jueves, 11 de noviembre de 2010

Vizconde de Lascano Tegui: El libro celeste (selección)

El libro celeste (1936), estructurado en numerosos capítulos breves sin numeración, retoma el fragmentado estilo de De la elegancia mientras se duerme (1925) pero con un renovado signo que se traslada de la incursión por la tradición francesa al despliegue de una ferviente argentinidad amparada en la dedicatoria tutelar que encabezan Domingo French y Antonio Berutti, “los dos merceros inspirados que el 25 de Mayo de 1810, cerrando las calles adyacentes al Cabildo, sólo dejaron pasar a los criollos perfectos que iban a darnos la libertad”. No es  simple elogio criollista ni exaltado ejercicio de patriotismo, sino un volumen de pulida prosa, mezcla irreductible de autobiografía lírica, pintoresca sátira, análisis sociológico, etimologías provenientes de Isidoro de Sevilla y enciclopedismo medieval, que configura un extraño mundo cuya órbita se centra en la participación de las letras locales en la cultura universal. Presentado como geografía abstracta, bestiario, herbario y lapidario argentinos, la novela del Vizconde —si es que la amplitud de este género moderno puede admitir tan particular composición— reclama la ayuda de la fantasía como camino hacia la felicidad. Sus originales cruces iluminan —en un tono por demás opuesto al de las preocupaciones contemporáneas de Eduardo Mallea o Ezequiel Martínez Estrada— la esencia del ser nacional.
El diagnóstico de los males contemporáneos de la Argentina se entreteje en sus páginas, en difuso recorrido temático de clave contrapuntística, con las analogías más inesperadas provenientes de la imaginación poética del autor. Mezcla de géneros y tradiciones, El libro celeste perpetúa en renovada línea la experimentación híbrida que, noventa años antes, se perfilaba ya en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Pero es también, y en esencia, ejemplo de la memoria atravesada por el tiempo, los viajes y las lecturas de un espíritu itinerante que titula su libro con el color del barrilete de infancia en atemporal vuelo.




Vizconde de Lascano Tegui: El libro celeste (selección)



El animal mayor de la República sería el dragón, pero no existe. Ha sido reemplazado por la estatua ecuestre. Es un animal fabuloso. Es de piedra y de bronce. Recuerda a los héroes de la Independencia que resolvieron a caballo nuestra libertad política. Desde 1810 hasta 1860 no bajaron del corcel. Las dificultades que les creaba su posición ecuestre les impedían adaptar como cosa suya los principios liberales de Voltaire y Montesquieu, a esa asociación fundamental y que parecía eterna (antes de la invención del vapor) entre el héroe y la bestia, y que no cesó sino con la degeneración del héroe en montonero y en la disminución notable del valor del caballo criollo como elemento civilizador frente al ferrocarril. Los héroes de Mayo, continuando a caballo, terminaron en gauchos alzados que resistíanse a tomar el tren y trataban de enlazarlo. La primera estatua ecuestre que debía devolver la justa medida del héroe fue la de San Martín en la plaza del Retiro. La habían fabricado para Chile, pero cuando se dieron cuenta los patriotas del desfavor que les echaba encima la preferencia chilena, sobornaron al escultor francés y éste fundió dos estatuas en el mismo molde y a uno de los caballos (el chileno) le alargó la cola, dándole así una mejor sustentación a la estatua, que se levantaría en un terreno volcánico. Cuando el modelo del hombre perfecto se plasmó en bronce sobre un zócalo de mármol y explicaron los poetas por qué señalaba con su dedo la cordillera de los Andes,

“¿no lo ha visto a San Martín,
entre el laurel y el olivo,
señalando con el dedo
donde viene el enemigo?”,

los falsos profetas y al mismo tiempo seudos formadores de nacionalidades, los Facundo, los Ferrer, los Bustos y los Ibarra, se perdieron en los campos todavía no arados. La nación comenzaba. La civilización también. La estatua de San Martín fue regalada como una recompensa desde Buenos Aires a las provincias que se portaban bien. Una estatua ecuestre de San Martín surgió en las plazas centrales de las capitales de provincia cada vez que uno de nuestros presidentes, por ser galante con la esposa de un fundidor de bronce, recibía su visita perfumada dentro del fuerte de Buenos Aires. El pintor Villegas nos ha dejado, de uno de esos días felices, un paisaje en que las aguas del Río de la Plata parecen más azules, las veletas de San Ignacio y San Francisco mucho más doradas y las banderolas blancas de la escolta presidencial, sobre las lanzas, mucho más lindas... La estatua ecuestre de otros héroes, por su abundancia, creó la raza argentina del dragón de bronce. Hoy es común. Está en todos los catálogos de bazar. Cuando nace una ciudad, y nacerán muchas en la extensión ilimitada de la nacionalidad, será siempre una estatua ecuestre el mejor florón de su corona. Porque desde ese día, la ciudad se sentirá tan noble como aquellas ciudades medioevales que habían dado hijos, y Perseos, vencedores de dragones.


El tábano nace de la bellota del cardo. El picaflor, según los primeros conquistadores, sale del fruto del chaviyú. Pero hay algunos sabios que, como el Padre Guevara, aseguran que la hembra pone un solo huevo, y otros más sabios, de la misma laya, que sólo pone dos huevos, de los que sale un gusano que se convierte en mariposa y la mariposa en picaflor a fuerza de volar. Aceptemos la duda como en el origen de Homero y reconozcamos que el picaflor es un pavo real diminuto. Es todo pluma decorativa. Su cuerpo no es mayor que una almendra y dentro de las cartas que enviaban a España los soldados que no conocían todavía la tarjeta postal —pero sentían su necesidad— ponían el cadáver de un picaflor. Con él querían dar la sensación del nuevo mundo mentiroso y atrayente.


Entre las piedras que devolvían al colonial desilusionado su juventud, no puedo olvidar a la macedonia y a la cimbra, que nacen en el exterior de los pescados o del aliento de las ballenas, origen presunto pero no muy seguro. Lo cierto es que el mar las deposita en la playa. Blanqueadas y una su vez secas, devuelven las fuerzas perdidas. La macedonia, que era piedra capaz de engendrar otras piedras y que algunos usaban para matar las moscas, empleábase en verdad como un potente afrodisíaco. La macedonia como la silenita crecía y decrecía con la luna.


Como de la vida de Shakespeare quedan muy pocas trazas, los historiadores y los admiradores han querido llenar el vacío con cartas, documentos, anillos con sus iniciales, libros con sus firmas contradictorias. La duda planea sobre ellos cuando la investigación científica y policial no ha demostrado que son falsos y apócrifos. Felizmente el hombre sabe mentir, y si Ossián y sus poemas son invenciones, la tiara de Saitaphernes, hecha hace unos meses, es una mistificación más que honra a la imaginación humana. De la tierra virgen de América corrieron por Europa mil y una mentiras y mil y una leyendas; que, a fin y al cabo, las leyendas son mentiras más largas que las comunes. Eran cuentos sin control y sin ejemplo que persuadiera. De luengas tierras podían y debían llegar siempre las luengas mentiras. Pocos espíritus lo suficiente veraces aportan pruebas a sus afirmaciones. Ruy Díaz de Guzmán afirma haber cazado un animal que tenía un espejo en la frente y que pensaba remitir al rey Felipe. Desgraciadamente la pieza de convicción se le escapa de las manos y se interna en la selva por descuido del peón que lo llevaba en una canoa. Los jesuitas de Misiones remitieron a Europa, para agravar la confusión y la duda en que se vivía sobre la flora y la fauna, pájaros artificiales que componían, como los primeros padres de la iglesia sus Evangelios, recogiendo mentiras. Son pájaros fabulosos que no pudieron quedarse en Madrid y llegaron hasta los gabinetes de historia natural del rey Luis XV. Buffón fue engañado por los ejemplares raros. Su clasificación es, por eso, falsa, y recién, después que Azara publicara su libro, la mentida tornasol de los jesuitas, esos sabios que sacaban la cola a un pavo real, las alas a un chajá, la cabeza y el cuello a un loro, para inventar un ave, quedó desplumada. Los jesuitas querían y admiraban la volatería, pero detestaban la ornitología sin fénix.


La mimosa es una planta tímida. Es casi un animal que siente. Se descubren en sus gestos el pudor y la vergüenza. Se sonroja, se enluta y se encoge y se marchita si la tocan.


Entre las buracas que dejaban los andamios del Escorial nacieron las golondrinas. Son pájaros de duelo. Salieron de las cornisas del sepulcro real cuando el pulido Felipe II, que aplastaba sobre la rótula desnuda los gusanos que lo devoraban, se había quedado solo, sin criados, en vísperas de bajar al pudridero. Esos pájaros negros llevaron el luto de España hacia el Flandes español, donde nacía el sol, y hacia la América morena, donde se acostaba el día. El duque de Alba y el licenciado de la Gazca, al verlas pasar, comprendieron el mensaje. Y los dos cómplices, emocionados, sonrieron. El enemigo de Antonio Pérez se moría...
La emigración de golondrinas se hizo anual. Huían del invierno. En América se multiplicaban y las mensajeras románticas —que recién lo fueron cuando Miranda, San Martín y Bolívar nos libertaron— iban a Europa a morir del pecho como las mulatas de las Antillas. La distancia las vencía. Otras veces topaban con las nieves prematuras que las amortajaban y otras veces era el rey Luis XVI que les salía al encuentro. Golondrinas nacidas en América, caían, hasta doscientas por día, heridas por la escopeta cincelada del monarca, que adoraba tirar al blanco. Su cuadro de caza es impresionante. Lo escribió de su mano y está en el Memorial. Más de doscientas mil presas: faisanes, perdices, palomas, golondrinas, cisnes y venados. Siempre asesinó animales tímidos. Nunca afrontó un león, un oso o un tigre. Cuando le cortaron el cuello, por monarca o cazador de torcazas, el día helado del 21 de enero de 1793, recogieron, cuentan las gacetas, una golondrina muerta entre la nieve. Las golondrinas son pájaros de duelo.


Los muros de las iglesias de la colonia donde nos bautizaron eran de adobe crudo. Los pájaros entraban a sacar las pajas secas para sus nidos de la fábrica sagrada. La iglesia era siempre un vasto salón en que el suelo fue de baldosa cocida y las paredes blanqueadas o rosadas a la cal. Los altares estaban dentro del muro. Eran nichos de los que se caían los santos mal equilibrados. Las tallas en maderas verdes del país se abrían, se rajaban a la humedad o al calor, porque aun
 trabajaba el corazón del árbol. Las llagas de San Roque eran verticales y la sinovia de su rodilla enferma, savia de guayacán o palo santo. Los artistas eran indios a quienes se les guiaba la mano. Los santos parecían, por lo deformes, enfermos, o calcos para un museo de medicina. Los ángeles no dejaban de ser obesos y sus alas, pesadas y coloreadas, daban a las iglesias el aspecto de grandes pajareras. No era una antesala del paraíso la iglesia, sino una sala de espera en un asilo de dementes.

sábado, 16 de octubre de 2010

Jorge Baron Biza: Gato encerrado en pornocine

Poco antes de morir en septiembre de 2001, Jorge Baron Biza me confió un cuento que debía integrarse a una antología del erotismo. El texto, fruto de los años de destape de la primavera alfonsinista y supuestamente publicado bajo seudónimo en una revista pornográfica de la época, combina con maestría el erotismo y la filosofía. No es casual que su inicio aluda al mundo de Borges; la penumbra de las salas de una biblioteca infinita se traslada a un espacio donde otras ceremonias, casi tan privadas como la lectura, se encadenan en el tiempo. Hoy, esta obra maestra de las formas breves, se publica por primera vez en internet.



Gato encerrado en pornocine



El limitado universo tiene planta rectangular. Hay en él una larga noche repleta de seres inferiores devorables, mis ratas. Llegan después los espectadores adorantes y en cuatro sesiones alum­bra el proyector sobre la pantalla, interrumpido sólo por breves intervalos. A través de la luz del foco llegan los seres que amo, los seres de la luz. En cada intervalo se renuevan los espectadores adorantes.
Después de las cuatro funciones se repite la noche larga y aprovecho el tiempo para devorar las vidas sabrosas que han sido puestas aquí únicamente para mi gusto. Las ratas son criaturas que no soportan la pre­sencia imponente y sonora de la claridad. En la noche larga, entre bocados de rata y sueños, yo sólo pienso en los seres que vienen en el haz de luz. Para cazar ratas me basta el olfato, el tacto y el gusto; reservo mis oídos y mis ojos para los momentos inefables de las proyecciones. Largamente durante la no­che —la noche larga— me siento prisionero.
Al principio creí que la luz, por poder propio, atraía a los espectadores adorantes, seres sobre dos patas, pero ahora estoy seguro de que no es así: los más valientes de los adorantes llegan al uni­verso, se sientan en dirección opuesta a la fuente de luz y desean en silencio fren­te a la pantalla. El poder de este deseo atrae a otros especta­dores y abre finalmente la fuente de luz. En la luz llegan sus criaturas. A medida que los seres de la luz realizan sus cere­monias, crece en los espectadores el de­seo, que pone tensos sus cuerpos.
Yo también quise desear como los espectadores ado­rantes. Varias veces me he refregado contra sus piernas o me he sentado en sus hirvientes regazos para compartir la naturaleza de su apetito, pero siempre me han alejado con palmadas amistosas o patadas furibundas. Enajenados por los seres de la luz y sus ceremonias, los espectadores no admiten ningún contacto, ni siquiera entre ellos, que son del mismo género; su deseo los aísla. Mi deseo es mejor, calmo.
Los seres devorables parecen todos del mismo género; los adorantes también: las criaturas de la luz son de dos especies que tratan de unirse frenéticamente: Yo soy único.
Las patadas que me propinaron los adorantes me hicieron comprender que aquí, en el universo, el acercamiento no es la forma de relacionarse. Tuve una idea audaz: si toda la atención de los adoradores está dirigida a la pantalla en la que se plasman los seres que vienen con la luz, yo debía participar de la luz para ser reconocido como único por los adorantes.
Subí al proscenio de la pantalla en la que las criaturas de la luz se unían frenéticamente.
Cuando entré en la zona del haz luminoso y quedé expuesto a la claridad, una sensación excepcional se apoderó de mí. La región de la cual yo provenía, allí donde habían quedado los adoradores, se convirtió en una brumosa tierra inferior. Arri­ba, en el proscenio, hasta las motas de polvo se bañaban en una realidad convincente por sí misma, despegada de la ola de deseo que emitían los espectadores. Pero la transformación más sor­prendente fue la de mi cuerpo, que se dividió en reflejos y sombras definidas, sombras completamente distintas de las en­volventes que me atrapaban en la platea. Las sombras nítidas que sobre el proscenio creaba la acción directa de la luz eran allí parte necesaria de mi cuerpo, y junto con las partes ilu­minadas formaban un ser intensificado y enaltecido, digno y próximo a los seres de la luz. De esta transformación exte­rior nació algo nuevo en mi interior. Comprendí la naturaleza de mi superioridad y me senté de cara a los adoradores de la platea para recibir sus deseos y transformarlos en algo mejor y real. Primero escuché un murmullo que fue creciendo, después unas risitas, finalmente un alboroto amenazador. Un objeto llegó volando, mientras los adorardores pataleaban groseramente sobre el suelo. Seguí con mis ojos el vuelo del proyectil. Cuando quedó detenido detrás de mí, algo siniestro llamó mi atención en la pantalla, donde se movían los seres de la luz: allí donde se interponía mi presencia, se formaba en la pantalla una som­bra de mi cuerpo, aumentada y grotescamente desproporcionada, que borraba en parte a los dueños naturales del lugar y acen­tuaba la falta de sentido que siempre habían tenido para mí —que soy único— sus esfuerzos por unirse, género con género.
Un segundo proyectil me golpeó y me retiré del proscenio, sin miedo, atolondrado sólo por la comprobación de las transfor­maciones a las que mi cuerpo era susceptible, y por el poder de bloqueo que tenía sobre los seres de la pantalla, hasta ese momento imperturbables por nada que no fuesen ellos mismos. Tam­bién noté la defensa de los adoradores en la platea para que todo permane­ciese en su cauce durante la función. No sólo eran adorantes, sino también guardianes.
Los silbidos y pataleos me indignaron. Desprecio a los ado­rantes. Ya no me interesa llamar su atención; no me interesa llamar la atención de nadie que no sean los seres de la luz, actuar con ellos, dominarlos.
Intenté un primer acercamiento a esos pobres dioses (que podían ser víctimas de mi sombra) empleando el mismo método estúpido que empleaban los adoradores. Me senté tenso frente a la pantalla y miré con golosa atención hacia la luz, pero a pesar del empeño que puse, no logré que naciera en mí ese deseo de quieto ardor que invadía a los espectadores.
En estos intentos empecé a prestar verdadero cuidado a lo que ocurría en la pantalla. Los seres de la luz actuaban con el beneplácito de los adorantes. Pero mi única actuación, cuando enfrenté a los espectadores, fue reprobada. Sólo la actuación de los seres de luz era seguida con creciente atención y un respeto solemne y resentido.
Los adoradores tienen sobrepieles que cuelgan flojas, pesa­das y olorosas. También los seres de luz comienzan su actuación con estas sobrepieles más o menos ridículas, salvo que ellos no tienen ningún olor, prueba clara de que pertenecen a una esfera supe­rior. Esta superioridad los impulsa a despojarse de las falsas pieles grotescas; casi siempre se ayudan entre sí para hacer­lo. Comprendí entonces el sentido de la actuación de los seres de luz, en lo que se refiere a la primera parte.
Cuando, como víboras, los seres de luz se han despojado de sus pieles, salen a relucir sus cuerpos blancos y brillantes, adornados apenas con unos pocos pelos. Entonces empieza la se­gunda parte de su actuación: se acarician y se acercan cada vez más: se mueven con gran libertad —como no lo hacen jamás los adorantes—, pero el sentido de esos movimientos me es descono­cido. Aparentemente tratan de unirse, género con género y aun los del mismo género, a embestidas furiosas que siempre fracasan. A lo sumo logran una verdadera unión en las entrepiernas, pero por más que se deses­peren, no logran ir más allá en sus intentos de ser uno de dos, como si en alguna época remota hubiesen sido uno y por algún método simple, directo y olvidado se hubiesen convertido en dos, y arrepentidos quisiesen volver a esa célula unitaria y originaria.
En estos tran­ces de unidad, su expresión es tensa, pero en vez de termi­nar en el me­lancólico resentimiento que llevan es­tampado los adoradores de la platea cuando se van del universo por la puerta con telones de atrás, la tensión de los seres de luz se intensifica hasta reflejar un infinito dolor que está, asom­brosamente, apoyado en una alegría no menos grande. Después se serenan y caen en una expresión vacía, casi estúpida, pare­cida a la de los espectadores. Como su propia superioridad no les permite soportar este ánimo insulso, desaparecen, pero no por la puerta con pesados cortinados del fondo; se desvanecen en la pantalla misma y esto, según estimo yo, es un milagro de la voluntad de los seres de luz, decididos a existir sólo en el frenesí y sus prolegómenos.
En cuanto a los sonidos que los seres de luz pronuncian mientras intentan unirse, sólo puedo compararlos con los chillidos mortuorios de las ratas que cazo, pero los gemidos que provienen de la luz están traspasados de un sentimiento de esperanza que pregona felici­dades que ni las ratas ni yo conocemos.
Las dificultades de penetrar en el mundo de los seres de luz son enormes. Por empezar, uno de los géneros que aparecen en la pantalla no existe entre los espectadores. Es una especie suave, redondeada y más pequeña, pero a pesar de que a veces es tratada con dureza, sus movimientos más reposados señalan que es el centro de la acción, mientras que los del otro género se afanan y celebran extrañas danzas a su alrededor, hasta que inevitablemente tratan de unirse a la especie redondeada me­diante brutales embestidas.
Aquí se plantea uno de mis grandes problemas. Después de mi fracaso de compartir el deseo de los adorantes, fracasé también en mi intento de unión con los seres de luz, de los cuales ni siquiera sé si pertenezco al género redondeado o a sus furiosos merodeadores;  y por lo tanto ignoro cuál sería mi papel en los rituales de la pantalla. Tampoco está claro si debo adherirme a los espectadores adorantes o a los seres de luz. Ambos me decepcionaron de alguna manera. Por lo que de mí veo, soy completamente distinto de todos los que habitan el universo.

Durante mucho tiempo aparecieron siempre los mismos seres de luz repitiendo exactamente las mismas acciones, mientras que los adoradores de la platea se renovaban en cada ciclo de luz en la pantalla. Esto me hizo creer por una temporada en la inmutabi­lidad de la luz. Sus reiteraciones se convirtieron en la sola certeza que ofrecía el mundo, sus actos eran la medida del tiempo y sus epifanías aseguraban la unidad del universo y anunciaban y escondían al mismo tiempo el sentido del mundo.
Sorpresivamente, después de una de las noches largas entre las cuatro funciones, cuando los seres de luz más se añoran, aparecie­ron en la pantalla seres distintos, que cumplían acciones también distintas, aun­que las mutuas embesti­das finales eran iguales. Fue un golpe para mis convicciones. Me sentí sorprendido, trai­cionado y vacilante. Creí —creo— en una profanación. Los ídolos a los que estaba acostumbrado y aun encariñado, desaparecieron sin que el universo se estremeciese. Fueron sustituidos por otros, no menos luminosos, pero que no me eran familiares. Por ejemplo, en el ciclo ante­rior, el ser que era centro de todas las atenciones era rubio, redondo y usaba colgajos de colores chillones, como fucsia y violeta, que otros seres le quitaban y aparecían entonces dos grandes bolsas en el pecho que le impedían co­rrer, razón por la cual era siempre atrapado por otros cuatro seres morenos que en lugar de tener sus bultos en el pecho los tenían en las entrepiernas, y por lo tanto eran más activos, atrapaban a lo rubio y trataban de fusionarse con ello. Pero todos fracasaban siempre y cada uno se retiraban dejando el lugar al siguien­te de los seres ágiles y musculosos de ese ciclo. La hermenéutica de esas imágenes me convenció de que los seres musculosos habían sido destinados, por una ley superior y natural, a atrapar a los seres redondeados y un poco incompletos, porque les faltaba uno de los miembros y trataban de suplir esa carencia con un ritual de devoración del miembro que les faltaba, pero por más porfunda que fuese la deglución, nunca se atrevían al certero mordisco con el que yo desgarraba la cabeza de las ratas. Además de ser único, es obvio que soy superior a todos.
En el nuevo ciclo, todo era distinto. El ser principal tenía cabellera negra y estaba vestido con harapos insuficientes, pero se los sacaba ella misma al son de una música hermosamente maulladora, y aparecían entonces las consabidas bolsas en el pecho. Las nuevas situaciones eran completamente distintas. El ser morocho con bolsas se acariciaba a sí mismo y esa actividad implicaba tanto trabajo que hasta sudaba copiosamente, lo cual parecía atraer finalmente a los otros seres de la luz. A pesar de que el ser morocho trata­ba de seguir acariciándose y al principio no quería fusionarse con sus com­pañeros de  luz, los otros entraban en estado de frenesí y la forzaban a ofrecerse a la fusión. Entonces, el ser principal cambiaba de humor y colaboraba con los intentos de fusión. Todo inútil, como ocurría en el ciclo anterior del ser rubio. Rubios o morochos, la fusión es siempre imposi­ble. Me pregunto por qué no se desaniman nunca y cesan en sus intentos.
Esperé el retorno de mis favoritos rubios, los del ciclo del origen, los fundadores del universo. Imaginé que en algún lugar fuera del universo descansaban y que, después de una lucha con los usurpadores que se agrupaban en torno del ser morocho, retornarían triunfantes. No fue así. La segunda ola de seres fue sustituida por un tercer ci­clo, un cuarto, hasta que comprobé con pánico que los seres originarios eran sólo figuras que se desleían en mi recuerdo sin nada que atestiguase que hubiesen existido: peor aun, empecé a mezclar en mis nostalgias las distintas oleadas de seres de luz. Finalmente, uno de los ciclos reconocía la imposibilidad de fusionarse que yo ya anticipaba. Era un ciclo en le que todos se colgaban segundas pieles de cueros y hierros, y en lugar de acariciarse, unos seres tan musculosos que sus hincha­das bolsas en el pecho eran casi tan voluminosas como las del otro género, golpeaban despiadadamente a los seres redon­deaditos y pequeños, que eran tres, uno rubio, otro morocho y otro que tenía toda la piel oscura, negra. Cobraban las tres víctimas, sin distinción de color de pelo ni de piel. Aunque estas víctimas daban señales insistentes de querer fusio­narse, los musculosos las golpeaban más cuando ellas más señales de amor daban. Después las obligaban a realizar actos que a las vícti­mas bolsudas no les gustaban, como tratar de fusionar a través de la boca u otros orificios; volvían las palizas. Las palizas parecían, para los seres de cuero, hierro y rapados, mucho más importantes que las fusiones. Si en los ciclos anteriores en­contré alguna lógica y me fabriqué algunas explicaciones, en éste no entendí nada. Todas las motivaciones me permanecían ocultas, o quizá no existían. Supuse que después de este ciclo, el Universo cesaría de alguna manera.
El anonadamiento que este hecho produjo en mí me quitó el hambre y caí en una languidez indiferente. Todo el mundo de seres de luz se derrumbó. Sus distintos ciclos, a los que yo había tratado de darles un sentido superior, se confundían en mi mente y perdían significación; los seres de luz no trabajan por la unidad de géneros ni la fusión del mundo. Todo me parecía sin razón. Perdí el hambre y aun los motivos para acechar. Me tendí en un rincón oscuro, indiferentes a las proyecciones. No sentía el menor deseo de girar la cabeza para ver a los seres que tanto admiré. Ni siquiera sabía si habían cambiado el ciclo de las palizas por otro, que con seguridad me desconcertaría tanto como el de los rapados.
Las ratas fueron perdiendo el temor que siempre les infundí. Sus cuerpitos gri­ses se aventuraban audaces hasta donde yo yacía aletargado, olfateándome, como seres inferiores que son. Finalmente, una —más grande y seguramente más estúpida— se acercó para husmearme. Quise alejarla con indolencia. De pronto sentí una sensación aguda y fría en una pata. Me inva­dió el dolor. Miré a los ojos de la imprudente y vi en ellos la deci­sión de devorarme. Se apoderó de mí una exaltación que sólo se parecía a la que había experimentado cuando ascendí al pros­cenio y quedé bañado por el haz luminoso que dibujaba en mi­ cuerpo fragmentos de los seres de luz del ciclo originario. Supuse que así debían sentirse los seres musculosos del último ciclo, el de la caída de los seres de la luz. Recordé las expresiones en las que se mezclaba el dolor y el estupor de las víctimas del cuero y el hierro y las cabezas rapadas, y compren­dí lo que experimen­ta­ban. Pensé un instante en la actitud de abandono sin escapa­toria de la espe­cie más redondea­da, y consideré la posibili­dad de dejar­me devo­rar. Un segundo mordisco envalentonado se llevó un trozo de mi carne. Después ya no volví a pensar en los seres de luz.
De un salto atrapé a la rata. Su actitud cambió completamen­te, aun antes de que le hiciera daño. Bastó esa ráfaga de vo­luntad, para recuperar mi naturaleza de cazador. La condenada trataba de escabullirse sin ninguna dignidad. Entonces hice lo que no había hecho jamás: simulé dejarla ir, jugué con sus espe­ranzas, y cuando se creyó libre volví a atraparla autoritaria­mente. Repetí el juego, cada vez con más entusiasmo. En uno de los sal­tos cubrí su cuerpo mal herido. Cuando me aparté, en lugar del ser gris y devorable me encontré con la imagen de la espe­cie más redondeada de los seres de luz, una de las víctimas del ciclo del cuero y el hierro. Ella también trató de huir, frá­gil. Comprendí su debilidad y seguí jugando con sus bolsas pectorales re­gordetas, convencido ya de que lo único permanente en el uni­verso era yo, soberano. Me pregunté si en algún lugar confeccionarían ropa de cuero y hierro para un ser como yo, Único.

José Gabriel Ceballos: Los hijos de Rivas

José Gabriel Ceballos nació en 1955 en el pueblo donde vive: Alvear, Corrientes, sobre el río Uruguay. Con su novela Víspera negra ganó en España el Premio "Ciudad de Alcalá". Su vasta producción cuentística ha merecido distinciones internacionales como el Premio "EDUCA" de Costa Rica y, entre otras, el Premio "Alberto Lista" otorgado por la Fundación El Monte y el diario ABC de Sevilla, España, al cuento que compartimos en esta ocasión. En Simurg ha publicado Ivo El Emperador (novela, 2002), Víspera negra (novela, 2004), Fabulario de Buenavista. Antología Personal (cuento, 2004) y Relator deportivo (cuento, 2006).



Los hijos de Rivas




Desde muy chicos los hijos del sepulturero Rivas supieron hablar con los muertos. Siendo tan niños, les habrá bastado con pasar el cerco ruinoso que había entre su casa y el camposanto. Por la misma razón que los niños pueden conversar con los objetos, con los animales, con los seres creados por su fantasía, ellos habrán aprendido a hacerlo con los muertos.
Rivas enviudó tempranamente. No recuerdo a su mujer, que según me dijo creo que Romilia, murió tuberculosa. Veo sí a un Rivas todavía derecho y ágil, que acudía al panteón de mis padres un rato después de mi llegada, el tiempo necesario para permitirme la intimidad ritual que nos imponen esas visitas: un padrenuestro, acomodar algunas flores y velas, pensar en nuestros difuntos. Si yo estaba solo, el hombre saludaba y me esperaba bajo un ciprés, apoyado en el cabo de su azada o su rastrillo, con una atención que parecía poder quedarse para siempre en su barbudo rostro flaco y atezado. Si conmigo estaba Romilia, la criada de mis padres, él saludaba y se ponía a ayudarla con el balde o a fregar las placas de bronce, pidiendo permiso cada vez que debía entrar al mausoleo. Cuando se ahuecaba para recibir la propina, su mano huesuda me hacía pensar en una pata de pollo.
Sus hijos eran dos pequeñas siluetas que aparecían y desaparecían entre las cruces, y unas risas fragmentarias entre los pocos rumores de la vida. Por una de esas normas que se arraigan en nosotros sin mayores razones, trato de no ir a los cementerios sino en días hermosos y con el sol a pleno. Por eso recuerdo a los hijos de Rivas como dos manchas que se mueven veloces en una claridad vibrante, con un efecto multiplicado por la fijeza de las cruces. Cuando los conocí, la niña tendría unos ocho años y su hermano cuatro. Entre el haberlos conocido y mi primer viaje habrán transcurrido dos años. Así que poco puedo añadir a esa impresión que constituye mi recuerdo más antiguo de ellos. Unas indefinidas caritas sucias que espiaban sobre una sepultura, o tras un estatua, o entre la maleza en que naufragaba una verja, para escapar ni bien se las descubría. Morenos cuerpitos andrajosos y descalzos. Una facilidad insuperable para correr entre las tumbas, esquivarlas, saltar sobre ellas, saltar de tumba en tumba, zambullirse en el zapallar o en el mandiocal que Rivas cultivaba entre su rancho y el cementerio, como si no existiera el semicaído alambrado. Raras veces andaban con el sepulturero.
Mi memoria pasa por alto los tres años de mi primer viaje y me los muestra apenas cambiados. Ella un poco más, como es lógico, con sus formas femeninas sólo sugeridas en la delgadez oscura. Las tetitas le marcaban levemente la blusa mugrienta, las piernas chuecas le impedían toda gracia. Él, con sus orejas puntiagudas y sus dientes demasiado grandes, con su pelo lacio y retinto, parecía la caricatura de un duende. Se los veía saludables pese a la flacura, y aunque ella ahora reflejaba cierta timidez que juzgué propia de la edad. Pero el sepulturero había desmejorado. Su espalda ya se doblaba notablemente, caminaba de un modo grotesco, arqueado hacia adelante y un costado, con dificultad. “Un reuma jodido, señor, en todo el cuerpo”, me informó él mismo, la primera vez que visité el cementerio tras mi viaje. Yo venía de errar por el mundo durante tres años, aventura iniciada en cuanto acabó el juicio sucesorio de mis padres. Una mezcla de fuertes añoranzas y remordimientos todavía colmaba mi espíritu. En tres años no había tenido ninguna comunicación con el pueblo, y había consumido una respetable porción de mi herencia en diversiones no totalmente confesables. La recepción de los parientes y amigos había sido muy poco propicia a aquellos sentimientos. Frialdad, silencios cargados de reproches, desdén en las miradas esquivas. Con esto quiero explicar la actitud que Rivas y sus hijos provocaron en mí aquella tarde en el cementerio. Cuando oí al sepulturero atribuirse la prolijidad que exhibían los canteros adyacentes al mausoleo y el brillo de las placas, me sentí desbordado por la gratitud. No se me ocurrió que nadie más pudiera haberlo hecho, la vieja Romilia había muerto unos cuantos meses atrás. Una tía me contaría después que con sus criadas había estado ocupándose del panteón, pero para entonces los acontecimientos ya habrían sucedido. La mañana siguiente a mi reencuentro con Rivas y sus hijos volví al camposanto, pero entré por atrás, por el rancho del sepulturero. Allí dejé tantos obsequios como cabían en mi auto. Cajas con comestibles, ropas, juguetes y golosinas, hasta unos analgésicos para Rivas, a quien llevaba también un turno para que lo atendiera mi médico. Para los gurises fue una fiesta. El sepulturero me agradeció con los ojos mojados. Así me metí en sus vidas tan extrañas como menesterosas y en su increíble secreto.
Los hijos de Rivas me tomaron cariño. Llegaba yo al cementerio y ya estaban conmigo, festejándome, abriéndome la puerta del auto o llegando a mi encuentro sofocados por la carrera. Ella (Finita, se llamaba Delfina; el niño se llamaba Ramón y le decían Carpincho) casi siempre andaba abrazada a la muñeca rubia que yo le había regalado, y eso me conmovía: seguramente conocía su primera muñeca a la edad en que las niñas abandonan los juguetes. Las ropitas nuevas pronto se convirtieron en guiñapos en sus cuerpos. Con una velocidad supersónica devoraban las golosinas que yo les llevaba; él, comenzando por llenar la boca entre carcajadas cómplices; ella, con su timidez iluminada. El afecto fue recíproco, se entiende. Nunca me habían agradado los niños, ése fue un motivo fundamental para que permaneciera soltero; sin embargo, aquellos dos conquistaron mi corazón.
Mientras tanto Rivas empeoraba. El médico me dijo que lo suyo era irreversible y que podía complicarse si no dejaba los esfuerzos físicos. El mal le había invadido las vértebras. Con cierta influencia política gestioné una jubilación anticipada para él, la cual estuvo lista en unas semanas. El cementerio tuvo varios sepultureros sucesivos en poco tiempo, al parecer ninguno dispuesto a asumir definitivamente aquel trabajo. Por fin se fue quedando un anciano sordo y miope, que vivía en las cercanías, como un elemento meramente formal pues el desmalezar, los enterramientos y demás trabajos pesados los hacían otros obreros municipales llevados para cada circunstancia.
Cómo conocí el secreto. Quitaba yo unas flores secas de sobre el ataúd de mi padre, de espaldas a la puerta. Procedía con esfuerzo pues la altura del nicho me obligaba a hacerlo en puntas de pie. El calor, aumentado por unas velas que ardían sobre el altar y la sensación de encierro, me hacía sudar a mares, ahogándome por momentos. Finita y su hermano se hallaban afuera, a unos cinco pasos de mí, bajo el ciprés. Ya habían tragado los caramelos y ahora lamían sus chupetines, observándome. Eran de escaso hablar, por entonces lo eran. En general nuestros diálogos se reducían a preguntas que ellos contestaban con monosílabos o frases muy cortas, con la mirada baja. Pero de pronto Finita me dijo:
—Quiere que usted revise de nuevo el armario chico.
Estaba tan enfrascado en la limpieza que aquellas palabras demoraron un instante en penetrar mi pensamiento. Cuando me volví hacia ella, bajó la vista y repitió:
—El armario chico. Eso me dijo.
—¿Quién, Finita?
—Él, su papá —e indicó con la cabeza, sin alzarla, hacia el interior del mausoleo—. El finado.
El niño soltó una risita, me echó una ojeada con súbita seriedad, aprovechó para aplicar un chupetón a su golosina y clavó de nuevo la mirada en el suelo. Me quedé como se supone que se quedaría cualquiera en mi lugar. Pero el recuerdo de unos documentos, unas viejas hipotecas que mi abogado había estado pidiéndome desde que regresé al pueblo, para no sé cuáles trámites complementarios del juicio sucesorio, irrumpió en mi estupor. Me lancé hacia el coche sin siquiera cerrar el panteón.
Encontré las hipotecas en el fondo de dicho armario, mezcladas con otros documentos que me habían despistado en la búsqueda anterior. Una hora después volví al camposanto, con el corazón y la mente a los tumbos pese al whisky que me había metido entre pecho y espalda para retemplarme.
Finita y su hermano seguían frente al panteón, ahora trepados al ciprés. Se descolgaron al verme llegar. Inmóviles, cabizbajos, aguardaron mis preguntas. La razón me sirvió por lo menos para interrogarlos con la mayor cautela posible, y eso sin duda facilitó las cosas. No pasarían veinte minutos y todo había cambiado por completo para mí, en mí. Ya no era yo, el mundo ya no era el mundo que yo pisaba un rato antes, todo se había convertido en un agujero negro hacia cuyas profundidades me sentía arrastrado.

Anoto aquí algunos detalles que juzgo importantes.
Yo era la única persona a quien los hijos de Rivas habían revelado aquello; por reiteradas órdenes de los muertos, ni siquiera a Rivas se lo habían contado. Conmigo habían hecho la excepción por autorización expresa de mi padre, autorización confirmada por otros difuntos. Supuse que esto implicaba un privilegio que se me concedía desde ultratumba, por mi amplitud intelectual, por mi discreción o sabe Dios por qué; más adelante comprendí que los muertos querían comunicarse con alguien en condiciones de cumplir sus encargos. La precaución de los muertos en este sentido había llegado al extremo de prohibir a los niños que fueran a la escuela y tuviesen amigos.
En cuanto al modo de conversar, era puramente mental. Los niños oían las voces perfectamente diferenciadas pero sólo como “sonidos interiores”, pese a lo cual el fenómeno se producía exclusivamente ante las tumbas respectivas. “Hablan en nuestras cabezas”, me dijo Carpincho. Aquella misma tarde y en el mismo sitio en que me confiaron el secreto, Finita y su hermano probaron la verdad de estos dichos, con mi padre y mi madre. Finita me pidió que hiciera preguntas a mis padres, en voz alta y luego sólo con el pensamiento. Se las hice, naturalmente sobre cuestiones que sólo mis padres podían conocer. Al cabo de un momento, durante el cual yo no oía más que el rumor de los pájaros y la brisa y en los chicos se dibujaba una divertida atención, éstos se disputaban por darme la respuesta con la mayor exactitud. Mis últimas dudas desaparecieron entonces.
Nunca me comuniqué directamente; siempre ocurrió a través de los niños: mis palabras y mis pensamientos llegaban a los muertos sin necesidad de que intervinieran los niños, pero no sucedía lo inverso.
En cuanto al origen de las conversaciones, me contó Finita que fueron ellos y no los muertos quienes las provocaron. Finita se había acostumbrado a hablar con aquellos rostros tan tristes de las fotografías que enseñaban las lápidas, para darles consuelo o algo así, el niño aprendió a imitarla y un buen día oyeron (conviene decir sintieron) una respuesta. Una joven señora recién fallecida que se lamentaba por haber sido reemplazada prontamente por su viudo.
Aquí ya debo consignar algo fundamental, relativo a los temas. Los muertos nunca hablaban sobre temas metafísicos, nada de aquello que tanto angustia a los humanos vivientes, lo que hay tras la muerte. No. Sólo trataban asuntos relativos a la vida, y por lo general y con muy pocas excepciones, a sus propias vidas. Ni siquiera daban ninguna información sobre la realidad de los vivos que se supusiera obtenida en el más allá, como anunciar el porvenir. Al principio creí que ello se debía a la corta edad de los interlocutores. Después descubrí que las revelaciones trascendentales resultaban en sí mismas inalcanzables por aquella vía, y hasta construí una teoría al respecto. Como toda persona cuando muere deja innumerables cosas irresueltas (explicaciones que pedir, secretos que revelar, cuentas que pagar y que cobrar, perdones que ganar y que conceder, injusticias que reparar, responsabilidades por asumir, sentimientos que declarar, el futuro de los hijos, el reparto de la herencia), hay una parte del alma que se queda aferrada a la materia, por la “preocupación” que esos asuntos generan. Permanece allí hasta que se muere o se vuela por la impotencia o porque la vida en su continua transformación elimina tales cuestiones, resolviéndolas a su modo. Sea que esa porción del alma esté llamada a morirse adherida a la materia, o sea que deba elevarse después hacia donde se halle la porción principal (no hay que olvidar la hipótesis de que ésa sea toda el alma que tenemos), nada puede informarnos mientras tanto del más allá, sencillamente porque no conoce el más allá. Expuse esta teoría a unos cuantos expertos. Un teólogo católico soltó la carcajada; cierta escritora consagrada a una de esas religiones exóticas en boga me miró como a un insecto; un santón espiritista la aprobó con algunas correcciones.
Pero aun descartada (nunca definitivamente, claro) la posibilidad de sonsacar información trascendental, ¿cómo podía resistirme a aquella comunicación? Mi vida quedó reducida a ella, digamos que en un noventa y cinco por ciento. El cementerio me atraía como un imán invencible. Cuando no visitaba tumbas con los niños, casi seguro que aún seguía con la mente en el cementerio. Mis jornadas quedaron organizadas más o menos así: la mañana o la tarde en el camposanto; la otra mitad del día para verificar datos y cumplir algunas de las comisiones solicitadas por los muertos; unas horas de la noche para organizar mis registros. Una rutina tan excéntrica sólo acentuó la idea que la gente ya se había formado sobre mí, por mi largo viaje y la casi nula dedicación a mi patrimonio, así que no sufrí los fastidios de la curiosidad ajena.
Mediante un grabador de bolsillo fui formando un archivo magnetofónico de aquellas conversaciones (llené casi cien casetes con las voces de Finita y Carpincho y mi voz) y por escrito llevaba un registro muy completo. Mientras grababa tomaba apuntes en una libreta, en los que incluía datos circunstanciales, como las demoras en contestar, los pormenores que me soplaban los niños —risas, llantos, tonos especiales, balbuceos— y diversas impresiones mías. Pronto armé un fichero; fichas ordenadas alfabéticamente, una para cada muerto, con los asuntos más reiterados por éste, con apuntes sobre mis verificaciones y las diligencias que el muerto solicitaba.
Por supuesto que de los pedidos que me hacían sólo una pequeña parte resultaba realizable. Imposible abordar a un caballero y espetarle: “Perdone, pero su esposa lo engaña, me lo contó su difunto amigo Fulano”. O asumir una venganza sangrienta que no nos incumbe y a instancias de un muerto desconocido. Pero los pedidos me desbordaban también por su cantidad. Nadie sospecharía que tras las lápidas de un camposanto pequeño como aquél hay tanta ansiedad por la vida. Y cuando digo vida no me refiero a una abstracción, al vivir conjetural, sino a asuntos concretos, a eslabones, por así decirlo, que quedaron abiertos en la cadena de la vida vivida. Por eso los arrepentimientos constituyen el tema sin duda más común en las sepulturas. Tampoco se debe creer que todas son cuestiones objetivamente importantes. Las hay, pero tanto como otras que parecen increíbles por su insignificancia, por su falta de entidad para existir en la majestad de la muerte, al punto de reducir el enigma a algo así como un torpe escamoteo teatral. La alimentación de su canario puede quitarle la paz a un muerto, por ejemplo. No hallé para esto una explicación general más aceptable que la “perspectiva de la vida” que tuvo cada muerto. Uno que vivió para las grandes empresas se habrá llevado a la tumba desvelos probablemente más considerables que uno que empeñó su existencia en pequeñeces. Pero no es una ley infalible, tal vez porque también incide el carácter más o menos obsesivo que haya tenido el difunto, y la medida en que ese carácter haya actuado durante la agonía respecto a tal o cual preocupación, lo que equivale a reconocer una cierta causalidad a las circunstancias en que se produjo cada muerte. Quiero dejar constancia de que si bien los pedidos disminuían en número cuanto más antiguo era el muerto, no había relación entre este dato cronológico y la gravedad de los pedidos. Almas que salieron de este mundo más de un siglo atrás me hicieron un solo pedido, pero uno francamente estúpido. Colegí que el tiempo borra las obsesiones post-mortem mientras el muerto aún puede sustentarlas, pero únicamente por la razón ya señalada: porque hace desaparecer las causas, por ir cerrando los eslabones.
Algunos ejemplos ilustran sobre la diversidad de aquellos encargos. De J.L.: comunicar a sus nietos que hay una tinaja con plata entre el cielo raso y el techo. De C.F.M.: denunciar en la comisaría que éste murió envenenado por su mujer. Del hacendado Fulano: informar a su familia que el solicitante dejó los siguientes hijos extramatrimoniales (y aquí unos cuantos nombres), a quienes se debe evitar penurias económicas. De doña Mengana: hacer saber a sus víctimas (otra lista) que la solicitante confiesa haberles mandado las cartas anónimas y pide perdón por los daños causados. Del Sr. Zutano: entrevistar a la anciana señorita XX y manifestarle el arrepentimiento del muerto solicitante por haberla abandonado por un matrimonio de conveniencia, que este casamiento lo hizo muy desdichado y que el solicitante continuó amándola aún en la extrema vejez. De un empleado contable de La Insuperable S.R.L.: advertir a su gerente que en el balance del año 1957, rubro gastos varios, hay un error de doscientos trece pesos, del cual el solicitante se percató demasiado tarde para practicar la enmienda. Del médico Dr. Perengano: avisar a su paciente Equis que probablemente tiene un cáncer y no una simple bronquitis. De la Sra. MM: rogar a su bisnieta menor que no se case con ese novio porque es un mal hombre, cazafortunas, golpeador, vicioso y hasta posiblemente homosexual.
Confieso haber recurrido a procedimientos vergonzosos, como los mensajes anónimos y el sembrar cizaña en el viento, pero quienes pedían eran muertos e insistían con angustia. Finita y Carpincho, que pronto aprendieron a soltar la lengua conmigo, me preguntaban por el cumplimiento de aquellos encargos. Aprendí a mentirles con descaro.
Mis padres no volvieron a dirigirme ningún mensaje. Esto me dio la tranquilidad de creerlos en paz.

Ocho meses duró mi aventura. Ocho meses durante los cuales pertenecí más a la muerte que a la vida, aunque con plena salud.
En cuanto despertaba en mi cama, me asaltaba una urgencia por reanudar aquella rutina. Finita y Carpincho recibían sus golosinas y me conducían por entre las sepulturas, siguiendo una especie de agenda mental preparada en mi ausencia, conforme a la prioridad que ellos mismos adjudicaban a cada muerto interesado en comunicarse conmigo. Hay que pensar que los niños dialogaban mucho con los difuntos. Para ellos, recorrer el cementerio no se diferenciaba de andar por el patio de su casa, lo hacían sin horarios, incluso por las noches. Me guiaban con contento, como orgullosos de prestar aquel servicio. Carpincho solía ir por delante, por una ruta complicada que le exigía ascensos y descensos, saltos y difíciles equilibrios, por momentos en el techo de un panteón, por momentos a horcajadas sobre una estatua, saltando sobre el hueco abierto de una tumba en ruinas, trepándose a los árboles, como si quisiera demostrarme su dominio del terreno. Finita marchaba a mi lado, abrazada a su muñeca, rompiendo por trechos su silencio para contener a Carpincho o adelantarme datos sobre los muertos y sus inquietudes. Llegados a la tumba del caso, los niños se ponían a mirar fijamente la fotografía del muerto, o un punto cualquiera si no había foto, se diría que concentrándose, y de pronto, casi siempre enseguida, comenzaba la triangular comunicación. Las discusiones entre Finita y Carpincho respecto a la traducción más precisa se repetían con frecuencia, divertían a Carpincho y enojaban a su hermana.
No faltaron sobresaltos. Una tarde nos sorprendió una tormenta. Estábamos tan metidos en una conversación con una muerta charlatana que cuando nos dimos cuenta la tempestad se nos cayó encima. Nos refugiamos en un panteón abandonado, donde tuvimos que esperar hasta bien entrada la noche que cesara aquella furia de agua, viento, truenos y rayos. Lo terrible no fue el mero permanecer allí en medio del temporal; ya me había familiarizado lo suficiente con aquel sitio y con sus ocupantes como para entregarme a los miedos de las películas de Drácula. Lo pavoroso fue sentir que el panteón no iba a resistir, que acabarían por derrumbarlo los torrentes que azotaban sus paredes fulgurando por los relámpagos y arrastrando restos funerarios, el viento que arremolinado en la cúpula hacía chillar a los murciélagos y gemir a las vigas, los rayos, la lluvia feroz.
Unas pocas semanas después ocurrió lo del homenaje. Quiso la casualidad que pasáramos frente a la sepultura de un político ilustre justo cuando se acercaba un grupo de personas endomingadas, con una gran corona floral. Damas ensombreradas, dos o tres militares, caballeros en rigurosos trajes oscuros, hasta un anciano en un sillón de ruedas. Ya pasábamos, demorados por la curiosidad, cuando Finita me tomó de un brazo. El político le hablaba. Que esperásemos. Nos detuvimos dos tumbas más allá, lo bastante cerca para que Finita continuara percibiendo la voz sepulcral. Se trataba de un aniversario. Colocada la ofrenda contra la lápida, el grupo aguardó el correspondiente discurso, en semicírculo. El orador era un caballero maduro, canoso, con barbita en punta; se adelantó un paso entre dos mujeres —una, evidentemente la viuda, la otra quizás una hija del homenajeado—, carraspeó, miró la lejanía y luego clavó la vista en la tumba y lanzó al aire su ampulosa verba, sin papel. Lo que sigue lo tomo de mi grabador.
Orador: —Hemos venido, inolvidable amigo y correligionario, a rendirte este austero pero sentido homenaje, a tu última morada... etc.
Finita (por lo bajo): —Hijo de puta.
Yo: —¿Qué?
Finita (su voz apenas se oye): —Dice el muerto que ése es un hijo de puta.
Mientras tanto el orador va entusiasmándose. Lo veo encenderse con las alabanzas, al compás que marca su dedo índice derecho. Sus ojos se dilatan como ante visiones dantescas y se entornan beatíficos, como si de repente lo arrullara un ángel; su barba tiembla por momentos; el gesto entero se le contrae reflejando a medias los sentimientos que con sus rebuscadas frases declara, a medias porque la diversidad de tales sentimientos hace imposible que alguna expresión facial se complete, y de un modo ridículo por esto mismo. Desconsuelo, resignación, ira, arrogancia, veneración, otra vez dolor... Se balancea, se estira hacia lo alto, cada tanto emite una lloviznita de saliva.
Finita: —Quiere que eche a ese tipo.
Yo: —¿Yo?
Finita: —Sí, usted. Dice que el tipo robó mucha plata cuando era su secretario, el de él, del muerto, en el gobierno. Y que ahora se acuesta con la mujer esa, la viuda.
Yo: —No puedo hacer nada, Finita. Se va a armar un lío bárbaro.
El discurso arrecia. Anoto algunos adjetivos: heroico, infatigable, titánico, glorioso, ejemplar, sublime, irreemplazable. En este momento fue cuando vi caer un pedazo de bosta muy cerca de un caballero. Comprendí el peligro al instante. Me lancé hacia Carpincho, que a mi izquierda ya apuntaba otra vez muy serio y con el ceño fruncido. Ante sí, sobre una tumba, tenía abundante bosta seca de las vacas que solían pastar en el cementerio. En la grabación se oye a Finita que llama a su hermano, mi jadeo y luego el del niño, el discurso como fondo cada vez más lejano. No conseguí calmar a Carpincho hasta esconderlo tras un mausoleo, donde seguramente ya no le llegaba la voz de aquel muerto. Pataleaba y se agitaba entre mis brazos como un demonio. Rostros perplejos nos observaban desde el homenaje.

Antes de que se acabara aquel verano decidí emprender otro viaje por el mundo. Los muertos ya no me parecían una buena razón para quedarme en el pueblo. No sacaba de ellos más que enredos vulgares, ninguna gran revelación. Pensándolo bien, yo sólo era su mandadero, y Finita y Carpincho no pasaban de unos médiums precoces pero relativamente eficientes. Si por algo me costaría marcharme sería por el cariño que me ligaba a los chicos, pero los muertos poco y nada contaban.
Cuando mi penúltima visita al rancho de Rivas antes de aquel viaje, Carpincho me contó en un aparte que Finita estaba enamorada. Tomé la delación a la ligera y hasta la festejé con Carpincho. La aproximación de Rivas nos interrumpió. Nada dije sobre el asunto a Finita, por su timidez.
En mi última visita tenía yo demasiado ocupada la cabeza como para interesarme por el enamoramiento de Finita. Entregué un dinero a Rivas —cuya enfermedad se mantenía estacionaria, permitiéndole cuidar la chacra, ordeñar sus vacas y salir a vender sus productos por el pueblo— y le hice algunas recomendaciones, aunque nada respecto a mudarse de allí ni a mandar los chicos a la escuela, consejos que le había dado dos o tres veces sintiéndome enseguida un perfecto idiota. Luego demoré un buen rato despidiéndome de mis padres y eché una caminata con los niños por el camposanto. Recuerdo que Finita iba cabizbaja, sumida en silencio. A Carpincho lo entusiasmaban mis promesas de un pronto regreso con regalos. En cierto momento, el niño mencionó algo sobre el enamoramiento de su hermana.
—Callate, pelotudo —lo frenó en seco Finita.
Me hice el desentendido.
Mi ausencia esta vez duró año y medio. Cuando retorné al pueblo Finita ya se había ahorcado.
Rivas me recibió llorando. Bastaba verlo para comprender que aquel pobre hombre, que tanto había lidiado con la muerte, no soportaría mucho más la de su hija. Ya habían transcurrido varios meses del suicidio y lloraba como si todavía viera a la ahorcadita colgada del árbol. Lloraba con espasmos que le impedían articular palabra, y cuando cesaba su llanto quedaba temblando y con la mirada vacía. Lo consolé cuanto pude y salí del rancho con Carpincho. Mi corazón estaba destrozado pero pedía detalles. Caminamos hasta el árbol, un frondoso gomero, gigantesco. Su sombra cubría unas cuantas tumbas, todas muy viejas, algunas ya dañadas por las poderosas raíces. Carpincho me señaló una y me contó todo.
Fue así. Finita se había enamorado de aquel muerto y se mató para juntarse con él. Últimamente ya no conversaba casi con ningún otro muerto. Aquél le recitaba versos. La muchachita se pasaba los días ante la antigua tumba, poniéndole velas y flores y otros adornos, conversando, sintiendo recitar al muerto, recitando por ahí cuanto podía memorizar de sus versos (que no sería mucho, pues ella no sabía escribir ni leer). “Versos de amor”, me dijo Carpincho. “Todos versos de amor.” Leí el epitafio. Un nombre vulgar, dos fechas remotas que hablaban de la juventud con que aquel individuo había descendido a la tumba, esta leyenda: “Poeta: Dios te dé la paz que el amor y tu pluma te quitaron”. Creí ver una mirada dulce y sombría en el retrato borroso que ilustraba el epitafio, en un círculo de bronce incrustado en relieves del mármol. Un mozo flaco, rasgos nobles, largas patillas, lo que se distinguía.
Volví a partir a los pocos días. Nunca supe si Carpincho le contó a su padre algo sobre el poeta, no quise preguntar.
Rivas no tardó en morirse. Carpincho se fue antes, al Brasil, con unos parientes brasileros, cuando a su padre lo internaron en el hospital. Tiempo después me enteré de que se había convertido en un médium famoso en todo el Brasil.
Todavía suelo volver al pueblo, sólo para visitar el cementerio. Ahora Finita y su poeta están sepultados juntos. Averigüé en la municipalidad, arrendé aquella tumba por la cual ya nadie pagaba, mandé arreglarla e hice trasladar allí a Finita.
A veces quisiera tener la inocencia de los niños para poder hablar con ellos.

Mario E. Teruggi: La copita diaria

Mario E. Teruggi (Dolores, 1919 - La Plata, 2002) se graduó de Doctor en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata) y se especializó en petrología en la Real Escuela de Minas (Universidad de Londres). Paralelamente a sus intereses científicos llevó a cabo una amplia obra literaria que no ha contado aun con el reconocimiento público que debería censarlo entre los más originales escritores del siglo XX en lengua española. Ha publicado cuentos (Armiño y yuyos, 1981), ensayos (Joaquín Frenguelli. Vida y obra de un naturalista completo, 1981; Panorama del lunfardo. Génesis y esencia de las hablas coloquiales urbanas, 1974; Finnegan's Wake por dentro, 1995) y novelas (La túnica caída, 1977; Casal de patitos, 1982; El Omnium de las cornucopias, 1987; Prohibido tocar los gauchos, 1994; El meteorólogo y Shakespeare, 1997; Pozo negro, 2001; Reality Life, 2002; Mi pariente Tarisio (1796-1854), 2002).
El relato que compartimos aparece incluido en su novela Pozo negro (2001) y es un texto central en la literatura erótica argentina.




La copita diaria



Madreselvas en flor, que me vieron nacer,
Y en la vieja pared, sorprendieron mi amor,
Si todos los años, tus flores renacen,
Por qué no renace mi primer amor.


“...as if they were asking you to suck it so clean and white he looked his boyish face I would too do it in 1/2 minute even if some of it went down what its only like gruel or the dew there is no danger...”


La Pistola era una virtuosa, una artista genuina. Nadie podía ponérsele a la par: las otras recurrían a las manos, a frotes con los pechos, a toqueteos enervantes, a reciprocidades pudéndicas, a intromisiones digitales en el cuerpo viril que se desleía. Ella no, era una profesional impecable. La boca era todo lo que usaba, todo lo que precisaba. Claro, por supuesto, ellos, los clientes, la estrujaban, le tocaban o amasaban los senos y las nalgas, le oprimían la nuca con sus ingles humeantes, ella permitía todo eso, no oponía reparos, pero su cuerpo era pasivo: solo operaban los labios, los carrillos y la lengua. Una actividad que transportaba al beneficiario al equivalente de los campos elíseos, del jardín de las Hespérides, del paraíso de las huríes.
Luego de años en los lupanares más frecuentados del país, La Pistola era casi virgen de sus orificios inferiores, pues se la contrataba como artista de felaciones incomparables. Las otras, y en particular las pupilas francesas y polacas que supuestamente eran mamadoras de alta calidad, no llegaban siquiera a atarle los cordones de los zapatos a La Pistola. La supremacía de ella frente a cualquiera residía en dos aspectos: su técnica especial y su manifiesto goce en la tarea, un entusiasmo contagioso que transformaba la mamada en un acto alegre y sacro.
La maestría felatoria de La Pistola resultaba de la combinación del genio con el trabajo. Su arte compendiaba una dedicación y un adiestramiento totales. Era ella igual a un ejecutante de instrumento de viento: varias veces al día, en momentos de ocio, incluso en reuniones con amigos, se distraía haciendo ejercicios. Pasaba y repasaba con velocidad viperina la lengua por los labios, la extendía barriendo el bozo hasta tocar la punta de la nariz, la rebatía hacia abajo hasta más de la mitad de la barbilla, la introducía en la boca para autosuccionarla o presionarla contra los carrillos. No se abandonaba nunca, era cual atleta o deportista consciente de que está siempre en perfecto estado de entrenamiento. Hija de alemán y de española, se repetía a sí misma una de las pocas frases que su padre le había enseñado cuando niña: Übung macht der Meister.
Practicaba siempre y, sin ningún tipo de calentamiento, podía ejecutar, en lo que los franceses denominan “el clarinete baboso”, las sinfonía más complejas y extenuadoras.
Aparte de los ejercicios diarios, una vez a la semana, por lo menos, practicaba lo que puede considerarse una proeza. En el fondo de un vaso de licor colocaba una aceituna. Introducía la lengua y con la punta hacía rodar a alta velocidad el fruto contra el vidrio hasta que, al cabo de un tiempo, quedaba solo el carozo mondo y lirondo. Esta práctica requería un tiempo variable, dependiente del tipo de aceituna: las pequeñas eran las más trabajosas por su carne dura y adherida al hueso, en tanto que las grandes, jugosas, eran friables y se desagregaban con cierta facilidad. La Pistola se había tomado el tiempo muchas veces e incluso había jugado competencias contra sí misma. Para olivas pequeñas y compactas el record había sido tres minutos y medio. La homologación con otros tipos resultaba casi imposible por la variedad de las aceitunas, y las negras casi no contaban, eran juego de niño para la lengua de La Pistola; en poco más de un minuto quedaba el hueso limpio. Hubo clientes que llegaron a pagar el precio de una felación completa nada más que para ver rodar la aceituna por el fondo de la copa y observar cómo las pizcas de carne eran arrancadas por la lengua para ser luego llevadas a la boca. ¡Un espectáculo incomparable que ninguna otra persona podía realizar a conciencia!
La técnica se la había enseñado un antiguo cafishio suyo, inventor del método, que él cultivaba para dar luego satisfacción oral a sus muchachas. Fue muy famoso en el arte del cunnilingo, destacándose de los vulgares y corrientes “empapeladores”, que pasan la lengua como si fuera una brocha gorda, sin pericia ninguna. Con todo, Carlitos —así se llamaba el macró— jamás logró dejar totalmente pelado el huesecillo oliváceo. A mitad de camino, debía abandonar con la lengua tiesa y la punta dolorida. No La Pistola, ella era incansable e invulnerable. En una ocasión, en una apuesta, mondó a lengüetazo limpio tres aceitunas, una tras la otra, en doce minutos clavados. ¡Y tras eso fue a hacer su oficio, lo más campante!
¡Qué profesionalidad la de La Pistola, a quien la práctica de largos años la había convertido en una inspirada maestra! No era bella, ni siquiera bonita: una cara vulgar, una boca de labios más bien finos que desmentían su pericia como felatriz, un cuerpo agradable, algo regordete, y nada más. En la calle, pocos —si alguno— se hubiera dado vuelta para mirarla. Y sin embargo, todos los días y noches, salvo los lunes de descanso, los clientes pedían sus servicios; trabajaba mucho más que las pupilas jóvenes y pizpiretas, ansiosas a gustar. Valía una fortuna, y por ella se mataron dos cafishios, además de varios tiroteos sin mayores consecuencias. Ya tenía cuarenta años y había gente que venía ex profeso de Buenos Aires para contratar sus servicios insuperables.
La técnica depurada de La Pistola era pues la base de su fama, pero si bien es casi siempre cierta la frase de que la genialidad es 10 % inspiración y 90 % de transpiración, en su caso había que aclarar que la inspiración ocupaba mayor proporción, al punto que sobrepasaba a la destreza por amplio margen. Cada felación suya era una obra maestra en la que volcaba todo su ser.
La razón de esta inspiración, la causa profunda que la motivaba, residía en un solo hecho concreto: a La Pistola le gustaba el esperma. Sus creaciones orales eran, en el fondo, glotonería, una gula sexual. En charlas con sus compañeras —esas largas charlas de la tarde en espera de los escasos clientes de esas horas—, cuando alguna de ellas se refería burlona a la voracidad por la leche varonil que enloquecía a La Pistola, ella solía referirles un recuerdo infantil. Les contaba que, de niña, había descubierto en los cercos de su pueblo natal el placer de descabezar las flores de madreselva, para sorberles la gota única y perezosa de néctar. Solía pasar largos ratos separando las corolas infundibuliformes para chuparles la base, sin llegar nunca a saciarse. En sus ensueños infantiles, llegaba a imaginar que se hacía muy rica y contrataba gente para que cosechara flores de madreselva a fin de extraerles el néctar, una copa, cuarto litro, de ese líquido tan avaro. Nunca concretó su sueño, que quedó como una irrealizable aspiración de niña-abeja libadora.
Tras esa primera explicación, La Pistola pasaba a sus años adolescentes, narrando que en bailes, reuniones o paseos donde había muchos hombres, a ella le parecía percibir un olor especial, un aroma indefinido que provenía del machaje y no era de tipo corporal, no la catinga o el sudor, sino algo más destilado que, sin tener para nada la fragancia de las madreselvas, la hacían pensar en esas flores mezquinas. Imaginó, sin base alguna, que podía ser el olor de semen que el hombre debía llevar adherido, como tiene el de la leche la madre que amamanta. Así durante dos o tres años, hasta que su primer novio-amante, en un ranchito de la costa, le metió el miembro en la boca y le pidió que chupara fuerte. Acostumbrada a succionar el mate, La Pistola aspiró con ganas, sin resultado alguno, como si la bombilla estuviera tapada. Dio unos chupones grandísimos y la bombilla se destapó enseguida, llenándole la boca de un fluido denso. Le produjo un picor en el fondo de la garganta, le lubricó lengua y labios como yogur diluido, le hizo vibrar las narinas con un perfume singular, como a queso fresco o moho. Un líquido incomparable que bebió desesperada, al igual que un viajero perdido en el desierto que al amanecer lame las piedras para sorberles el rocío. Deglutió dos veces ese rocío viril y no había más, la bombilla se había vuelto a tapar o el porongo no tenía más.
Inclinada sobre el cuerpo yacente del novio-amante, las guedejas de la melena a lo garçon caídas a los lados de la cara como anteojeras para visualizar mejor ese órgano generador de vida líquida, La Pistola recomenzó a succionar con renovado ahinco, en tanto que el varón espantado trataba de detenerla gritando: “¡Pará, ñata, pará que no doy más!” Fue en vano. Ella le pasó los brazos por debajo de las caderas y lo inmovilizó con un abrazo de rana que fecunda a la hembra, en tanto la boca se le convirtió en un pulpo blando, húmedo y contráctil, en el que desaparecía el miembro semierguido. Y consiguió la hazaña —tal cabe designarla pues el novio-amante ya la había gozado previamente al estilo cabrito— de que el fluido maravilloso le colmara otra vez las fauces: más aromático que en la primera ocasión, menos espeso y abundante. El miembro de los hombres era una flor de madreselva.
Siempre que La Pistola contaba estas primeras experiencias, se armaban grandes discusiones entre las pupilas oyentes.
—¿Cómo te puede gustar tanto la leche? —preguntaba una.
—¡Es algo asqueroso! —afirmaba una aspavientosa.
—Yo mamo pero no trago, escupo la mascada —aseguraba una tercera.
—Yo se la trago a mi hombre, a los demás, ¡nunca! —aseguraba una tercera.
—En vez, yo no le tengo repugnancia, me da lo mismo. Ni fu ni fa, la trago o no, según me parezca —aclaraba una quinta.
—¡Es una porquería! —repetía la aspavientosa.
—Yo la trago porque me han dicho que es buena para el cutis —intervenía alguna ingenua, que las hay en los burdeles, como en todas partes.
—Otros dicen que hace crecer el bigote a las mujeres...
—A mí me gusta, pero no me enloquece como a La Pistola —reflexionó una muy modosita—. No es para tanto, me parece.
—Para mí, es solo una cuestión de precio. Si me pagan extra...
—¡Ah, qué gracia, así cualquiera!
Las discusiones sobre las bondades o desventajas de beber semen se hacían interminables, pues para las rameras era un tema profesional, que trataban con toda seriedad. Implantada directamente en el campo de sus preferencias, gustos y disgustos, la cuestión las separaba en cuatro categorías: la de las que solo admitían coitos vaginales, como Dios manda, que las otras consideraban unas estiradas; la de las mamadoras; la de las culeras, que vendían su ano; y la de las múltiples, quienes, según los precios o caprichos, realizaban indistintamente cualquiera de las tres especialidades que permite el cuerpo humano en el amor físico. Sin contar la friccarella donna con donna.
Sea como sea, pocas tenían la sed espermática que guiaba a La Pistola en su actividad. Ella extraía el líquido arcano con fruición y lo sorbía lentamente, paladeándolo. Una de sus pruebas más famosas, por las que cobraba “extras” considerables, consistía en hacer “los colmillos del elefante”. En eso era insuperable, no obstante los intentos de numerosas pupilas por emularla. Era un show especial, que los hombres pagaban gustosos para ver cómo su fluido inmortal se prestaba para otros usos.
Para hacer “los colmillos del elefante”, La Pistola efectuaba primero una felación singularmente inspirada, hasta recibir la descarga en la boca. La práctica le había enseñado a no soltar el glande y henchir los carrillos, cerrando al mismo tiempo la glotis, de modo tal que todo el licor quedaba atrapado en la cavidad bucal. Tras eso, luego de unos instantes, retiraba delicadamente la cabeza del miembro manteniendo la presión de los labios sobre ella, hasta cerrarlos por completo sin que se escapara una gota. Llegaba entonces el momento culminante.
La Pistola elevaba sus ojos celestes a la cara del cliente y su rostro adquiría una expresión picaresca única, mezcla de ingenuidad y desfachatez, al mismo tiempo que los labios cerrados se curvaban en una sonrisita de mofa, acentuada por dos pequeños hoyuelos. Sin apartar sus ojos de los del cliente, movía la lengua dentro de la boca, empujando los carrillos, ora uno, ora otro, cono lo que movilizaba el fluido conquistado y lo hacía circular con ligero rumor de buche, estirando hacia fuera los labios apretados en un hociquito pecaminoso.
Duraba el buche seminal dos o tres minutos, según fuera el estado de ánimo de La Pistola. Concluido, arqueaba la boca de manera especial —boca en estribo, decía ella, con las comisuras hacia abajo. Entonces, empujaba con la lengua el líquido batido y lo obligaba a salir muy lentamente por ambas comisuras. El cliente, estupefacto, tembloroso, contemplaba cómo se iban formando a los lados de la boca dos hilillos plateados, gomosos, que se alargaban elásticamente hacia abajo, sin tocar para nada la barbilla. Cuando estaban bien largos —longitud final que dependía de la cantidad y viscosidad del material, variables con cada cliente—, movía suavemente la cabeza y los dos colgantes albuminales oscilaban de un lado a otro. De tanto en tanto, aspiraba y los colmillos se acortaban.
Era mérito notabilísimo de La Pistola el saber hacer las cosas de modo tal que no se le cortara ningún colmillo ni le quedara uno pegoteado en la barbilla. El acto concluía con la progresiva absorción de los dos largos hilos, que volvían a la boca. Allí, comenzaban a ser saboreados de otro modo, con movimientos visibles de la glotis en el cuello echado hacia atrás, ocasionales aperturas chasqueantes de los labios y un relamido final, a plena boca abierta, que permitía a la lengua escarbar todas las encías. Efectuados ante un cliente primerizo, “los colmillos del elefante” lograban una resucitación de la débil carne masculina y una segunda felación era casi inevitable.
Bien que gustaba La Pistola del esperma. Por esa razón no comprendía que hubiera colegas que lo rechazaban o escupieran con asco. Para ella, era ambrosía. Tanta era su experiencia que hubiese podido distinguir, a ojos vendados, por la fluidez y el volumen, el semen de jóvenes, hombres maduros o de viejos. Además, cada líquido seminal tenía su “personalidad”; sabor y olor eran similares en todos, pero con variaciones infinitesimales que ella había aprendido a apreciar: éste más áspero, aquél más dulzón, este otro de aroma más penetrante... Si había mamado un cliente alguna vez, podía identificar su esperma semanas o quincenas después, previsto que no le fallara la memoria, el gusto no se equivocaba.
Hubiera querido hartarse de una vez por todas bebiendo cantidades de ese líquido simpar, embriagarse con él, siempre y cuando —era una de sus exigencias inflexibles— proviniera de un solo hombre; no quería saber nada de los cócteles, que arruinan el buqué y estragan e sabor. Lo sabía por experiencia: alguna vez había succionado dos glandes simultáneamente, y el resultado de las eyaculaciones sincronizadas había sido decepcionante en lo relativo a la calidad del producto. Una vez hizo el ensayo con tres al mismo tiempo, y fue aún peor. Obtener cuarto litro de esperma de un solo individuo era una quimera, un vano sueño... Flores de madreselvas...
A La Pistola le hubiera gustado vaciar a sus clientes a ojos vendados, a fin de figurarse cómo era el hombre cuyo tesoro líquido ella extraía, pero nadie quería prestarse a la prueba. Estaba convencida, incluso, de poder reconocer los grupos nacionales y étnicos: el semen francés tenía características organolépticas distintas del alemán, del judío, del yugoslavo, del negro, del criollo... Con todo, no estaba muy segura, pues a fuer de sincera tenía que admitir que en esa identificación suya podrían haber influido aspectos y olores de esos individuos.
Un día, La Pistola se enamoró. Tenía cuarenta y dos años y le acababan de matar a su último cafishio, el tercero que moría por ella. Se enamoró a lo prostituta: con patas, talones y todo. Nada supera en devoción, cariño, atención y entrega el amor de una puta; lo raro, lo difícil, es que se enamore.
Él era un correntino, corpulento y morochón, suboficial primero de la Armada. Viudo desde hacía varios años, frecuentaba los prostíbulos. Se hizo un cliente, venía dos veces por semana, ella lo desagotaba y él tornaba al barco a la base naval. Tanto lo vació, tanto acabó él en su boca, que algo pasó entre ellos, un puente líquido tendido entre la próstata masculina y la faringe femenina. Entraron a quererse por vía de la felación, que es tan válida como cualquier otra. El amor tiene múltiples rostros e infinitud de caminos de acceso. El de ellos fue la simbiosis de la sabiduría oral de La Pistola y los derrames del suboficial, que clamaba muchas veces: “¡Hacéme los colmillos del elefante, Ñata!” Una noche realizaron una encamada hasta el amanecer y fue entonces que él la poseyó por primera vez, en la postura del misionero.
Comenzaron a verse cuando ella salía los lunes e iban a una casita que él había alquilado. La situación amenazaba tornarse peligrosa para ambos, pero felizmente fue entonces que balearon al cafishio de ella, a causa de otra mujer. Quedó desprotegida y él aprovechó para proponerle matrimonio. La Pistola quiso morirse de felicidad y, cuando los otros cafiolos vinieron a emplazarla para que siguiera con alguno de ellos, el suboficial consiguió el apoyo de toda la marinería —más de mil quinientos hombres, clientes efectivos todos ellos— y amenazó con boicotear y destruir la veintena de quilombos de Ensenada si no dejaban a su prometida en libertad de acción. La amenaza iba en serio, el cafishiaje tuvo que optar por el mal menor, el suboficial obló una suma simbólica a la Unión de Proxenetas y casó con ella, por civil y por la iglesia, pues el putaísmo no impide la aceptación de ovejas descarriadas.
Fueron felices. La Pistola vivía para su marido: casa impecablemente pulcra, comidas preparadas con esmero, atenciones personales que ni el hombre más mimado recibe, fidelidad absoluta. El prostíbulo desapareció de sus vidas y ella resultó una compañera dedicada y enamorada. Se querían como niños: se tocaban a todo momento, se miraban largo a los ojos, hablaban entre sí interminablemente sobre cualquier tema, se sonreían sin razón ni motivo.
Y por sobre todo, cual manta abrigada, estaba la sexualidad. Ella le había exigido que la tomara analmente para patentizarle su entrega; a menudo practicaban fantasías y posturas, pero por sobre todo predominaba la felación. Ella fue su felatriz privada, exclusiva. Llegó a conocer tanto su esperma que alcanzó a sentir, a través de él, los estados de ánimo del marido. Lo desagotaba dos veces al día: a la mañana y a la noche. Los fines de semana, un poco más. “Los colmillos del elefante” figuraban con frecuencia en el repertorio.
El suboficial vivía en el paraíso. Consiguió el traslado a la base naval y no tuvieron que separarse por ausencias marineras. A las siete menos cuarto salía orondo, pisando fuerte por las baldosas desparejas del barrio. Regresaba a las seis, se acostaban a las nueve o diez y La Pistola apuraba el néctar de su madreselva en flor. “Tengo una mujer como no hay otra”, decía él en el trabajo, y los otros suboficiales asentían sonriendo ladinamente, pues cada uno había conocido las virtudes de la ex-prostituta. Ella, por su parte, pasaba el día en las tareas domésticas y se trataba poco con los vecinos.
Todo anduvo siempre bien. Jamás una sospecha ensombreció el hogar ni una sola tentación cruzó por el camino de ellos. Al cabo de pocos años, el nombre profesional de la ex-pupila no era más que una leyenda burdelesca. A su vez, el suboficial tuvo tareas de mayor responsabilidad, que le crearon preocupaciones constantes que ella percibía a través de sus succiones. Debió ir más temprano al trabajo, partía a eso de las seis, y la felación matutina se hizo incierta, luego desapareció.
Todo el día sola en la casa, La Pistola comenzó a sentirse inquieta, rara. Había pasado los cincuenta, aunque no los demostraba para nada, y se quedaba largos ratos rememorando el pasado. Volvían, insistentes, los recuerdos de las madreselvas, con su minúscula gota de miel, y también las evocaciones de las flores masculinas que ella había sorbido en largos años de actividad profesional. Poco a poco, se le fue desarrollando un ansia: saborear esperma como otrora, varias veces al día.
Salvo que ahora era una esposa fiel y, así la mataran, no lograría que chupara otro miembro que no fuese el de su marido. Su pasado de puta especializada, con los centenares de penes que habían regado su boca y su garganta, estaba enterrado definitivamente. Pero el ansia seguía, la desazonaba, la volvía irritable. Lo que obtenía todas las noches no le bastaba, aparte de que también anhelaba ya otros gustos y otros aromas.
A las tardecitas, se ponía en la puerta de calle para esperar el marido. Pasaban vecinos y vecinas y se saludaban. Pasaban niños inocentes y la saludaban. Pasaban los muchachos quinceañeros y la saludaban, notando ella que la miraban de modo especial. Se le antojaba que la conocían de oídas, que algún adulto les habría contado acerca de ella. Si era así, nadie insinuó nada ni hizo nunca una broma.
Una tarde pasó, saludándola muy cortésmente, el inglesito Jackie, que vivía a la vuelta. Dos días después, cuando volvió a pasar, ella lo detuvo.
—Vení un momentito, Jackie.
—Sí, señora.
—¿Cuántos años tenés?
—Voy a cumplir diecisiete el mes que viene.
—¿Tenés novia?
El inglesito se puso rojo, balbuceó:
—Bueno... sí... es decir... filos... No mucho...
La Pistola dejó pasar un momento y, mirándolo fijamente, le preguntó:
—¿Y cómo te las arreglás ahora que están cerradas las casas y no queda ni siquiera una turra en el Barrio Chino?
Jackie adquirió el color de un camarón; quedó boquiabierto, incapaz de reacción alguna.
—Vamos... —dijo dulcemente La Pistola, que podía ser su madre, tal vez su abuela—. Me parece que me entendiste... Te pregunté cómo te desahogás, cómo te desfrechás, como dicen ustedes los hombres.
El pobrecito inglés no sabía dónde meterse. Toda su vida recordaría esa baldosa partida de la vereda despareja.
—¡No tengás vergüenza! —lo tranquilizó La Pistola—. Vos sabés que yo trabajé muchos años en las casas y conozco bien todo eso... ¿Cómo te la arreglás? Vamos... Decíme...
Jackie musitó, vista baja:
—Y...
—¿Te pajeás, no es cierto?
Ellos, los muchachos, estaban acostumbrados a hablar así, en esa década del cuarenta. Las mujeres eran otra cosa, ellas esos temas no los tocaban y ciertas palabras no las decían. Claro que La Pistola era diferente, ella misma le había recordado su pasado de puta en los quilombos, con ella se podía hablar... se las sabía todas... El inglesito se encogió de hombros.
—No tengás vergüenza, todos los muchachos lo hacen, es natural. Mirá si sabré yo, las cosas que me contaban los pibes que se desvirgaban conmigo a los dieciocho años. Y decíme, Jackie, ¿cuántas veces te la hacés, la paja?
¡Ta que la parió! El inglesito volvió a atomatarse. ¿Cómo le iba a preguntar eso? ¿Qué carajo se creía esa puta reventada? ¿No sería que andaba buscando guerra, alguien que la moviera?
—¿Una vez por semana? —insistió la voz cálida—. Poco, ¿no?... a tu edad. ¿Dos veces? ¿Tres?
Jackie se encogió de hombros, sin responder.
—No importa —siguió La Pistola—. Quiero pedirte un favor.
¡Ya está, a esta vieja me la cojo!
—Un favor muy especial, para algo que algún día te contaré... Quiero que... te pago por eso, no te aflijas... quiero que cuando te hagás la paja me traigás la vaciada.
El inglesito pensó en sus amigos, en la cara que pondrían cuando les contara la conversación con La Pistola. Él tampoco podía creerlo: estaba ahí en la vereda, la baldosa partida seguía allí y sin embargo nada de eso era posible, estaba soñando.
—¡Andá, sé bueno, Jackie! Mirá: un polvo en un clandestino te cuesta dos pesos... yo te voy a dar uno por cada vaciada, así podrás echarte un fierrazo de vez en cuando.
—¿No sería igual, o mejor, echármelo con usted? —el inglesito había tomado todo su coraje entre las manos y se había jugado.
—¡Ah, no, pibe, eso sí que no! Yo estoy muy bien casada y soy fiel a mi marido. Fui lo que fui, no lo niego ni lo oculto, pero desde que me casé el único que me toca es él. Buscáte otra con lo que yo te pague, conmigo vas muerto, más muerto que Garibaldi.
Jackie pensó que estaba loca y que lo mejor era seguirle la corriente.
—¿Y me puede decir, señora, cómo hago para traerle la leche? —inquirió con ironía, en tono triunfal.
—Por eso no te preocupés —metió la mano en un bolsillo de la blusa que tenía puesta, rebuscó y sacó unos sobrecitos—. Ahí tenés, son preservativos, los mejores, Noches de Pasión, irrompibles. Para hacerte la paja, te ponés uno, acabás, te lo sacás con cuidado, tirando de la punta y le hacés un nudo atrás para que no se escape la leche. Me lo traés y te doy un peso. Si se te acaban los forros, pedíme más... Te espero, entonces...
Dio media vuelta, cerró la puerta de alambre tejido del jardincito fronterizo y se alejó, el inglés hecho árbol... Antes de entrar en la casa, La Pistola giró la cabeza:
—¡Ah, eso sí, traélo pronto, que sea del día! Envolvélo en un papel o mejor ponélo en un sobre y nada más... ¡Y no te aparezcas cuando está mi marido!
Dos días después, el inglesito, a la hora de la siesta, golpeó las manos y depositó en las de La Pistola un sobre marrón, con el membrete del Frigorífico Swift, donde trabajaba su padre.
—No es mucho, pero... —tartamudeó Jackie, sin alzar la vista.
—Está bien, es igual... —lo tranquilizó ella, sonriendo—. Tomá tu peso y muchas gracias. Vení cuando quieras.
La Pistola llevó el sobre al comedor y lo colocó en la mesa. Fue al trinchante, abrió la puerta vidriera y retiró una copita para licor, color malva, de pie largo. La repasó a fondo con la tela delgada de la falda y se sentó a la mesa, el sobre a un costado.
Quedó pensativa. El comedor estaba silencioso, con escasa luz que penetraba por las persianas bajas de la ventana. No llegaba ni un ruido de la calle, la calma era total. El papel Manila rechinó fieramente al abrir el sobre. Tomó en una mano el preservativo usado, sopesándolo. Quiso creer que persistía todavía una cierta tibieza en él. Caucho, unas gotas de líquido genital y las fantasías eróticas de una muchacha de barrio que llegó a puta profesional.
Introduje el condom por el escote, ubicándolo entre las dos tetas, en el clivaje. Miró fijamente un punto de la pared opuesta. Una clueca. Parecía dormida con los ojos abiertos.
Después de un rato no traducible en un tiempo, levantó el preservativo tibio ahora de ella, desató el nudo y, asiendo delicadamente por la punta y la base, vertió el contenido en la copita malva. Era poco denso, casi incoloro. Leche de inglés. Se aseguró de que no quedaba nada en el forro y lo volvió al sobre.
Ella y la copita malva, frente a frente, a solas. Se demoró tranquila, saboreando el pasado. Tomó el vástago e hizo girar la copita entre los dedos, mirándola con concentrada seriedad. Después, la levantó atentamente y le acercó a la nariz, dilatando las aletas en la fruición del olfateo. Por fin, la llevó a los labios y sorbió —suspiró— una gotita, que hizo rodar sobre la lengua.
La Pistola aflojó todos sus músculos, invadida por una feliz placidez. Una sonrisa leve y la mirada soñadora: madreselvas, la casita frente al río de la primera doble succión, las centenas de hombres desagotados y agotados por ella, el sabor indescriptible de ese fluido.
—¡Ah!... —suspiró. Y gota a gota, paladeó el licor. Luego enjugó la copa por dentro con la lengua—. Ahora estoy bien —dijo en voz alta, satisfecha.
El inglesito cumplió con lo convenido. Se ganaba algunos pesos extra por semana, que le venían muy bien para cigarrillos y la timba de dados, que lo enloquecía.
Con el tiempo, algunos amigos más entraron en el sistema de La Pistola, que de este modo tuvo asegurada una provisión constante. Algunos de esos muchachos, más desfachatados, le decían al entregarle el sobre o el paquetito:
—¡Leche fresca, señora!
O bien:
—¡Llegó el lechero!
Ella los amenazaba con el dedo, bonachona. Ninguno pudo averiguar qué hacía La Pistola con los espermas comprados. Circularon entre ellos múltiples versiones: alguien afirmaba que eran para el cutis o la calvicie del marido, otro que era para un extracto revitalizador, otro que los comerciaba con algún sanatorio, otro que se lo ponía en la cajeta para ver si quedaba embarazada.
Organizada, ella tenía siempre en el trinchante dos o tres copitas con el zumo varonil. Trabajaba hasta media mañana y hacía una pausa para tomarse una. A la tarde, al final de la siesta, o al bajar el sol, otra, que era la que mejor le sabía... Las tenía ordenadas: una para Jackie, otra para Mingo, otra para Cacho, otra para Chicho. No las mezclaba nunca y si aparecía un proveedor nuevo, le destinaba una copita distinta.
En su comedor, La Pistola era una pura catadora de semen, al que había independizado del miembro, salvo a la noche, que abrevaba directamente de la fuente del suboficial. Su mayor placer era sentarse a la mesa del comedor, en la mano la copita entibiada por el calor del seno o de las palmas: una cognacito. En ocasiones, iba al dormitorio y frente al espejo de luna del ropero realizaba su especialidad, “los colmillos del elefante”, en una actuación privada, para sí misma, con ella como solo actor y único espectador.
A las noches, antes de la cena, mientras el marido sintonizaba las noticias de la radio y ella se afanaba de acá para allá con la cocina, si escuchaba una propaganda de licores o vinos, sonreía para sí misma de una manera muy especial. Si alguien la hubiera visto en esos momentos, revolviendo con el cucharón en la diestra el contenido de una cacerola, la mirada perdida en el aire, los labios apenas curvados en insinuación de sonrisa, habría pensado en la Monna Lisa.
La Pistola falleció a los sesenta y tres años. El día anterior a su muerte cancerosa, le pidió al marido lloroso que le trajera algunas poquitas madreselvas. No estaban en flor.