antes de dormir y para hacer cumbre en un día tan particular, llamó al Begierde. Pero ya no quedaban mesas disponibles para ese fin de semana; le sugirieron volver a comunicarse. A pesar de no poder cumplir con su pretensión, las cosas parecían mejorar. Tenía la vaga conciencia de que algunos espacios se abrían, sobre todo en su mente. Esa noche también decidió terminar con una vieja rutina: no hubo saco en el perchero, ni bata, ni pantuflas; con la corbata floja y el primer botón de la camisa desprendido se sirvió un whisky. Hasta el mismo departamento no fue inmune a los cambios y un desorden alegre parecía decorarlo todo. Con un optimismo desconocido se fue a dormir.
Al día siguiente, y como cabeza de un equipo, reanudó las conversaciones. El asunto no era sencillo: Cavanagh, el representante de la Saxxon, se mostraba como un duro negociador.
Después de varias reuniones que sumaron otros tantos fracasos, la situación se iba tornando cada vez más comprometida, especialmente para Federico. Cada decepción lo remitía a la consigna del deseo incumplido y de allí al recóndito Begierde.
La repetición de la secuencia frustración-consigna-restaurante se tornó incómoda. Y ese jueves, cuando salió de la oficina, aquellos veinte años que dejara de lado la semana anterior se le vinieron encima. Fue directamente a la casa. Esta vez no hubo whisky ni corbata floja. Solo pesar. Sentía que otra oportunidad, quizá la última de su vida, se le iba de las manos. Ignoraba las causas del repentino bienestar y la de los cambios que le dieron otro sentido a su existencia, no obstante todo, definitivamente todo, lo remitía a la sentencia de la tarjeta y al sitio que le daba origen. Debía hacer algo y hacerlo urgente. Conseguir una reserva en ese lugar era el primer paso que creyó conducente. El primero y el único, terminó recapacitando, qué otra cosa podía hacer con un impreso que solo contenía un nombre y un número telefónico sin dirección... Pero la tarjeta no estaba en su billetera, tampoco en los bolsillos ni en la agenda. Revisó traje por traje y ni siquiera el sobretodo, que hacía tiempo no usaba –era octubre– se salvó de la requisa. Federico terminó tirado en el suelo buscando debajo de los muebles. Fue inútil, era como si la tarjeta nunca hubiera sido.
Consternado pero con la esperanza de encontrar entre sus conocidos al autor de la entrega o a cualquiera que conociera el lugar, se fue a dormir sin comer.
Otro día, otro pesar. Nadie recordaba haberle dado la tarjeta, ninguno sabía del restaurante. Como si no alcanzara, durante el almuerzo, una mano en el hombro… era Parker:
–Iribarren… le queda poco tiempo.                
Se fue de la oficina antes de hora. Entró al departamento, tiró el saco sobre la mesa y el portafolios al piso. Los zapatos se estrellaron contra rincones opuestos. Dos horas después y varios whiskys antes, convencido de que jamás lograría el acuerdo, de que nunca comería en el Begierde y de que no merecía ser echado como un perro, Federico se reía, lloraba y hablaba en voz alta. A los tumbos alcanzó el teléfono, sus dedos ebrios y nerviosos resbalaron una y otra vez sobre los botones. Después de varios intentos logró marcar:
 –Ahora me vas a escuchar, director de cuarta... ¡Parker…! ¡Parker...! ¡Contestá, hijo de puta! ¡CONTESTÁ!
A punto de arrojar el auricular, una voz dulce le respondió:
Begierde, buenas noches…
Con la reserva hecha e inesperadamente sobrio, Federico se fue a descansar. El logro trivial de obtener una mesa en un lugar ignoto, había renovado su optimismo. Pronto, a diferencia de otras noches, quedó dormido.

Llegó el día y la noche. Federico Iribarren cumpliría un deseo en mucho tiempo. Poco antes de las diez, acompañado por el maître, entró al salón del Begierde y se dirigió al discreto rincón que le habían reservado.
Ocupó una mesa redonda vestida con un calado mantel de hilo salpicado de flores bordadas y en cuyo centro, una diminuta mujer de porcelana sostenía una vela roja y ramilletes de rosas té. Copas de cristal, altas y de boca angosta, resaltaban la bebida a través de sus finas tallas. Platos amplios, blancos y ovales, exhibían dos escudos rojos con el nombre Begierde y un filete bronceado circulando el peralte.
El cómodo salón sostenía, en el exacto centro, una gran araña de cristal de roca que iluminaba todo y ponía brillo de plata en los cubiertos de mango labrado. Tanto las mesas como la vajilla y los manteles eran de formas exclusivas, distintas unas de otras. “Como si los hubieran dispuesto respetando el gusto y el deseo de cada uno de sus comensales” se dijo Federico, a quien las mesas separadas le transmitían sensación de intimidad. El toque perfecto: diferencias dentro de una marcada armonía.
Admirado, se acomodó en la silla tapizada en pana color obispo y posabrazos de oro a la hoja. Al tiempo, saboreando un jerez seco bien frío, comenzó el segundo concierto de Chopin.
No llegó a pedir la carta, la misma estaba frente a sus ojos y al alcance de su mano pero el diseño y los colores de su ilustración la mimetizaban con el decorado de la mesa y la emboscaban. Hallarla y asombrarse fue un todo. Salvo los dibujos de la cubierta, la palabra “Menú” y el nombre del establecimiento, estaba en blanco. Antes de poder hacer una señal al mozo, encontró delante de sí un tazón sopero que contenía un caldo de verduras varias apenas infiltradas por delgados fideos al huevo. Cesó Chopin y un aire de la vieja Castilla, que su madre solía tararearle, llenó sus oídos. Más tarde le sirvieron platos refinados y le hicieron escuchar la música que habría ordenado. Primero, canapés de hojaldre con langostinos y mousse de centolla, riesling y Mozart. Luego el salmón rosado al azafrán y las codornices al borgoña. También malbec y también su amado Telemann. El postre y el café estuvieron oportunamente ausentes. Para terminar, el mozo le sirvió una copa de Dom Perignon.
A punto de retirarse, Federico llamó al maître:
–No deseo irme sin hacer algunas preguntas, pero confieso no saber cuáles…
El maître se aclaró la garganta, con la expresión de quien está a punto de revelar un secreto:
–No se preocupe –dijo–. Imagino las preguntas y trataré de darle una respuesta que las abarque. No usamos un menú clásico. Está en blanco. Sería imposible detallar la cuantía de gustos que nos hacen llegar a diario nuestros clientes. Más allá de lo simple o complejo, de lo común o lo extraño, de lo actual o remoto, nosotros los satisfacemos todos. Imagínese, necesitaríamos una carta como el “Libro de Arena” de Borges. Imposible. Ahora bien, lo que usted no sabe cómo preguntar es cómo lo “hacemos”. Digamos que… tenemos ciertas facultades para intuir qué apetecen nuestros comensales y brindarlo sin que lo soliciten. Lo mismo ocurre con la música, la vajilla y el arreglo de las mesas. Podemos percibir en un vestigio las huellas de la totalidad…
–¿Así de fácil? –interrumpió Federico.
–No tan fácil –repuso el maître, y continuó:– Los síntomas, todos poseemos alguno, son deseos incumplidos y dramatizados. El lenguaje corporal no miente. Nosotros sabemos oírlo. Para que tenga una vaga idea de lo que trato de explicar, lo voy a poner de ejemplo a usted. Su primer plato fue lo que llamamos la “sopa maternal”. Frente a la magnificencia del salón comedor con sus brillos y decorados, el estar solo en un lugar desconocido y enigmático le despertó temor y un deseo. Qué mejor que complacerlo y servir la misma sopa y música que su madre cocinaba y tarareaba en una época lejana y segura…
Luego de una pausa deliberada, el maître continuó:
–Los deseos son previos a la conciencia y amorales por naturaleza. Pero no ajenos a la culpa. Los hay naturales o biológicos y artificiales o de probeta. Los primeros nacen en nuestro interior a través de la cópula de las vísceras con los sentidos. Los otros, los artificiales, son generados fuera de nosotros. El mercado, la tecnología y la política son grandes productores de ellos. Los medios y la publicidad son los colosales obstetras que los alumbran en la sala de partos que es esta vehemente sociedad de consumo. Los primeros son pocos en comparación y se repiten, hacen a la vida. Los segundos son cuantiosos y se transforman, hacen al consumismo. Satisfacer los naturales, es más fácil y menos pecaminoso. Gratificarse con los otros es difícil y aparte de la culpa produce el miedo por el precio a pagar. Todos sabemos diferenciar uno “biológico” de uno de “probeta”. Requieren distinto tratamiento y aquí sabemos cómo hacerlo.
Atónito, Federico preguntó:
–¿Y… el mío era “biológico”?
–Así es. El mundo es un mar de apetencias en el que vivimos insulados y en el que nos es difícil navegar. Las inciertas fronteras entre deseo y pecado nos impiden a menudo izar las velas. En el Begierde pretendemos instaurar una conciencia oceánica que lleve a comprender que el pecado es satisfacer un deseo con culpa. En ese sentido, nosotros obramos sin el requerimiento previo y así nos hacemos cargo de la culpa del deseo cumplido. Por eso el que viene una vez…
–Vuelve siempre –cerró Federico.
Pero mentía: no pensaba regresar a aquel lugar extravagante. Sin embargo, al recorrer el camino de vuelta repasando lo vivido, se dijo que había sido también una noche atractiva, además de extraña. El maître sonaba hermético, es cierto, pero tenía razón: todo lo consumido, desde el primer bocado hasta la última nota musical, había sido previamente deseado por él. Y lo mejor de todo: satisfecho, Federico Iribarren no sentía culpa alguna.

Dos días más tarde obtuvo otra reserva y nuevos placeres: medallones de pejerrey a la nieve, chablis, Beethoven; lomo a la Strogonoff, cabernet sauvignon, Vivaldi; torta Sacher, mosela, Strauss; café, Scarlatti. Como en un rito que no cesa, los mozos entraban y salían por las puertas vaivén. “Es como un cucú” fantaseó Federico. Un inmenso reloj que, puntualmente, lanza pájaros negros que dejan caer en cada mesa lo deseado.
Volvió a la semana. No lo hizo alegre y despreocupado como otras veces: le quedaban apenas dos días para que venciera el plazo que Parker le había impuesto. Y el acuerdo no se lograba. En consonancia con su ánimo, la comida que le sirvieron no tuvo nada que ver con las de veladas anteriores: apenas un consomé tibio, un lomo grillado más de la cuenta y una insípida agua mineral. De fondo, una versión ramplona de El Mesías, de Händel. Los mozos entraban y salían por las puertas vaivén ejecutando el rito incesante: todos los deseos debían ser cumplidos. Incluso los nefastos.
De pronto una voz ronca y conocida sobresaltó a Federico: era Cavanagh… ¡Cavanagh, el duro negociador de la Saxxon! Y no estaba solo: cenaba en compañía de una mujer en la mesa vecina. Pero no era una mujer cualquiera, se trataba de su secretaria…
Federico rápidamente se levantó y se acercó a ellos:
–¿Cómo le va, Cavanagh? Me alegro de encontrarlo en un ámbito más… ¿distendido?
–Yo también, Irabarren, yo también... –había cautela en la amabilidad de esa voz–. Me alegro de verlo. Le presento a... bueno, creo que ustedes se conocen. La señorita Díaz… Federico Irabarren.
–Iribarren –corrigió Federico–. Iribarren, con “i” latina.
Hizo un par de comentarios intrascendentes sobre la sofisticada decoración del Begierde. Y estaba por volver a su mesa, cuando comprendió que no le había fallado el instinto…
–Señor Iribarren –le dijo el ahora no tan duro negociador, reteniéndolo de un brazo–, señor Iribarren, sepa que estoy dispuesto a conversar…
En la casa, más relajado, pasó revista a los sucesos. Había descubierto a Cavanagh con su secretaria, y ni siquiera debió sugerir nada: automáticamente el representante de la Saxxon lo convocó a una reunión fuera de agenda y Federico obtuvo la promesa de que se flexibilizarían las cláusulas que trababan el convenio. Todo, a cambio de discreción.
Se durmió con una curiosidad: ¿cuáles serían los deseos incumplidos de Cavanagh y la Díaz?
El contrato se firmó en cuarenta y ocho horas. Luego siguieron meses de puertas vaivén, mozos que entraban y salían, exquisiteces y deseos cumplidos.
Y llegó el día en que el Sr. Federico Iribarren ocupó una flamante banca en el Directorio. Esa noche, otros deseos lo acecharon. En su mesa del Begierde, nuevos manjares le abrían apetitos desconocidos. La música acompañaba: la segunda aria de La Reina de la Noche, de La flauta mágica. Cuando culminó ese agudo casi sobrenatural, como un eco la voz de Laura vibró a sus espaldas…
–Cuánto tiempo... –dijo él, más feliz que sorprendido.
–Mucho –asintió ella bajando la mirada.
–Deseé tanto este momento... Pero, Laura… no te preguntás por qué hoy… por qué aquí…
–Un deseo incumplido –citó ella, en un susurro– es un infinito laberinto de pesar...
Poco después salieron. Caminaron en silencio varias cuadras, hasta que una plaza se abrió ante ellos, como si la noche revelara, de improviso, un secreto.
–¿Recordás… –preguntó él mientras se internaban en el parque– recordás qué juego nunca me permitiste hacer… aquí en los juegos?
Ella permaneció callada. Sonreía, lo dejaba actuar. Instantes después, una blusa abierta, una falda alzada y las oscilaciones de la hamaca dieron cuenta de lo postergado. Se mecían, se mecían los dos, y el goce ganaba altura. En el vértigo de un descenso la cumbre fue alcanzada.

El Begierde fue testigo del rápido progreso de Iribarren. En pocos años llegó a la presidencia de la firma. Hizo fortuna, adquirió prestigio, alcanzó poder.
Con el tiempo, fue tan eficaz y de tal inmediatez su capacidad de satisfacer deseos, que comenzó a sentirse vacío. Ya, a pocas cosas les sentía gusto. Un recurso transitorio fue desear desear. En esa etapa, Laura quedó embarazada. Pero el proceso no se agotaba. Llegó el día en que satisfizo un deseo en la víspera. Con el temor instalado, juzgó que era el momento para abordar lo supremo: desentrañar el misterio del Begierde, conocer la magia de su cocina y ver al cheff Lust, su magnífico hacedor. Era el único deseo incumplido que le quedaba.
Esa noche, Federico Iribarren se despidió de Laura como un cruzado; ni el ruego de esta ni la inminencia del parto fueron obstáculos para su partida. Como un dios escaso fue en busca del poder restante. El Begierde estaba colmado. Iribarren sabía que su misión no era sencilla: por su mesa el desfile de bebidas fue interminable. De vez en cuando, algún bocado matizaba un apetito inexistente. Piezas épicas –Marte de Holst, la Leningrado de Shostakovich, Carmina Burana, la Cabalgata de las Walkirias– resultaban un propicio telón de fondo. Dos veces intentó trasponer los batientes, pero fue disuadido:
–¿Busca algo el señor? –lo detuvo el maître y lo condujo nuevamente a la mesa.
A medianoche el alcohol ya había alimentado suficientemente su coraje. Los acordes marciales del Allegro energico de la Sexta Sinfonía de Mahler lo determinaron. Por fin se atrevió. Mareado, pero firmemente resuelto, se levantó y fue directo hacia la barra. Pero a medio camino, y próximo a las vaivén, desvió el trayecto y se arrojó sobre ellas. Esta vez, nadie logró detenerlo. ¿O acaso lo dejaban hacer? Como fuere, cruzar el umbral de la cocina era el máximo deseo de Iribarren. Y lo cruzó.

Atravesar las puertas y ver nuevamente el salón, fue instantáneo. No se encontraba frente al secreto del Begierde, ni frente a la sutil alquimia de Lust. Ni siquiera se hallaba frente a la típica cocina de un restaurante de lujo, con sus ollas humeantes y sartenes crepitando, su legión de cocineros y ayudantes y una multitud de platos servidos listos a partir. Nada. No hubo cheff, no hubo cocina, no hubo misterio; solo vio el comedor del Begierde y a sí mismo levantándose torpemente de la mesa que ocupaba.
Con recelo, avanzó y comenzó a seguir sus propios pasos. El Iribarren de adelante, ebrio, abandonó el local; a los tumbos recorría el camino de regreso. El de atrás, sobrio, lo escoltaba a distancia. Después de varias cuadras, el de la vanguardia se detuvo tambaleante frente a la casa. Incapaz de utilizar las llaves, gritó con desesperación:
–¡Laura! ¡Laura!
En ese momento, el otro lo alcanzó. Apenas hizo contacto, lo traspasó y siguió de largo, elevándose... Así, Federico Esteban Iribarren pudo observar, desde las alturas, cómo su cuerpo se desplomaba y un rectángulo de papel satinado se desprendía de su mano.
Al amanecer encontraron sus restos. Ya dos moscas caminaban lentamente por su cara, como inútiles, tardías y escrupulosas lágrimas.
Un curioso que presenciaba la escena, recogió de la vereda la tarjeta. Luego de llevarla a la altura de la vista y leerla, la guardó en su billetera. 



[De: Carlos Piñeiro Pérez, Quince cuentos. Prólogo de Gabriel Bellomo. Simurg, Bs. As., 2018. 160 pp. ISBN 978-987-554-219-8]