miércoles, 27 de abril de 2016

50º Aniversario del fallecimiento del Vizconde de Lascano Tegui




Vizconde de Lascano Tegui
(1888-1966)


Emilio Lascanotegui, nacido en Mercedes (Depto. de Soriano, Uruguay) el 17 de mayo de 1888, adoptó en su juventud la triple máscara que establecería las coordenadas públicas de su lúdica personalidad: transformó su apellido de origen vasco en uno doble, se arrogó un título nobiliario, hizo correr la noticia de un nacimiento en Entre Ríos.
Fue andarín, traductor, corresponsal de guerra, mecánico dental, artista plástico, periodista, vendedor de baratijas, diplomático, conferencista, chef inigualable. Con su primer libro (La sombra de la Empusa, 1910) superó en originalidad a Lugones y escandalizó el ambiente literario de Buenos Aires, al sembrar en sus versos luces de neón, mingitorios pre-Duchamp y procacidades inauditas; años más tarde, Manuel Gálvez lo reconocerá el precursor literario de las nuevas formas, aquellas que después de la visita de Ortega y Gasset a la Argentina se denominarían la nueva sensibilidad y luego, con mayor concisión, simplemente vanguardia.
Su obra se compone de novelas, cuentos, poemas y cientos de artículos periodísticos que divulgaron su seudónimo más transparente: Vizconde de Lascano Tegui. Vizconde, a secas, pasó a ser entonces la contraseña amable de amigos y extraños, tal era la frecuencia con que su firma pudo encontrarse durante más de cinco décadas en revistas y diarios como La Mañana, La Fronda, El Tiempo, La Noche, Caras y Caretas, Nosotros, Martín Fierro, La Prensa, Plus Ultra, La Revue Argentine, Patoruzú, El Hogar, La Nación, La Res, El Mundo, Saeta, El Correo de la Tarde…
El Vizconde –“a quien todo el mundo conoce y nadie comprende”, decía Luis Ipiña en 1912– cumplió un papel protagónico en los círculos bohemios de Buenos Aires y París. A orillas del Plata, frecuentó las tertulias del Royal Keller y el Café de los Inmortales, en las que, según recuerda Ulyses Petit de Murat, se divertía, junto con Carlos de la Púa, en generar grescas a puño limpio y “sacar de ellas a los poetas de buena voluntad pero peso excesivamente controlado por los repetidos ayunos”; a orillas del Sena, se asentó en Montparnasse y tuvo por cuarto propio los cafés del boulevard homónimo: La Rotonde, La Coupole. A tal punto se mimetizó con su nuevo ambiente que Henri Broca, director del periódico Paris-Montparnasse, lo eligió como cronista oficial y publicó con regularidad sus notas, en las que historia el barrio y sus artistas. Roberto Arlt, que haría pública su admiración en una aguafuerte (“Usted señor, a quien admiro mucho, porque tiene o tuvo bastante talento, escribió un libro que se tituló ‘De la elegancia mientras se duerme’”), no dudó en registrarlo entre nuestros escritores afrancesados.
Personaje caleidoscópico, Lascano Tegui parece reunir en sus días la actividad febril de una multitud. Ardua tarea la de conciliar en una sola figura la pluralidad de imágenes y momentos impares que convoca su recuerdo: el mismo que, en su adolescencia, vive en La Plata y elabora permanganato de potasio para combatir la sífilis, recorre más tarde a pie el norte de África; inicia en Argentina la vanguardia literaria y, de paso, el movimiento que llevará al progresivo abandono del sombrero como elemento de etiqueta urbana; pergeña la inverosímil aventura de publicar un poemario con el seudónimo de Rubén Darío (hijo) y hacer pasar por autor a su amigo Carlos Schaeffer Gallo, alto y rubio...; tiene la ocurrencia de endilgarle a Hipólito Yrigoyen el mote de peludo con que este será conocido desde entonces; cocina a diario para Picasso y expone sus propios cuadros junto con los de Modigliani; fija en yeso el molde para la dentadura postiza de Georges Clemenceau; entrevista a grandes personalidades de su tiempo (Pirandello, Herrera y Reissig, Mussolini, Primo de Rivera, Lindbergh); funda el Museo de San Martín en Boulogne-sur-Mer; toma el té con la familia real de Inglaterra en el Palacio de St James; pinta murales en Venezuela…
El 13 de abril de 1966 el Vizconde de Lascano Tegui, después de haber conocido todo el mundo, en sentido geográfico y también humano, falleció en Buenos Aires. “Aquel que desea escribir sus memorias”, sostuvo, “no puede ser un espíritu ortodoxo. Es un dolor contenido que no parecía interesar a la vida y se deja como testamento para la muerte. Arrancando desde el fondo del pasado, las memorias son descargas contra la posteridad. Ningún ingeniero en pólvoras mejor dotado que el Duque de Saint-Simon. Daba la impresión de escribir para ensalzar a su rey desmesurado Phoebus –Luis XIV– y en sus culebrinas decorativas dejaba las bombas del anarquista de su época que irían a explotar a la distancia y a desdorar supuestamente al rey supremamente vanidoso, padre, abuelo y bisabuelo de la Revolución Francesa, tantas eran sus culpas. Las Memorias son bombas de fabricación casera y los artilleros no saben muy bien cómo tomarlas. Ahí están preocupados los albaceas con los dos últimos tomos de las Memorias o Diario de los Goncourt (…)”
Las dos primeras “descargas contra la posteridad” del volumen de Apuntes para mis memorias del Vizconde de Lascano Tegui –que Ediciones Simurg publicará próximamente en conmemoración del quincuagésimo aniversario de su fallecimiento– aguarda a continuación a los lectores que no rehúyan el estruendo.



Solo de violoncelo

Lo que hace falta en los entierros es un poco de música. Suele haber discursos. Suelen decirse versos lacrimatorios. Pero no se oye el oleaje majestuoso del órgano, el suspiro de un violín o la voz de una flauta. Lo que es desalentador para el espíritu. Pues no estamos del todo seguros que los muertos sean sordos. La música es un lenguaje de más allá. Los ángeles tocan pífanos. Los ángeles tocan el arpa, y los que nos vamos para el otro mundo tenemos, casi todos, nuestra partitura en el bolsillo del saco. Aunque no se piensa que los deseos secretos están cosidos a la entretela de la solapa. Los deudos revisan el bolsillo, pero no son lo suficiente perspicaces como para dar vuelta al dobladillo. Y en vez de descubrir nuestra tarjeta musical de una vida que dejamos, hallan el testamento de un aspecto aún más seco que el bacalao y al que hay que bañar en lágrimas para hacerlo comestible.
Yo he elegido la música para mi muerte. No es un trozo desconocido e inédito. Pero lo he preferido al aire popular en que se muere siempre: el aire patrio –una Jota, una Machicha, un Cuando o una canción Tzigana–. Elegí la música del entierro siendo muy joven y sin saber lo que hacía. Le llamé siempre mi música favorita y la encontré en un subsuelo donde la Europa nórdica, en un complot contra Buenos Aires, se metía debajo de tierra para beber cerveza. Era un café sin compadritos. No se oía el ruido seco de las carambolas, ni el “vale cuatro”, ni el “te gané de mano”. Hoy desaparecido, el Royal Keller fue un sótano en la esquina de Corrientes y Maipú. Su clientela se evadía bajando a esa catacumba. Y se ponían una tapa encima frente a un sandwich de pan negro y mostaza, viajando –in mente– hacia la comarca natal, que tiene los domingos señalados con una pila de chops, un edelweiss en el gorro y perfume agrio de lúpulo sobre el bigote. El Royal Keller fue un embarcadero y también academia del buen beber.
Debuté muy niño en ese antro. Con los primeros 50 centavos que me dieron descendí al Averno y me interné hasta el rincón tranquilo de ese sótano, que era algo así como una hernia que le había salido al edificio debajo de las escaleras y frente al palco en que sonorizaba la orquesta. Pedí un vaso de cerveza al camarero austríaco de delantal verde, espesos bigotes y ojos ahumados. Fue sólo después de haber puesto el “imperial” sobre la mesa que leí un letrero: “Imperial: 60 centavos”. No tenía con qué pagarlo y pasé un mal rato. Todo se me indigestó: la cena, la noche de parranda, la cerveza rubia y la rubia de cabello de paje florentino que tocaba el violoncelo en aquella orquesta. Estudié las idas y venidas del camarero, y en una de las veces que iba en busca de nuevos imperiales, salí a sus espaldas, me deslicé hacia la calle y huí. Me iba sin pagar. Estuve seis años sin volver al sótano. Al niño ya le habían salido bigotes y barba. El mozo no podía reconocerme. Volví a la misma mesa y con mucha plata. Di buena propina. Me hice cliente asiduo de la cervecería. Viajé a París. Volví. Me fui. Volví y en este juego corrieron 20 años, y siempre el camarero de delantal verde, ojos ahumados y bigote espeso, de quien fui cliente y amigo, me recibía afectuoso como reconociendo más que un cliente un amigo, más que un amigo un pariente. Una vez le dije: “Tengo, hace años, el deseo de hacerle una confesión… Hace 25 años…” Y el camarero me interrumpió agregando: “Usted me pidió un vaso de cerveza y se fue sin pagarme…”
A la sombra del palco de la orquesta me reunía con un grupo de artistas de origen italiano: Amoretti, Torrini, Pompeo Boggio, Saccheti, Curatella Manes, Alice, los hermanos Broggi y otros. Integraban una sociedad gastronómica denominada “L’uomo non è di legno”. Monteavaro y Soussens se intercalaban en el texto y esperaban, bebiendo, que pasara un amigo que les pagara el barrilito de cerveza que se despachaban mano a mano. Pasaban por allí Emilio Becher, José Ingenieros, Díaz Romero, Melián Lafinur, Alfonso de Laferrère, Roberto Giusti, el escultor Amadeo Gache y Delfín Medina, a quien llamaban el Maestro, por la manera clásica de beber a la alemana. Y allí bebía cuando estaba en Buenos Aires, alojado en el Royal Hotel, Rubén Darío…
Fue en ese café que yo elegí la marcha de mi sepelio, que no tiene nada de fúnebre, pero sí mucho de cortesano y de galante. Es “La invitación al vals”, de la ópera “Oberon”, de Weber. Con sus primeros acordes lentos y magistrales descubrimos al bosque dormido, y la voz de los violoncelos se echa a despertar los hongos, los gnomos, el árbol y el arbusto; todo metido en un sopor de niebla. De pronto una ráfaga de viento abre las puertas y entran los elfos con sus violines, invitando desenvueltamente al vals. Era la pieza favorita que yo pedía por intermedio de mi camarero de delantal verde y ojos ahumados, al director de la orquesta, que era hijo de la pianista, hermano de la violoncelista, primo de la clarinetista, sobrino del segundo violín y, por fin, esposo lejano de la arpista. La familia tocaba a cuatro manos, en aquel subsuelo, inmensa tumba de trogloditas y en la que venían a reponerse el alma infinidad de seres que andaban solos por la tierra. Se les veía que venían a curar su soltería con cerveza y melodías. El director de orquesta era, además, el hombre menos celoso del mundo. Virtuoso de la música, lo era también por el pensamiento. No veía de apetitos extraños en esa multitud de solteros para quien tocaba. Veía sólo oídos. Y no se percataba de las miradas amorosas que se levantaban como gases de cianuro hacia el cielorraso. Veía sólo clientes en estado de éxtasis. Dentro de la dimensión del puño almidonado de mi camisa escribí una noche versos a la arpista, que aún trotan en mi memoria. Aquella señora envuelta en terciopelo negro como de la Gándara envolvía sus damas.

Canción del arpa adorada…
Canción del arpa dorada…
Era una mujer delgada.
Vestía ropa enlutada.
Tomada a la balaustrada
como una monja enclaustrada,
se perdía su mirada
a lo lejos, en la nada.
¡Canción del arpa dorada,
canción del arpa adorada!
¿No estaría enamorada
de nada?...

La violoncelista había ya merecido versos mucho más formales que vieron la luz con mi primer libro, pero molesto por la cantidad de admiradores que la bloqueaban, me abstuve de hacerle entrega del poema. No quería ser un parroquiano más de ojos vacuos que pierden sus noches detrás de las sirenas del palco alto. Años pasaron en ese viajar continuo que caracteriza mi bohemia, y viendo que el libro se agotaba y mi dedicatoria –como tanto cliente audaz–, le hice señas de que descendiera de su trono a recibir mi obsequio. No vi nunca mujer más sorprendida ante mi gesto. No podía creerlo. Yo –el más orgulloso de los clientes–, que jamás decía, en 10 años, había dirigido una mirada al palco de la orquesta, ¿atreverme a hacerle una seña?... ¿Por qué tanta osadía? ¿Por qué, tantos años después de la primera noche en que ella me vio huir sin pagar el vaso de cerveza?...
Es que salía el viejo gruñón de su violoncelo la voz inicial de “La invitación al vals”. Era voz de su pecho. Era su arco el que despertaba a Oberon, la divinidad nórdica y aérea. Era ella la que tocaría en el opulento instrumento la invitación al sepelio el día en que yo partiera, justificando la frase que el duelo de la muerte, de Alfonso Daudet, arranca a Jules Renard, ese poeta de todos los momentos: “Un hombre que muere es un árbol que va a retoñar más lejos.” ¿Y cómo, quien ha de ser árbol, no ha de vibrar con la caja de madera de un árbol hecho instrumento, como que es un violoncelo?


Solo de fagote

Han bajado de las paredes y desaparecido de las salas los retratos de los padres o abuelos que ornamentaban los salones del pasado. Fuera cual fuera el estilo de la pieza, esos retratos de antepasados ilustres no fueron nada más que fotografías ampliadas y retocadas a la carbonilla, donde aparecía, en plena madurez y metida dentro de un marco dorado, la efigie del padre de familia, o, si se quiere mejor, del inmigrante que hizo patria.
Es a la sombra de esos personajes que vestían trajes de paño o de lustrina negros, negros de cabellos y de pelo, que nuestros padres se dijeron las trémulas frases de amor en las horas de consultorio, que eran las horas de la visita oficial del novio, en quien la casa entera reconocía a un intruso tolerado, pero no consentido. El joven aspirante visitaba a la niña, y nada quedaba ajeno a su presencia. Los seres y los muebles cuchicheaban entre ellos. Los muebles de la sala eran los primeros en participar de la novedad. Horas antes de la visita entraba la fámula en la sala y sacaba las fundas de los sillones, amenazaba a los cortinados y pasaba un plumero confidente sobre esa tumba desmesurada de la habitación que, con el estrecho sepulcro de la Recoleta, era lo más preciado en el haber de la familia pudiente. Los muebles quedaban descarnados, mostrando sus ricas telas, acolchados, flecos y borlas. La sirvienta no los trataba muy bien. Y los dejaba desnudos en la sombra, hasta que entraba el pretendiente, y todo el personal femenino de la casa caracoleaba a su alrededor alumbrando las arañas y las velas del piano.
Retocado a la carbonilla, el retrato del abuelo se imponía trágicamente, con las ropas negras con que lo enterraron, sobre el delicado instante que se iniciaba.
Visitar a la novia, cuando yo fui joven, era como entrar en un estuche. Nos recortaban las uñas y los gestos. Nada menos humano que ese joven juzgado, comentado, mirado, inspeccionado desde los cuatro ángulos de la sala. Era el pretendiente a marido en cuerpo presente. No se pertenecía. Disponían de su persona y de su actitud. Si un consejo podía pedir su complejo de inferioridad, era el de levantar los ojos al retrato amplificado al carbón que presidía el cónclave y a quien todos buscaban el parecido y la filiación en sus descendientes. Era de rigor que la niña se pareciera a uno de sus progenitores. Y era necesario que el novio se conmoviera ante este cadáver que presidía su felicidad. No podría sacarse el muerto de en medio sino el día aquel en que se casara y se llevara la prometida mujer a una casa virgen de recuerdos y desmemoriada.
Hoy día los novios hablan desenvueltamente de sus programas. Es decir, de las oportunidades que la época, más liberal, les ofrece para construir, mano sobre mano, la arquitectura espiritual de su hogar. Salen los jóvenes con las niñas de paseo. Ya no hay tías solteras, ni mucamas que las acompañen. Van al cinematógrafo. Vuelven a casa después del copetín. Se embarcan en yacht con varios amigos y amigas. Se bañan y pasan el día, al sol, junto a la piscina del club, que ofrece, a la tarde, un baile en que no se ven personas mayores. Los novios van solos a los conciertos. Se pasean por los parques y por las calles, sin empacho ni temor. No hay mal en todo esto.  Pero antes –cuando los muchachos no usaban gomina– no era así. Ese señor de las ampliaciones fotográficas a la carbonilla, que presidía las visitas de los novios, tenía ideas cejijuntas sobre “lo que era conveniente” y “lo que no era conveniente”. El novio era colocado en una silla que no podía separar de la pared, y en plena luz. Ni escamoteos, ni prestidigitación. La niña, a pocos pasos suyos. Una hermanita en el piano, mirando con un ojo la partitura y tocando sin cesar los valses analfabetos de Strabon, y, de cuando en cuando, la novia, después de hacerse rogar, tocaba, a su turno, el “Ave María” de Gounod o “La prière d’une vierge”. La mamá estaba sentada en el sofá, tejiendo, cosiendo, sin coser ni tejer, y mirando disimuladamente el juego de pies de los novios, como en las pedanas del box se observa el cambio de guardia de los peleadores. La hermana menor salía y entraba de la habitación, y la hermana mayor, la Cenicienta, la fea, la que no había de casarse, suspiraba fuerte o sollozaba en la antesala. No habiendo madre a mano, había siempre una tía soltera que se había quedado para vestir santos, y que, cuando observaba que los novios bajaban la voz, irrumpía diciendo:
–¡Niños!... ¡Niños!... Hablar más alto, que no oigo…
Así era la inquisición en 1900.  Yo sufría y protestaba contra la intolerancia de la sociedad, en el nombre sacrosanto de la especie. Y siempre hallé solidaridad en mi novia.  Era la única que me entendía, entre muebles y seres extraños y los retratos a la carbonilla. Una vez imaginé, de acuerdo con mi novia, desvanecerme, para que ella pudiera acercarse y tomarnos las manos, preguntándome contrita: “¿Qué le pasa, Lascano?”… La tía, mucho más entendida en desmayos, corrió en busca de un cuarto de litro de agua de azahar, y, entretanto, enfermo y enfermera nos decíamos palabras dulces, mirándonos en los ojos. Hicimos algo más grave. Mi novia escondía el frasco del agua de azahar, para que la tía demorase en hallarlo, hasta el día en que encontré la sala vacía, las fundas puestas, y entró el padre de mi novia con varios libros de medicina anotados, y me los leyó pausadamente, explicándome así la necesidad de que me alejara de la niña. Porque todos los síntomas de mis pérdidas de conocimiento coincidían con los síntomas de la histeria, y él consideraba que, dada mi mala salud y la enfermedad congénita que arrastraba, no volvería más a la casa, ni consentía en el desgraciado matrimonio de su hija con un epiléptico…