martes, 11 de agosto de 2015

Carlos Costa: Al margen del cielo (novela)






Capítulo 1
 

 La cena era en un viejo hotel del centro. Supuse que no sería el comedor principal donde el tal Morales nos había reunido, porque estábamos en un entrepiso, apartados de los huéspedes y de la recepción. La mesa estaba dispuesta más o menos por el centro del salón. Los comensales, distribuidos por afinidad, orden de llegada o según el azar. Ninguno parecía tener dudas sobre el lugar de Morales: la cabecera. Lo veía gesticular, levantar la voz ordenando al mozo traer los platos, dirigir las presentaciones a que forzaba mi presencia; todo a la vez, como un estratega en medio de la batalla. Hubo algunas vacilaciones al momento de llenar los vasos con el tinto mediocre que nos sirvieron, pero finalmente tuvimos las copas listas para el primer brindis.
Morales dijo unas palabras. Habló sobre el honor de tenernos allí, sobre la amistad, sobre la lealtad entre amigos. Con honestidad debo decir que me pareció demasiado ceremonioso, casi solemne. Nadie lo interrumpió, ni hizo ningún comentario, la cena continuó por los carriles acostumbrados a cualquier comilona.
Los demás charlaban siguiendo un complejo código de fraternidad y humor que yo no podía llegar a entender. Me sumé como pude al comportamiento general, y no lo debo haber hecho tan mal porque me fueron integrando. De a poco me daba cuenta de quién era quién. Al mismo ritmo sentía crecer la intriga sobre el lazo que podía llegar a unirlos.
De izquierda a derecha yo tenía a un comisionista hambriento; a su lado el gerente del hotel, un viejo sordo con el mismo aspecto calamitoso del lugar que regenteaba; a continuación un muchacho calvo mortificado por la quimioterapia, seguido de un barbudo, que me presentaron como sobrino de un ex ministro del interior. Aprendí algunos nombres y ocupaciones presentes o pasadas. El rengo que estaba sentado junto a Ricardo y acaparaba continuamente su atención, era un ex agente de inteligencia. Ricardo era el único al que yo conocía y también el que me había invitado, supuestamente para sacarme de mi ostracismo social: “De casa al trabajo, del trabajo a casa, te vas a enfermar”. A la derecha del agente de inteligencia estaba el escribano García. Un nombre que, supe, no se me olvidaría, menos aún si lo recordaba con traje, chaleco y zapatos de charol, codo a codo con el propio Morales, de chomba a rayas y en zapatillas. Seguía un tipo viejo que tenía puesto un sombrero. Según entendí, el viejo le hacía de testaferro en algún negocio a Morales. Después había una mujer. Estuvo todo el tiempo en silencio, si excluyo alguna que otra palabra de circunstancia. Comía despacio. De los diez sentados a la mesa, era la única que había pedido gaseosa y esperaba con la copa vacía pacientemente a que el mozo se diera cuenta y se la llenara.
Como a la una de la madrugada ya nadie podía comer más. La combinación de matambre, ensaladas, lechón frío, papas fritas, torta de chocolate y helado tuvo un resultado contundente. Salvo el comisionista, al que todavía le quedaron ganas de repetir el postre, los demás pedimos el café.
Morales le quitó el sombrero al viejo. Era un sombrero de campo que le daba como un toque pintoresco y de paso disimulaba la calva marchita, llena de manchas. A su lado, la cabeza del muchacho de la quimioterapia, con los pequeños pelos luchando por sobrevivir, era la imagen de la esperanza. El sombrero quedó sobre la mesa con el hueco hacia arriba. Morales, serio, supervisó que Ricardo pusiera todos los papelitos. El viejo anticipó que si le tocaba a él cedería su lugar. Al escribano lo vi transpirar y el comisionista dejó para después las últimas cucharadas de torta.
A Morales le pareció correcto repasar las reglas. El agraciado por la suerte tenía derecho a pasar la noche con la dama. Dijo “la dama” de un modo que podía sonar respetuoso. Con el premio se incluía el costo de la habitación. El rengo hizo una broma sobre compartir la noche entre varios. Morales lo cortó. “¡Esto no es una orgía!” Me sorprendió el tono y no supe si hablaba en serio o era una broma más. Ricardo revolvía los papelitos. Volví a mirar a la mujer. Con unos kilos menos hubiera entrado en la categoría de linda. Me pregunté qué iba a hacer yo si resultaba ganador. De ninguna manera rechazar el premio, no me sentía capaz, pero tampoco me daba gusto ir a la cama con ella. No por su escasa belleza, sino por ese aire de gallina para sacrificio que tenía. Procuré sin embargo que el desagrado no se me notara en la cara. Morales me estaba mirando a los ojos, buscando en mí algún gesto que marcara entusiasmo o deseo. Esbocé una sonrisa. Me quitó inmediatamente la mirada de encima sin corresponder a mi gesto; supe que no había sido la reacción correcta. El viejo ya metía la mano en el sombrero. La suerte favoreció al chico de la quimio. El muchacho –Marcelo se llamaba– no hizo ningún gesto de sorpresa, ni de alegría, solo tomó el papelito en sus manos como si hubiera querido verificar que su nombre estaba allí. Seguimos con el café, la segunda ronda; la mujer también pidió otro. Repartimos los gastos, la cuenta fue bastante moderada. Cuando me fui, el muchacho y la mujer todavía estaban sentados a la mesa.

Soporté el viento frío de la avenida y me apuré para llegar al estacionamiento. La cena no había sido gran cosa. Ricardo se había equivocado cuando pensó que me iba a sentir bien. Lo que más deseaba en ese momento era volver a casa, tal vez Alejandra estuviera despierta. El hombre de la ventanilla estaba semidormido, tuve que golpearle el vidrio para que me atendiera. Pagué y caminé hasta el auto. Metí la mano en el bolsillo derecho, no encontré la llave. Tampoco estaba en el izquierdo, ni en ninguno de los otros. Inicié el camino de regreso. Las tres cuadras que recorrí, me parecieron interminables, un poco por el frío y otro por la ansiedad de ver si había dejado las llaves en alguna parte. Cuando subía las escaleras me crucé con el rengo Viñates, el ex agente de inteligencia, que venía en sentido contrario. Bajaba con dificultad enterrando el bastón en la alfombra gastada. Tuve que detenerme para dejarlo pasar. No sé por qué, pero me sentí obligado a dar una explicación por mi regreso. Viñates no puso en duda mis razones y me dejó ir, deseándome buena suerte con las llaves.

Solo quedaba Morales sentado a la mesa, en medio del salón vacío. Las llaves de mi auto estaban sobre el mantel. Me di cuenta de que me esperaba.
–¿Se sintió cómodo?
–Sí, sí, estuvo todo muy bien.
–No le pregunto por la cena, no es gran cosa, la mujer tampoco –me guiñó un ojo–. Lo bueno es la compañía. ¿Le gustó?
–Me sentí muy cómodo. Gracias por invitarme.
–Le dije a Ricardo: “Este muchacho se va a integrar bien”.
–Es un grupo muy bueno, la pasé bien.
–Entonces, ¿va a seguir viniendo?
–Si me invitan, sí –mentí.
–Lo esperamos el jueves que viene, véngase un rato antes y nos tomamos unos whiskies.
–Seguro, el jueves estoy acá.
–¿Usted a qué se dedica?
–Trabajo en la agencia, usted lo sabe.
–Ah sí, es inspector. Ricardo me había dicho. Usted nos va a venir bien.
–¿Tiene algún problema? Si es algo de lo mío lo puedo asesorar –dije y me arrepentí. Otra vez me había sentido obligado. Hubiera sido mejor ignorar el comentario.
–No, un amigo tiene un problemita, pero no se preocupe, ya se va arreglar.
–Cualquier cosa me dice.
–Lo vemos el jueves, acuérdese, venga a las nueve.

Me fui pensando en no volver. Y estuve totalmente seguro de no hacerlo, de olvidarme de estos personajes para siempre. Hasta el jueves. El jueves por la mañana mientras preparaba el informe de una inspección que habíamos hecho, recibí un mensaje de texto en mi celular. “Barragán, lo esperamos a las nueve.” No era una orden, pero omitía el “recuerde”. Yo no le había dado mi número a nadie, de modo que llamé a Ricardo.
–Che, ¿vos le diste mi celular a Morales?
–No, ni me lo pidió.
–¿De dónde lo sacó? Me está mandando un mensaje de texto.
–Qué sé yo. ¿Qué te dice?
–Me citó. Quiere hablar conmigo.
–¿Recién te incorporás al grupo y ya te invita a charlar con él? Sos un fenómeno.
Me sentí tocado, viniendo de Ricardo era un elogio.
–¿Pero este Morales quién es?
–Uh, si te cuento, da para hablar un día entero. Ahora no puedo, entro a una reunión, esta noche nos vemos.
Me sentía molesto, como siempre cuando no sé qué hacer. La invitación de Ricardo para incorporarme a ese “grupo macanudo”, me ponía ante un compromiso que no me gustaba. Ni siquiera lo tenía a él para asesorarme. Me faltaba indudablemente calle, cintura. Tenía que cambiar, tenía que afrontarlo, como haría Ricardo, como lo haría cualquier tipo normal.

Morales estaba con un hombre de traje que no era García, sentado en el recibidor del hotel. Tenían la botella de whisky en la mesita, le faltaba la mitad.
–Este es el amigo del que te hablé –dijo Morales y alzó la mano hacia mí, mientras miraba al otro:– El Contador Barragán.
El amigo de Morales murmuró algo así como “Julio del Canto” y me estrechó la mano. Hablamos de cualquier cosa menos del problema del señor Del Canto, tampoco me quedó claro cuál era su ocupación. A eso de la diez pasamos al comedor. Además de nosotros tres, había siete personas más, de las cuales solo conocía al viejo, a Marcelo, el muchacho de la quimio –que supe se alojaba en el hotel mientras recibía el tratamiento– y al comisionista; Ricardo mandó un mensaje diciendo que tenía un problema y que no podía llegar. La mujer era otra. Más linda a mi gusto, tal vez más joven. Morales se esforzó para que me sintiera bien. Casi llegué a olvidar la razón por la que estaba allí. No me sorprendió que en el sorteo saliera mi nombre, sí, que nadie se fuera después del café. Le dije a Morales que no podría quedarme toda la noche. “No hay problema, se queda el tiempo que necesite.” Hice una llamada por el celular, me alejé un poco de la mesa por discreción, pero supe que igual me estarían escuchando, mientras le decía a mi mujer que me quedaba un rato para bajar el nivel etílico por los controles de alcoholemia. Después me acerqué a la mesa y la muchacha se paró, me tomó la mano y fuimos hacia la escalera.
Nos dieron una habitación en el segundo piso. Una de las que habían sido reformadas hacía poco, todavía tenía olor a pintura fresca.
Laura. Podía haberme dicho cualquier otro nombre, pero me dijo “llamame Laura” y también “decime lo que te gusta”.
Una noche de gloria. Todo fue como a mí me gusta, o me gustaba, no podría decirlo ahora. Laura encendió en mí el deseo, lo reavivó todas las veces que pudo, estaba a mi servicio, para darme placer. Fue como volver a encontrarme con algo que ni recordaba haber perdido. Salí como a las cuatro, después de darme una ducha para sacarme su perfume de la piel.

No hablé con Ricardo en toda la semana. Contribuyó a esto que tuvimos un operativo en la zona de La Plata de lunes a miércoles; terminé agotado. El jueves recibí el nuevo mensaje. No voy a engañarme, lo estaba esperando. Era más breve. “Lo espero a las nueve.” No lo llamé a Ricardo y estuve a las nueve. Morales estaba solo. Me sirvió una medida generosa y se recostó en el sillón.
–¿Qué le pareció mi amigo?
–Una persona agradable.
–Más que eso, es un tipo excelente. Anda con un problema y creo que usted lo puede ayudar.
–Desde ya que lo puedo asesorar, cuente conmigo.
–No es lo que necesita. Ya tiene quién lo asesore.
–No sé entonces.
–Necesita un amigo que le haga un favor. Un favor muy grande. –Se me quedó mirando, como si dudara de seguir–. Que le arreglen un problema, un problema que le crearon otros amigos… amigos suyos –aclaró al fin.
–¿Amigos míos?
–Colegas suyos.
Morales acababa de mostrar la hilacha. Todos sus gestos, su amabilidad, la noche con Laura, todo, apuntaba a una sola cosa: usarme. Lo tenía que poner en su lugar, mostrarle el límite.
–Mire, yo no tengo un cargo que me permita ayudarlo, el mío es un puesto intermedio, si tiene un problema así, tiene que ir más arriba. Hay planes especiales de regulación para empresas en problemas.
–No, lo que necesitamos es alguien que trabaje desde adentro. Arriba no podemos hablar con nadie, no conviene.
–¿Y qué puedo hacer yo? No tengo ningún poder de decisión.
–Me estaban traspirando las manos. Odiaba escucharme dando disculpas. No, era no.
–Hay algunos papeles que deberían perderse. Ustedes tienen un bonito quilombo allí, no creo que sea tan difícil.
–No es difícil, es directamente imposible.
–No hay nada que sea imposible cuando se quiere ayudar a un amigo. Y usted quiere, ¿no?
–Lo puedo ayudar dentro de lo legal, de lo administrativo, pero no me puedo llevar un expediente. Eso no me lo puede pedir.
–Eso ya se ha hecho. Se puede. Con Viñates hemos hecho cosas como estas y más complicadas también.
Lo decía seguro, mientras tomaba su whisky sin hielo. No me estaba amenazando, no podría decir eso, no me estaba ofreciendo nada, solo me reprochaba mi falta de disposición para ayudar a un amigo. Pero no podía levantarme y salir, ni reiterarle que yo no hacía esas cosas, por lo menos no las que me estaba pidiendo. Permanecí callado, con el vaso sin tocar, mirando un rincón del salón. Morales no dijo nada más. Estuvimos diez minutos en silencio, hasta que vino el mozo para invitarnos a pasar al comedor.
Éramos apenas cinco: Viñates, el viejo, el muchacho de la quimio y nosotros dos. La mujer era la misma de la última vez: Laura. El muchacho de la quimio se fue antes del sorteo. El viejo aclaró que no había puesto su nombre porque estaba medicado. Era una posibilidad sobre tres. Una sobre tres. La suerte lo favoreció a Viñates que se fue con Laura, mientras el viejo se escurría hacia los fondos para hablar con los mozos. Morales rompió el silencio.
–¿Qué decidió?
Me miraba a los ojos, tenía las dos manos apoyadas sobre la mesa. Me sentí obligado a no dejarlo sin esperanzas. No supe cómo decir no. Eso hubiera sido lo mejor.
–Tendría que ver el caso –dije, tratando de ser lo más ambiguo posible, sin darme cuenta de que ya estaba aceptando algo. Me estaba comportando como un idiota.
–El lunes lo espero a las tres en mi oficina. –Me extendió su tarjeta–. No esperaba menos de usted –hizo una pausa como si buscara algo con la vista y siguió–: Le tengo un regalito.
Sacó un sobre marrón de algún lado, me parece que lo había dejado el viejo en su silla antes de levantarse, y me lo entregó. Dudé en abrirlo allí mismo, pero la intriga pudo más. Había cuatro fotos; buenas tomas, muy explícitas y bastante nítidas para haber sido tomadas con luz ambiente. Era una pareja cogiendo. Laura y un tipo, un tipo cualquiera, que podría haber sido yo. Pero no era, ni siquiera se me parecía.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Marcelo N. Abadi: La enfermedad suiza


Marcelo N. Abadi
La enfermedad suiza y otros ensayos filosóficos
Simurg, 2015, 96 pp.
ISBN: 978-987-554-205-1



La enfermedad suiza



Nunca me curé de una infancia incomparable, decía una vez Merleau-Ponty. Al hablar de curación, de alguna manera implicaba que su añoranza era una enfermedad.
Los recuerdos de quienes padecen ese mal no remiten siempre a la infancia.
Personalmente, me atraviesan, volvedoras, las imágenes de la época de estudiante veinteañero en el París de los ’50, y luego en Berlín, Berlín dividido en cuatro sectores, en uno de los cuales frecuenté una izquierda desviada, mientras que en los otros me desviaba de las obligaciones universitarias.
Suele llamarse nostalgia al sentimiento que produce o acompaña tales reminiscencias, y la tenacidad con la que nos invaden puede sin duda tener facetas patológicas.
De hecho, la palabra “nostalgia”, ahora tan literaria, nació en los fríos claustros de una facultad de medicina en el año 1688. El joven Johannes Hofer, redactando la disertación de doctorado que presentaría ante la Universidad de Basilea, buscaba un nombre para designar el estado depresivo que aquejaba a los mercenarios suizos al servicio de los ejércitos de Francia o Italia. Cuando les tocaba estar en las planicies, muchos de esos hombres aguerridos recordaban las montañas de la patria y ya no podían pensar en otra cosa que en regresar a la tierra natal.
Para acuñar el término correspondiente a ese estado Hofer recurrió, como suelen hacer los médicos en cuanto pueden, al griego antiguo. En ese idioma nostos significa retorno y algos, dolor. Hofer juntó los dos términos y propuso llamar “nostalgia” a la rememoración del país propio acompañada por el ansia de volver a él.
Este mal, según sostenía Hofer, además de reducir el vigor del cuerpo empobrecía el campo mental del afectado y obligaba al superior del regimiento a devolverlo al hogar, único remedio de eficacia comprobada: al solo anuncio de la licencia, el enfermo presentaba un súbito mejoramiento. Su mirada recuperaba el brillo, iba enérgico de aquí para allá juntando sus pertenencias y despidiéndose de los compañeros. El superior, de cualquier modo, se felicitaba por haberse desembarazado del soldado melancólico, aunque al rato se encontraba con que los otros hombres del batallón parecían haberse contagiado la enfermedad. Ensayaba entonces, a modo de vacuna, unos buenos tragos y luego hacía corear algunas canciones, pero guay del que entonara cantos alpestres e hiciera recordar el ruido de los cencerros: a ese le cabía la pena de muerte. En el Dictionnaire de musique, el ginebrino Rousseau se refiere con toda seriedad a la prohibición de un “aire de las vacas”, capaz de llevar a la deserción o a la muerte a quienes lo oyeran lejos de la patria.
Los médicos que después de Hofer se dedicaron a estudiar la enfermedad renunciaron a la yuxtaposición de palabras griegas propuesta por el joven doctorando y hablaron familiarmente de “enfermedad suiza”, o Schweizerische Heimweh. Pronto, a diferencia de Hofer, que había localizado la disfunción en el cerebro, el doctor J. J. Scheuzer, por ejemplo, la atribuyó a problemas circulatorios causados por diferencias en la presión atmosférica, más fuerte –decía– en los países de llanura que en los de montaña.
La patología, pese al gentilicio, fue detectada también en otras tropas. Apareció, por ejemplo, en un regimiento ruso cuyo teniente, ante una amenaza de depresión colectiva, aplicó un protocolo que se reveló muy sanador: hizo enterrar vivo –y creo que de pie– al más nostalgioso de sus hombres. Los compañeros se curaron inmediatamente.
Heimweh o Sehnsucht en alemán, saudade en portugués, homesickness en inglés, añoranza en español, mal du pays en francés sería solo el comienzo de una lista de nombres para designar en distintas latitudes la enfermedad suiza, cuya acritud era matizada por cierto grado de dulzura. Sweet bitter o bitter sweet, según los ingleses.
Dicho sea de paso, la atribución de una nacionalidad a un mal suele ser errónea o malintencionada. Hace un tiempo, por ejemplo, otros ingleses llamaban “enfermedad francesa” a la sífilis, mientras que los franceses, renunciando al honor de tal paternidad, la llamaron “la enfermedad inglesa”.
De todos modos, la ciencia tiene historia y la nostalgia ya no es más una entidad clínica: los laboratorios no la explotan, los médicos no la diagnostican, los manuales no la mencionan. Desterrada de la medicina.
Pero, como el miedo o el amor, sigue siendo –creo– una de las emociones fundamentales. Y además de atrapar a individuos concretos, se expresa en la música, las artes plásticas, hasta la metafísica.
Y nutre desde siempre la poesía. Allá por los orígenes de la literatura occidental, los aedas recitaron de ciudad en ciudad la historia de un hombre que añoraba su patria, una historia que Homero transcribió en la Odisea. La trama de este libro es conocida. Ulises, rey de Ítaca, se ve comprometido a combatir en Troya; después de diez años de lucha, y otros tantos de viaje y aventuras, llega de regreso a su isla, Ítaca. Allí, el sólido lecho que el héroe ha tallado de mano propia en el tronco de un olivo y a partir del cual construyó la habitación y el entero palacio. En suma, ahí sus raíces, como señaló la filósofa Barbara Cassin.
Y, por cierto, su mujer Penélope, y el hijo querido, Telémaco. Pero, desde allí, también la vista del mar y el recuerdo de las experiencias vividas.
El viaje no tenía por qué haber durado tanto. Pero Ulises, en el camino de retorno, le reventó el ojo al cíclope Polifemo para salir de su gruta y evitar la muerte que conocieron muchos de los compañeros. Detalle: Polifemo era el hijo del dios Poseidón. Y no se enceguece así como así al hijo de un dios. Poseidón vengará a Polifemo, dificultando el regreso del héroe a Ítaca.
Ulises es astuto, es fuerte y atrae poderosamente a las mujeres. Tres años después de iniciado el viaje de regreso llega a una isla hermosa –hermosa como una isla griega antes del turismo, dice bien Luc Ferry– donde vive una bellísima ninfa llamada Calipso. Calipso se enamora perdidamente de Ulises, quien no desdeña sus favores. Siete años pasa junto a ella, comparte su mesa, sus paseos, su cama.
Pero esta vida magnífica no le hace olvidar la tierra natal. Todas las tardes, Ulises se sienta en una roca junto al mar, mira hacia Ítaca y llora abundantes lágrimas. Calipso no lo ignora, pero hace de todo por guardarlo junto a ella. Y como es una diosa, es mucho lo que le puede ofrecer. Le propone conseguirle la inmortalidad. Y no solo la inmortalidad, sino también la juventud eterna, añadido no menor.
Inmortal, siempre joven, adorado por una diosa: la propuesta no es desdeñable. Sin embargo, Ulises sigue mirando hacia Ítaca a través de sus lágrimas y nada puede curar sus ansias de partir, de tal modo que un día retoma el viaje y, tras nuevas aventuras, llega a la patria adorada. Ni la fiereza de los troyanos, ni los monstruos, ni las tempestades, ni los cantos de las sirenas, ni la seducción de las diosas habían logrado aplacar su nostalgia.
El héroe de la guerra, el viajero audaz reencuentra a su hijo, con cuya colaboración mata a los pretendientes de Penélope, su esposa largamente asediada.
Hasta aquí, Homero. Dante y luego Tennyson urdieron otro desenlace, que acaso vislumbraron en las entrelíneas de la Odisea. Y este desenlace consiste en que Ulises de nuevo se hace al mar, emprende otras exploraciones en busca de más conocimientos.
Después de los cantos, el desencanto. ¿Qué encuentra Ulises en la isla tan extrañada? Por cierto, a Telémaco. Este se comporta como un hijo amante, pero la comunicación con él se ha tornado difícil. Por empezar, porque el joven cuenta sus experiencias propias y sus enojos sin preguntar mucho sobre las aventuras del padre. Y si preguntara, ¿qué podría contarle Ulises de su larga ausencia? ¿Las tretas innobles, los combates sin piedad, los guerreros y hasta los niños troyanos despedazados? ¿O le alabaría la belleza de Circe? ¿Y cómo justificaría los siete años en los brazos de Calipso?
Cuando Ulises camina hacia su palacio, los ciudadanos de Ítaca ni siquiera advierten quién es. Lo reconoce, sí, su perro Argos, ese perro que correteaba gozosamente con él en otros tiempos. Ahora es un animal pulguiento, que ya ni puede hacer más fiesta a su amo que la de apresurarse en morir.
Además, después de matar a los pretendientes de Penélope, notó que esta, auténticamente o no, desconfiaba de su identidad. Lo sometía a pruebas para asegurarse de que era de veras Ulises. Ella, que había pasado años de festín en festín con los acosadores, tardaba en reconocerlo. No hacía mucho que hermosas ninfas se desesperaban por retenerlo y ahora Penélope, con los ojos gastados y las manos arrugadas vacila antes de franquearle el camino al famoso lecho.
Ulises pronto extraña la camaradería de los marineros, las aventuras compartidas. En su memoria cantan las sirenas y lo acarician las diosas. El olvido, que no había logrado borrar su isla natal durante la guerra y el viaje de retorno, borra ahora los peligros vividos ante troyanos, monstruos y tempestades. Quiere explorar todo, conocer.
El muy tramposo se pone de acuerdo con sus compañeros y un buen día se embarca con ellos sin decir adiós. Al diablo con Penélope y la rocosa Ítaca. Al mar,

To strive, to seek, to find and not to yield

dirá el Ulises de Tennyson en pleno romanticismo.
No hace falta ser un héroe homérico para sufrir o inventarse la nostalgia. El salmo CXXXVI, que Liszt pondrá en música, recuerda famosamente:
“En las orillas de los ríos de Babilonia nos sentamos y lloramos recordando a Sión.”1
Tucídides, condenado al ostracismo, escribe en la escarpada Skapte Hyle la historia de la guerra del Peloponeso y evoca la grandeza de la Atenas de Pericles; Ovidio querrá volver a su Roma pero muere en Tomis, desterrado por el emperador Augusto.
El exiliado político añora su patria, aquella en que lo buscaban para matarlo. El africano llegado a Europa en una frágil embarcación sueña con los cocoteros de su desértico territorio.
En el extranjero, un hombre puede sentirse transplantado y compararse con un árbol fuera de su lugar original. El Averroes de la busca de Borges, exiliado en Marrakesh, recuerda los jardines de Córdoba y refiere una añoranza expresada en un apóstrofe dirigido por Abdurrahmán en los jardines de Valencia a una palma africana:

Tú también eres, ¡oh palma!
En este suelo extranjera...

Pero el árbol concreto está fijo en un sitio, enraizado. Frente a él, tenemos el privilegio de ir y venir. Si alguien extraña los eucaliptos de Adrogué, toma el tren en Constitución y en un momento estará reconociendo el querido aroma. (En realidad, ni siquiera necesita ir a Adrogué. Borges, propietario de esa nostalgia, decía que cada vez que sentía el olor de eucaliptos estaba en Adrogué.)
Puedo ahora viajar en una noche a mis lugares de memoria europeos. Claro que París ha cambiado, y mucho más Berlín. Pero ahí están. París, aun disfrazada de París. Berlín, habiendo levantado y luego destruido el célebre muro. Las palabras francesas se han abreviado: se dice ado, psy, manif, los chicos hablan en un verlan (vesre) difícil de comprender y en los huecos de las escaleras se han colocado estrechos ascensores. En Berlín no se escuchan las canciones de Kurt Weil, ni los blues de la época, sino los estrépitos electrónicos, pero eso no impide que la puerta de Brandeburgo siga en su lugar, con la cuadriga bien lustrada.
Es claro que, para sanar la nostalgia, los desplazamientos en el espacio no son suficientes, como sí lo eran para los soldados suizos del joven doctorando. La geografía no es la historia, las capitales revisitadas no devuelven los afectos.
¿Qué quiero, cuando me arrasa la nostalgia? Quiero trasladarme a un momento del pasado, reencontrar en él unas personas dilectas, sentir la ternura imprevista de una mano, ver por primera vez la proa guerrera de la Victoria de Samotracia hendiendo el aire, pasear por los jardines geométricos que atravesaba distraídamente.
Por desgracia (o por suerte) el tiempo no es una ruta de doble mano. Por él, nadie puede circular a su antojo: solo pasar de un presente a otro presente. Desde uno de los presentes, nos extrañamos a nosotros mismos, un cuerpo joven, la mente despejada. Y lamentamos la pérdida de los distintos posibles que imaginábamos. El porvenir ya no es lo que era. El pasado estaba grávido de futuros de los cuales se hizo real solo uno, y quizás ni siquiera el más deseable. ¿Entonces? Entonces

Je me souviens
des jours anciens
et je pleure.

Me acuerdo de los días pasados y lloro. ¿Por qué el llanto de Verlaine y la comprensión inmediata de sus lectores? Simplemente porque esos días y sus futuros imaginarios ya pasaron. Ya fueron. No son más, no serán más.
En las mentes religiosas la nostalgia se explica como una añoranza del Edén, de la inocencia dichosa en aquel jardín tan amable del que fuimos expulsados. Otros, siguiendo a Rousseau, imaginan en el comienzo de la historia una comunidad primitiva en la que la propiedad privada no existía, en la que los sentimientos de todos los hombres eran transparentes y donde por lo tanto era imposible la mentira. Algunos economistas conjeturarán una sociedad en que todos los bienes se disfrutaban en común. Los metafísicos aludirán a nuestra separación de algún absoluto. Y, por cierto, la redención, el contrato social o la lucha revolucionaria podrán prometer a nuestra esperanza el reencuentro de la felicidad, pero ya sabemos cuánto valen esas promesas.
La nostalgia no es más lo que era: así se llama un libro de Simone Signoret. El título sugiere que algo resulta ahora sospechoso en la portación de la nostalgia. Y acaso lo haya sido en todos lo tiempos. El sujeto, por ejemplo, descubre algún dato ignorado de su propio pasado. De pronto, el varón “la quería y no lo sabía”. O convierte diferencias de forma en distinciones radicales: eran más hombres los hombres de entonces y no se conocía cocó ni gomina, dice.
Julio Cortázar, que vivía en Francia desde el comienzo de los ’50 y en tiempos de la dictadura se consideraba un exiliado más, había escrito en una de sus visitas porteñas que “desde Buenos Aires extrañaba salvajemente a París”.
Ahí en París algunos compañeros argentinos calentaban en baño María una lata de leche condensada Nestlé durante una hora para lograr así una especie de pálido dulce de leche, olvidando que preferían otras mermeladas. Una vez aterricé en Madrid y por azar alguien me presentó a Héctor Alterio, que me preguntó ansioso si traía yerba; le confesé tímidamente que solo fumaba tabaco y me aclaró que él hablaba de yerba... mate.
Nada como una mala memoria para cultivar la nostalgia. Omito, en las evocaciones de París, las penurias de posguerra, el estado de guerra en Indochina y en Argelia, las privaciones que se consideraban propias de la condición de estudiante: la margarina, la carne escasa y de caballo, las escaleras infinitas, los toilettes inmundos, el “baño parcial” con agua fría. Y olvido las campanadas de la iglesia de Saint-Roch que durante muchos meses acompañaban y agravaban mis insomnios. De Berlín, evito recordar la vista continua de los mutilados de guerra, los monumentos destruidos, los controles y sellos, el silencio sobre crímenes apenas creíbles, los nazis reciclados. Muchos recuerdos remiten al nostalgioso a un tiempo en que se sintió agudamente vivo y apenas logra enlazarlos con un presente que juzga monótono, cuando sería importante que el yo recordado y el yo que recuerda fueran el mismo sujeto.
Se selecciona el objeto de la añoranza, y a menudo el criterio de selección está teñido de esnobismo. Hace un rato mencioné mi nostalgia de prestigiosas ciudades europeas, cuando en realidad tal vez no extraño menos ese colegio inglés de Los Cocos, en el que con ocho años debí quedar como pupilo de un enero al siguiente. Jugábamos al fútbol contra otro colegio, también inglés pero de huérfanos, andábamos a caballo, subíamos por senderos escarpados a nuestros Everests y cantábamos a toda voz al descender, construíamos casas en los árboles, arrancábamos frutas en los jardines de los vecinos, chicas y varones tejíamos bufandas para los soldados británicos (era 1940), y si algún maestro nos sorprendía tirándonos piedras ganábamos el derecho de recibir cinco latigazos.
¿Tuvieron algo en común los años europeos y el de Córdoba? Ahora creo que era el hecho de que en ambos casos sabía que mi madre pensaba todo el tiempo en mí. Extraño su extrañarme, toda su ansiedad concentrada en ese punto móvil que era yo.
Por cierto, algunos sostienen que si hay una nostalgia primordial es la de la vida en el vientre materno. Habitábamos su calidez, éramos portados con amoroso cuidado. Hasta que un día una mano nos extrajo de ese país primero, nos dio vuelta en el aire frío, nos golpeó. Llorábamos, como aquellos judíos de Babilonia.
Toda la filosofía puede ser vista como una reflexión sobre la nostalgia, un intento de satisfacerla o de negarla. Platón invitando a contemplar un firmamento de esencias, Plotino explicando que el alma debe huir lo más prestamente posible del bajo mundo a su patria natal, Spinoza igualando la naturaleza a dios, Bergson imaginándonos sumidos en un formidable impulso vital, Heidegger describiendo al ente arrojado en el mundo y contraponiéndole el Ser, Wittgenstein llamando a callar sobre lo inexpresable, todos ellos pensaron la unión con, o la separación de, un absoluto.
¿Qué distancia, qué precipicio nos aparta de algo más real y más grande que lo que percibimos? Dispersos en el tiempo, cayendo a cada instante en la nada, desgarrados, prometidos a la muerte, ¿cómo esperar que se nos restituyan los días predilectos con sus colores, sus perfumes tan amados?
De hecho, la nostalgia es finalmente separación de sí mismo. No podemos nunca poseernos, nos perdemos a cada instante y a cada instante nos recuperamos y volvemos a perder. Nuestro yo depende de unos retazos de memoria, y se puede disgregar en cualquier momento.
Y acaso lo más doloroso no sea la imposibilidad de volver al pasado tal como se vivió. Lo desesperante es no poder modificarlo…
El pasado es un país perfectamente amurallado. Imposible penetrar en él. Ningún dios, por poderoso que sea, tiene la facultad de hacer que lo que fue no haya sido o que lo que no sucedió haya sucedido.
Las palabras que no dijimos, las calles que no tomamos, las traiciones que cometimos, o aquellas que nos hirieron, ya nada puede alterarse.


En compensación, o para peor, lo que una vez sucedió tiene una especie de eternidad. Aquello que fue posible, ahora es necesario, inevitable. César no puede dejar de ser apuñalado por Bruto, ni Giordano Bruno de arder en la hoguera del Santo Oficio; aun se desesperan por respirar los judíos y gitanos amontonados en las cámaras de gas; sobre el Río de la Plata aún vuela el avión con los jóvenes destinados a la muerte.
Eternamente habrá jugado Merleau-Ponty frente al océano en Rochefort-sur-Mer, y habrá peleado luego en París con Sartre, y lo habré visto encender su Gitane después de la clase, y siempre me habré desviado en Berlín cuando al cruzar una calle se creía cambiar de mundo.


1 Vladimir Jankélévitch, L’irréversible et la nostalgie, Paris: Champs Essais, 1974.