sábado, 16 de abril de 2011

Alberto Laiseca: Cuentos Completos



Alberto Laiseca publicó su primer cuento, "Mi mujer", bajo el seudónimo de Dionisios Iseka en el diario La Opinión el 19 de agosto de 1973, aunque su escritura estaba fechada casi dos años antes (29 de Octubre. 1971). Las páginas que el suplemento cultural le dedicó al joven escritor incluyen el anticipo de dos capítulos de la novela Su turno (que, por razones de mercado, fue publicada por decisión del editor con el título ampliado de Su turno para morir) y una nota de presentación sin firma que reproducimos a continuación, antes de "Mi mujer", rescatado en hemeroteca para el volumen de Cuentos Completos que Simurg distribuye en estos días en librerías de todo el país.

El volumen, merecido homenaje a uno de los escritores más originales de la literatura contemporánea, recopila todos los cuentos que integran sus tres colecciones anteriores (Matando enanos a garrotazos, Gracias Chanchúbelo, En sueños he llorado), otros publicados en antologías y quince inéditos escritos en los últimos años.

Una tirada de cabecera de tan solo cuarenta ejemplares, acompañados de un trabajo original del reconocido plástico argentino Jorge Garnica, se imprime especialmente para bibliófilos. Estos libros, numerados y firmados por Alberto Laiseca, tienen encuadernación artesanal y son vendidos únicamente en la sede de la editorial.







Mi mujer




—Queréis la guerra total, más total que todas las guerras totales que han sido, más total incluso, de lo que yo pueda estar diciendo en este momento, os pregunto de nuevo, ¿queréis la guerra total?
Les largo puchos encendidos a la gente que pasa abajo por la calle. Soy malo. De mal corazón. Cuánto los odio: me acusan de querer  mojarle la oreja a la centralización. “Escuchame, aquí no se trata de mojarle la oreja a la centralización.” Los odio a todos. Plagiando una famosa cinta cuyo título no recuerdo, les reviento a los chicos sus globos con mi pucho encendido. Fumo exclusivamente toscanos y me siento en las confiterías para que las mujeres me odien y se vayan. Algunas me tocan el hombro: “Por favor ¿podrías fumar otra cosa, que no puedo aguantar?” “No.” Luego lo pienso mejor y les agrego: “Peor estábamos en el 43, señorita”. “¿Por?” “Con el Zyklon B kámara. Las cámaras de gas.” “Ah, no sé, porque yo por esa fecha no había nacido.” “Bien, pero el caso es que yo sí, se da cuenta. Porque nací en el 41. Pase buenas tardes.” Entonces ellas toman a su novio por el bracito y se van. Me odian, y yo gozo.


Compró en un kiosco una postal japonesa. Del torso para arriba, una mujer desnuda. Era una de esas postales tridimensionales que los japoneses son tan hábiles para hacer. Cerca de sus manos, ramos de flores que formaban ikebana con el seno izquierdo desnudo de la mujer. Un delicioso pezón rosado. El seno derecho, tapado por el pelo negro, tupido y lustroso que le llegaba al pupo. Una especie de ventana abierta atrás de ella; nubes azules y cielo blanco. Del otro lado de la fotografía, abajo y con letra chiquitita decía:
“Export prohibited to all Europe Kowa Display CO. INC. Tokyo. Japan (216) Toppan”*
Por las noches él le acariciaba el pelo y le mordía el seno. Pero como ella lo miraba con ironía decidió efectuar una expedición punitiva. Le pegó un papelito sobre la boca, suficiente para cubrírsela, y dibujó en él un cierre relámpago. Del otro lado escribió:
“Mona Lisa con gavetas”. Retrato al óleo de mi mujer, por el afamado pintor Dalí. Firmado: Dionisios, amante esposo de Cósima (también llamada Erika Eurídiche Andrómaca Eloísa Electra Adela y Magda). Dalí dice que la dejó muda para que yo pueda oírla mejor detrás de una gaveta.”
Enamoradísimo de ella. Ahora.
Cuando se encontraba con un amigo muy querido le decía tímidamente:
—¿Querés ver una foto de mi mujer?
—¿Mujer? ¿tuya? No sabía que estuvieses casado.
—Pues sí que lo estoy.
—Enseñámela.
—No. No te la muestro nada (decía él con pudor retirando la fotografía apresuradamente). Yo conozco con qué bueyes aro. No te mostraré sus redondeces turbadoras y deliciosas para que después me la seduzcas.
(Riendo.)
—Ah, quiere decir que no estás seguro de vos mismo.
—De mí estoy seguro. No estoy seguro de vos.
—Pero vamos, si yo ya tengo mujer.
—Sí, pero podría ocurrírsete tener otra. Leo en tus ojos tendencias bígamas. (Le daba la foto. Risas.) Lee también del otro lado.
—Muy lindo, muy lindo.
—¿Te gusta?
—Sí. Pero francamente me parece demasiado.
—Nada es demasiado para mí.
Si se la mostraba a una mujer, le decía:
—Te voy a mostrar una foto de mi mujer.
— !
—Sí, pero no la mires con el lesbianismo acostumbrado. Si no dejás la cuádruple raíz del principio de razón lesbiana suficiente en casa, no te la muestro.
Curiosa:
—A ver a ver.
Risas.
—Qué genial.
Él:
—¿Te gusta mucho?
—Sí, mucho.
—Bien. Adela vuelva a casa (y se la arrebataba de la mano, guardándola).
Pero un buen día decidió entrar en acción: Se dijo: “¿Por qué no?” y como era cabalista, podía hacerlo.
Hizo los dibujos y los números. Distribuyó en los ocho trigramas los nombres de poder. La foto en el centro.


Sobre su cama, dormida. Una mujer de 25 cm de altura. Sus miembros eran equivalentes a los del retrato sólo que no terminaban en la cintura. La japonesita estaba completa y abrió sus ojos sintiendo que la llamaban: “Adela, Adela, mujer mía”. Se desperezó hasta la punta de sus pies. Luego se sentó.
—Mon amour, déjame ver si el otro lado es tan delicioso como éste. (Y ella, que sabía a qué se refería, con un ademán echó airosamente la masa de pelo hacia atrás. Por fin podía mirarle el pezón derecho. Tenía una levísima hendidura en la parte superior, como un abismo diferencial. Él se lo besó.)
Ella dijo:
—No te has afeitado y me pinchás con la barba. Así no me gusta que me besen. Tengo la piel muy delicada y soy chiquitita, de modo que si querés besarme, afeitate primero.
—Me afeité esta mañana.
—Afeitate de nuevo.
—No puedo porque se me irrita la cara.
—Entonces no me beses.
—Qué mala sos. (Entonces ella se arrepentía y me abrazaba un dedo.)
La llevaba a la cama todas las noches. Me había impuesto a mí mismo el hábito subconsciente de no moverme mucho para no aplastarla.
Era sumamente erótica. Con mi lengua tocaba la punta de sus senos, sus hombros y su sexo, y se estremecía de placer. Ella también cabalgaba sobre mí y abarcando parte de mi cabeza, besaba mi boca.
Yo decía:
—Te amo igual aunque tengas secretamente boca de puta y aunque al fabricarte se me haya olvidado hacerlo con su respectiva gaveta.
Ella con un mohín delicioso:
—Si me amases de verdad tendrías que amarme con mi boca de puta incluida.
Yo. Sacudiendo la cabeza:
—Estas mujeres que no comprenden.
Ella tomaba la postal como si fuese un cartelón gigantesco y decía admirando:
—La verdad es que soy muy fotogénica. Claro que yo soy mucho más hermosa.
Vivíamos así los dos. Un día la encontré llorando.
—¿Qué te pasa, osito?
Se echó el pelo atrás con furia:
—Ya sé que has andado detrás de esas estúpidas gigantonas. Quién te necesita.
—Te aseguro, mi amor, que todo el día pienso en vos.
Y le di un hermoso pañuelo que acababa de comprar, un pañuelo transparente, como azul, como rojo, como verde, que recordaba el nombre de “Heliogábalo, emperador” al mirarlo.
—Es para que te hagas un vestido.
Muy contenta, estuvo todo el día haciéndoselo. Por la tarde (le quedaba maravillosamente tanto el vestido como la tarde) yo le dije:
—Te amo.
Ella:
—Soy muy feliz.


Un día dijo:
—Quiero hacer el amor. ¿Por qué no podemos tener hijos nosotros?
Y entonces los dos llorábamos porque no se podía por razones obvias. Yo prácticamente deliraba por poseerla. En medio de mi locura me parecía en un momento que ella no era tan chica después de todo y que tal vez…
Otras veces me hacía la ilusión de que yo era más pequeñito y que entonces…
—Y si fue así como me creaste ¿por qué no lo hacés de nuevo? Quiero ser más grande.
—No se puede.
—Cómo que no se puede. Sí se puede. Si antes pudiste.
—Tiene que darse el milagro. Tenemos que jugarnos los dos esta vez. Uno solo no puede.
—¿Jugarme en qué sentido? —Como se ve ella había reducido el plural al singular—. ¿De qué estás hablando? Hablá más claro.
—Vos no sos cualquier mujer.  Sos una mujer mágica. De modo que nuestra casa, para que podamos vivir, tiene que ser cuidada por los dos. Hay quienes tratan de impedirlo. Y si queremos que lo nuestro sea bello, tenemos que trabajar los dos para que vos crezcas.
—Últimamente y yo por qué tengo que crecer, ¿no podrías vos hacerte más chico?
En otros momentos me decía:
—Si perdés altura te mato.
Era así de contradictoria.
Yo le explicaba:
—Hay poderosas fuerzas mágicas adversas que luchan para que no pueda hacerte crecer. Puedo hacerlo pero ¿de qué valdría si todo saldrá mal?
—Es tu problema. Yo no tengo nada que ver con eso.
—¿No es ésta tu casa?
—La mía es una posición correctísima. Sin fallas. Yo hago todo lo debido. El cabalista sos vos, no yo. Así que arrégleselas como pueda.
—No seas tan egoísta que todo se va a destruir y vamos a andar los dos, solos y sin amor, por toda la eternidad.
—Claro que soy egoísta. El egoísmo es un bien, no un mal. ¿Acaso no lo dijo Ayn Rand a quien vos tanto admirás?
—No tergiverses, mi vida. No tergiverses por favor. El tuyo es un egoísmo feo e inartístico. Es antiegoísmo, porque conduce a la destrucción de nuestras almas.
—Hablá más claramente.


Un día traje a casa la postal de un hombre desnudo: un japonés. Un samurai que dormía y sus armas montaban guardia a su lado.
Ella se pasaba horas mirándolo y decía:
“Qué hermoso es. ¿No te parece hermoso?”
Yo que comprendía lo que ella no podía comprender, dije:
“Sí. Es muy hermoso. Lo que no sé es si te será útil.” “¿Qué querés decir? ¿Por qué siempre hablas con enigmas? ¿No te podrías olvidar de la cábala siquiera por un rato?” Y volvía a mirarlo.


Tracé nuevamente los dibujos sagrados. Coloqué los nombres de poder sobre los ocho trigramas.


Ella se acercó al hombre dormido y lo despertó.
Vi que se iban. Además para eso se los di.


* Esta fotografía existe.