domingo, 27 de noviembre de 2016

Presentación de "Mujeres" de Alicia Gutiérrez Reto



Beatriz Colombi y Annalia Paolucci
presentan

Mujeres

de 

Alicia Gutiérrez Reto

Miércoles 30 de noviembre, 19 hs
Café Montserrat (San José 524, Buenos Aires)

jueves, 10 de noviembre de 2016

Presentación de "El amor y otros desencantos" de Francisco Pireddu




Ana Silvia Galán y Alejandro Galay
presentan 

El amor y otros desencantos 
de 
Francisco Pireddu 

Sábado 12 de noviembre a las 17 hs.
Pista Urbana 
(Chacabuco 874, Bs. As.)

sábado, 1 de octubre de 2016

Los libros de octubre



NOVEDADES DE OCTUBRE 2016


Alicia Gutiérrez Reto
Mujeres
(Cuento)
ISBN 978-987-554-211-2
80 pp.

Francisco Pireddu
El amor y otros desencantos
(Cuento)
ISBN 978-987-554-210-5
160 pp. 


Distribuye Galerna en todo el país


domingo, 31 de julio de 2016

Roberto Arlt: El ciego presenta su cuenta (Anticipo del próximo volumen de cuentos inéditos, "El bandido en el bosque de ladrillo")




El ciego presenta su cuenta

por Roberto Arlt



¡El doctor de Andrea había desaparecido!
Pero si nuestro asombro fue grande, más aún lo fue cuando el doctor Verni insinuó:
–Yo creo que el doctor de Andrea se ha ido a pedir limosna.
El doctor Verni era ayudante del doctor de Andrea. Nos quedamos mirándole, como si se hubiera enloquecido, y Verni, comprendiendo que sus palabras requerían una explicación, dijo:
–Sí, claro, resulta un poco extraña la determinación del doctor de Andrea en irse a pedir limosna en el estado en que se encuentra…
–¡Diablos si resulta extraña!
–Pero en cierto modo su actitud se justifica…
–¿Que la actitud del doctor de Andrea se justifica?
–Si ustedes se molestan en escucharme…


Historia del doctor de Andrea y del limosnero ciego

El doctor Verni prosiguió:
–Quiero dejar constancia que el doctor de Andrea y yo no estábamos investigando en el laboratorio ninguna substancia misteriosa, ni haciendo tampoco trabajos de investigación extraordinarios. Indudablemente, la gente que ignora la ciencia de la química no sabe que la dosificación del silicio y el azufre en el hierro se establece por un procedimiento tan sencillo, que hasta una criatura de pecho puede aprenderlo en pocos minutos. Se inicia el trabajo de análisis del hierro disolviendo algunas virutas de metal. Se recogen las limaduras y se echan en un tubo de ensayo con el ácido nítrico. Esta mezcla se calienta en un soplete de gas. Insisto: el procedimiento es sencillo e inofensivo.
”Yo estaba en la otra punta de una mesa de mármol, examinando la resistencia quemada de un crisol eléctrico, y el doctor de Andrea, de pie junto al pico de gas encendido, examinaba el proceso de disolución de algunos gramos de hierro en ácido nítrico hirviendo. El doctor de Andrea, para observar la marcha de la operación, había levantado el tubo de ensayo hasta sus ojos y seguía la ebullición del aceitoso líquido rojo.
”Súbitamente, el tubo de vidrio estalló como un petardo. El ácido nítrico, hirviendo, rebotó en los ojos del profesor de Andrea. El doctor de Andrea echó a correr, enloquecido, por el laboratorio, tropezó con un armario y cayó al suelo profiriendo gritos terribles.
”Terminaba de quedar ciego.
”Algunos minutos después, en un automóvil le condujimos al hospital más próximo. Allí quedó internado. Algunos días después, cuando su desgracia era irreparable, camaradas se entrevistaron con el ministro de Instrucción Pública y obtuvieron para el profesor de Andrea algunas cátedras que le permitirían, cuando estuviera completamente curado, desempeñar el cargo de profesor de química elemental en las escuelas secundarias.
”Recuerdo que cuando visité al doctor de Andrea en el sanatorio donde le curaban, le encontré reposando en un sillón, con el rostro totalmente vendado. Esperaba encontrarme con un hombre desesperado, porque quedarse ciego a los treinta años es una desgracia terrible, pero el doctor de Andrea, a pesar de estar completamente ciego, se mantenía perfectamente sereno.
”Ustedes comprenderán que quedarse ciego a los treinta años y no manifestarse afligido en ningún momento es una prueba de carácter para asombrar al más flemático. Cuando en cierto modo, involuntariamente, le hice notar al doctor de Andrea que su frialdad resultaba una maravillosa prueba de estoicismo, el ciego me respondió:
”–Hace mucho tiempo que estoy preparado. Y el otro día me llegó el momento de pagarle la cuenta al ciego.
”Le respondí:
”–Querido amigo: usted perdonará, pero no he entendido una sola palabra de lo que ha dicho. ¿Qué significa eso de pagarle su cuenta al ciego?
”El doctor de Andrea encendió un cigarrillo y dijo, como si hablara más consigo mismo que con otro:
”–Sí. Yo estaba secretamente preparado para pagar mi cuenta. ¡Vaya si lo estaba! –Volviéndose a mí, y estirando su brazo hasta encontrar mi hombro, continuó:– Voy a contarle una historia extraordinaria, Verni. Para mí ha dejado de serlo. Otro hombre ensayaría un principio de filosofía misteriosa en torno del asunto. Yo me limitaré a contarle un suceso del cual fui activo participante cuando tenía diez años de edad.
”En esa época, mi familia vivía en una casa situada frente a un mercado. No precisamente frente mismo a la puerta de entrada del mercado, sino a algunos metros de distancia. La ventana de mi cuarto estaba abierta sobre la vereda del mercado. Este cuarto era una estrecha salita con una cama adosada al muro, un ropero enfrente y un pupitre desvencijado junto a la misma ventana. Allí estudiaba yo. Muchas veces interrumpía mis lecciones para distraerme mirando a las mujeres que “iban a la compra”. Las seguía con mirada curiosa, ignorante de su auténtico destino.
”Un buen día descubrí que frente mismo a mi ventana, en la acera que correspondía a la entrada del mercado, se había instalado un ciego para pedir limosna. Este ciego pequeñito se adornaba con unos tremendos bigotes grises y gafas negras. Cuando movía la cabeza parecía un perro amaestrado. Calzaba zapatos gruesos y tenía los pantalones arrollados sobre la caña de sus botinazos. Con una mano ofrecía una pantalla formada con estampas de santos y colgando del otro brazo mostraba algunos rosarios. Los días de viento los rosarios entrechocaban.
”Un día me descubrí observándolo al mendigo.
”En cuanto el ciego escuchaba los pasos de una persona que se aproximaba, estiraba el brazo en el aire y movía la cabeza con el mismo movimiento de un perro que se mantiene en equilibrio sobre dos patas. Sin buscarle explicación a mi curiosidad, su conducta espoloneaba de continuo mi atención. De esta manera descubrí singularidades de la profesión de mendigo. Estas singularidades consistían:
”Las mujeres nunca dan limosna “cuando van a la compra”. En cambio, sí hacen caridad cuando ya se han deshecho de su preocupación.
”Recuerdo que me quedaba ratos larguísimos sentado tras de la ventana espiando las actividades del ciego. Acabé por interesarme en sus negocios y llegué a conclusiones asombrosas. ¡Había mañanas en que el ciego no recogía ni treinta centavos de limosna!
”Para hacer esta comprobación me puse a contar las mujeres que pasaban sin darle limosna, y una vez llegué a contar hasta cuatrocientas treinta y dos mujeres que pasaron junto a él sin abrir su cartera. La mujer número cuatrocientos treinta y tres le dio una limosna. Pero esta cifra era excepcional. Término medio, una persona de cada setenta que pasaban le dejaba su moneda al ciego. De hecho, ninguna mujer abría su cartera cuando iba hacia el mercado. Entonces pasaban de largo, rápidamente, sin mirarlo al pedigüeño. En cambio, cuando habían “hecho su compra”, las mujeres se retiraban del mercado a paso lento. Algunas, al divisar al mendigo, comenzaban a entreabrir la cartera y a mirar adentro de ella.
”Observé que la mayoría de las mujeres que le daban la limosna al ciego no se llevaban la estampita. Tampoco, durante el tiempo que el pobre hombre estuvo frente a mi habitación, ninguna mujer le compró un rosario. Frecuentemente, las mujeres jóvenes eran más piadosas que las ancianas, y yo secretamente me decía que todas las mujeres de edad debían ser sumamente duras de corazón. La naturaleza de estos pensamientos no significa que yo fuera un niño sentimental ni afectivo. Por el contrario. Era un chiquillo de sensibilidad tardía y mirada fría, interesado exclusivamente en la ciencia de las cosas. El ciego, personalmente, desde el punto de vista afectivo, no me interesaba un ardite. En cambio, la ciencia de las cosas me apasionaba hasta la locura. A este propósito, recuerdo que en nuestra casa, a las espaldas, había un extenso fondo rodeado de tapias bajas, desde las que se distinguían las copas de los árboles frutales plantados en los fondos de las otras casas. Al llegar la primavera, estos árboles eran rabiosamente atacados por las hormigas. Para combatir a las hormigas mi padre trajo un tarro de cianuro de potasio, y después de darle instrucciones a mi madre de cómo utilizar el cianuro, le entregó el veneno.
”Yo observé atentamente a mi madre, y de qué modo se higienizaba después de depositar el veneno al pie del árbol. Los comentarios que escuché sobre la potencialidad del tóxico inflamaron mi curiosidad y resolví hacer lo que yo llamaba “un experimento”. Frecuentemente hacía “experimentos”, con la desesperación de mi madre. Ese mes resolví utilizar a dos animales en la experiencia.
”En nuestra casa había un perro negro y un gato pelirrojo. El perro me era relativamente simpático; el gato, por ser pelirrojo, desde el primer día me inspiró una antipatía violenta. No sé a quién había oído decir que los gatos rojos traen desgracia, y desde aquel día no sólo los gatos pelirrojos, sino también las mujeres pelirrojas me produjeron una aversión extraña. No sé por qué se me ocurría que las mujeres de cabello rojo eran capaces de maldades inverosímiles.
”De modo que habiendo resuelto efectuar un experimento, decidí convertir el gato en mi sujeto de experiencias, y en un descuido de mi madre, me apoderé del tarro de veneno, extraje como diez gramos de cianuro, busqué un pedazo de hígado, lo perforé y en su interior deposité algunos gramos de cianuro. Luego comencé:
”–Micho, micho…
”Acudió el gato con talante desconfiado y la cola hecha un arco, y yo le arrojé el pedazo de hígado, pero el maldito animal no hizo nada más que olfatear el hígado y apartarse corriendo. Recuerdo que toda la mañana el pelirrojo permaneció agazapado en una tapia, vigilándome con sus ojos amarillos. Llamé entonces al perro y éste repitió, con la misma exactitud, la pantomima del gato; con la diferencia que me dirigió una mirada lastimera, escabulló la cola entre las piernas y se alejó acechándome lastimeramente de reojo.
”¡Indudablemente, la ciencia de las cosas era mucho más difícil de adquirir de lo que yo suponía!
”Fue entonces cuando se me ocurrió experimentar el cianuro sobre el ciego. Este era un vagabundo, no tenía familia y, por consiguiente, cualquiera podía matarle.
”Se me ocurrió muy naturalmente la idea, y yo ni por un momento recapacité que lo que se me ocurría era lisa y llanamente un crimen. A mí no me interesaba en absoluto la vida del ciego. Lo que me interesaba era saber “cómo actuaba el cianuro en un cuerpo de hombre y qué hacía un hombre cuando había ingerido cianuro”. Nada más. Estrictamente era ése mi problema y nada más. Sin concretarlo con claridad científica, el ciego era mi conejillo de la India.
”Recuerdo que estuve muy contento cuando se me ocurrió la idea, y acudí a la ventana a observarlo. Pero aquel día el mendigo no estaba en la vereda. Por cierto que no todos los días el ciego acudía a aquel mercado. Esta ausencia me hizo suponer que el ciego iba cada día de la semana a la vereda de un distinto mercado a pedigüeñar.
”Me di a pensar que la única manera como podía suministrarle cianuro al ciego era introduciendo el veneno entre las rajas de un sandwich. Impacientemente aguardé varios días y un lunes por la mañana, cuando me desperté, allí, en la vereda, con su facha de perro amaestrado y su sombrero agujereado, mendigaba el ciego con las estampitas extendidas hacia los transeúntes.
”Casualmente, mi madre aquella mañana había salido. Fui a la cocina; habían quedado unas rajas de jamón de la noche anterior; corté un pedazo de pan, introduje algunas tajadas, y echando como un gramo de cianuro en una raja de jamón y empaquetándolo con ella, de modo que no se derramara (lo que es facilísimo hacer con el jamón, por ser tan flexible como el mismo papel), preparé un magnífico sandwich. Me lo eché al bolsillo y salí a la calle. Hacía un frío terrible; el viento soplaba endemoniadamente; por momentos acompañado de llovizna, de manera que la gente pasaba precipitadamente, emboscada en sus paraguas y capotes. Sin ninguna emoción, ¡oh, qué claro lo recuerdo!, me acerqué al ciego y le dije:
”–Mi mamita le manda este sandwich.
”–Dios y la santísima Virgen…
”Yo, instintivamente, seguí caminando hacia la esquina, sin volver la cabeza; por si alguien me había visto, di vuelta a la cuadra, volví sobre mis pasos y entré rápidamente en mi habitación; abrí un libro sobre mi pupitre, y tras la ventana, haciendo como que estudiaba, me quedé vigilando al ciego.
”Este continuaba pidiendo limosna con sus estampas extendidas. En el bolsillo de su gabán se veía el bulto que hacía el sandwich. Yo trataba de estudiar mi lección de cómo se forma el rayo en las nubes y mentalmente me comparaba a otros niños que cuando mayores se hicieron famosos, pero que desde temprana edad se habían manifestado por singularidades extraordinarias. Nadie, ni Franklin, ni Napoleón, ni Newton, para comprobar los efectos de un producto químico, se lo habían suministrado a un ciego. Evidentemente, yo sería un grande hombre. Al mismo tiempo pensaba si los animales no captaban el pensamiento humano, recordando la fuga del gato y del perro frente a la carne envenenada.
”Entretanto, el ciego en la vereda continuaba pedigüeñando. Yo, tras los visillos de la ventana, lo espiaba. Se notaba que debía tener frío, porque de tanto en tanto golpeaba el suelo con sus zapatos de buzo o de minero; finalmente, pareció acordarse de que tenía hambre, porque echó la mano al bolsillo y sacó el sandwich.
”¡Entonces sí que yo me alegré y abrí los ojos como platos y estiré el cuello! Y comencé a vigilarlo al ciego con tremenda curiosidad. Este, que debía ser un pobre pulcro y minucioso, abrió el sandwich, olió su interior, volvió a cerrarlo, satisfecho, y le dio un mordisco al pan. Era tierno el pan y fresco el jamón, y era cosa de ver cómo el ciego comía el pan de mi caridad a grandes mordiscos, tan rápidamente, que después pensé que el ciego no masticaba casi los alimentos que ingería.
”Terminó de comer el sandwich y continuó de pie como si tal. Se le veía relamerse; luego se pasó la manga del gabán por la boca, a modo de servilleta, y recibió la moneda que una señora gorda le dio; dejó caer las estampas al suelo, estiró los brazos en el espacio buscando apoyo y se desplomó al suelo. Algunas mujeres que salían del mercado acudieron a él, así como los carniceros y verduleros; yo también salí a la calle a engrosar alegremente el número de curiosos que circundaban al ciego, que tendido en el suelo respiraba aún. Un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Algunos hombres empezaron a llamar auxilio, metiéndose las manos dentro de la boca y silbando como desesperados. Un cuarto de hora después llegó un vigilante, y cuando el ciego estuvo bien muerto, llegó la Asistencia Pública y le cargaron. Y al día siguiente dijo mi madre, a la hora del almuerzo, hojeando el diario:
”–¿Leíste que el ciego que pedía limosna aquí enfrente murió ayer de un síncope cardíaco?
”Yo me acerqué por la espalda de mi madre y leí el título: “Muere un viejo de un síncope”.
”Yo sabía que el ciego no había muerto de un síncope. Yo sabía ahora cómo moría una persona que ingiere cianuro.
”Pasó algún tiempo, y un día me asombré. No hacía nada más que pensar en el ciego.
”Cuando cumplí quince años de edad, pensaba en el ciego con tanta intensidad como a los doce; a los veinte años recordaba al ciego con la misma nitidez con que le vi el primer día: moviendo la cabeza como un perro amaestrado. Para expresarme con propiedad, diré que no pensaba en el ciego. Le veía. Le veía sin penas ni remordimientos, ni temores. Situado en mi vida con trágica naturalidad. Muchas veces me expliqué científicamente a mí mismo el origen de esta presencia-alucinación, pero la explicación no disolvió nunca su constante fantasma.
”De manera que cuando me encontré, una noche, aquí, en el sanatorio, vendado completamente y escuché las palabras de los médicos que me querían engañar con falsas palabras, comprendí inmediatamente que estaba ciego como el otro ciego. Comprendí que el otro ciego me había presentado su cuenta y que yo la había pagado.”

––––––

Terminó el doctor Verni su relato, y mirándonos nos dijo:
–¿Se dan cuenta ahora ustedes por qué yo creo que el doctor de Andrea se ha echado a la calle a pedir limosna?

miércoles, 27 de abril de 2016

50º Aniversario del fallecimiento del Vizconde de Lascano Tegui




Vizconde de Lascano Tegui
(1888-1966)


Emilio Lascanotegui, nacido en Mercedes (Depto. de Soriano, Uruguay) el 17 de mayo de 1888, adoptó en su juventud la triple máscara que establecería las coordenadas públicas de su lúdica personalidad: transformó su apellido de origen vasco en uno doble, se arrogó un título nobiliario, hizo correr la noticia de un nacimiento en Entre Ríos.
Fue andarín, traductor, corresponsal de guerra, mecánico dental, artista plástico, periodista, vendedor de baratijas, diplomático, conferencista, chef inigualable. Con su primer libro (La sombra de la Empusa, 1910) superó en originalidad a Lugones y escandalizó el ambiente literario de Buenos Aires, al sembrar en sus versos luces de neón, mingitorios pre-Duchamp y procacidades inauditas; años más tarde, Manuel Gálvez lo reconocerá el precursor literario de las nuevas formas, aquellas que después de la visita de Ortega y Gasset a la Argentina se denominarían la nueva sensibilidad y luego, con mayor concisión, simplemente vanguardia.
Su obra se compone de novelas, cuentos, poemas y cientos de artículos periodísticos que divulgaron su seudónimo más transparente: Vizconde de Lascano Tegui. Vizconde, a secas, pasó a ser entonces la contraseña amable de amigos y extraños, tal era la frecuencia con que su firma pudo encontrarse durante más de cinco décadas en revistas y diarios como La Mañana, La Fronda, El Tiempo, La Noche, Caras y Caretas, Nosotros, Martín Fierro, La Prensa, Plus Ultra, La Revue Argentine, Patoruzú, El Hogar, La Nación, La Res, El Mundo, Saeta, El Correo de la Tarde…
El Vizconde –“a quien todo el mundo conoce y nadie comprende”, decía Luis Ipiña en 1912– cumplió un papel protagónico en los círculos bohemios de Buenos Aires y París. A orillas del Plata, frecuentó las tertulias del Royal Keller y el Café de los Inmortales, en las que, según recuerda Ulyses Petit de Murat, se divertía, junto con Carlos de la Púa, en generar grescas a puño limpio y “sacar de ellas a los poetas de buena voluntad pero peso excesivamente controlado por los repetidos ayunos”; a orillas del Sena, se asentó en Montparnasse y tuvo por cuarto propio los cafés del boulevard homónimo: La Rotonde, La Coupole. A tal punto se mimetizó con su nuevo ambiente que Henri Broca, director del periódico Paris-Montparnasse, lo eligió como cronista oficial y publicó con regularidad sus notas, en las que historia el barrio y sus artistas. Roberto Arlt, que haría pública su admiración en una aguafuerte (“Usted señor, a quien admiro mucho, porque tiene o tuvo bastante talento, escribió un libro que se tituló ‘De la elegancia mientras se duerme’”), no dudó en registrarlo entre nuestros escritores afrancesados.
Personaje caleidoscópico, Lascano Tegui parece reunir en sus días la actividad febril de una multitud. Ardua tarea la de conciliar en una sola figura la pluralidad de imágenes y momentos impares que convoca su recuerdo: el mismo que, en su adolescencia, vive en La Plata y elabora permanganato de potasio para combatir la sífilis, recorre más tarde a pie el norte de África; inicia en Argentina la vanguardia literaria y, de paso, el movimiento que llevará al progresivo abandono del sombrero como elemento de etiqueta urbana; pergeña la inverosímil aventura de publicar un poemario con el seudónimo de Rubén Darío (hijo) y hacer pasar por autor a su amigo Carlos Schaeffer Gallo, alto y rubio...; tiene la ocurrencia de endilgarle a Hipólito Yrigoyen el mote de peludo con que este será conocido desde entonces; cocina a diario para Picasso y expone sus propios cuadros junto con los de Modigliani; fija en yeso el molde para la dentadura postiza de Georges Clemenceau; entrevista a grandes personalidades de su tiempo (Pirandello, Herrera y Reissig, Mussolini, Primo de Rivera, Lindbergh); funda el Museo de San Martín en Boulogne-sur-Mer; toma el té con la familia real de Inglaterra en el Palacio de St James; pinta murales en Venezuela…
El 13 de abril de 1966 el Vizconde de Lascano Tegui, después de haber conocido todo el mundo, en sentido geográfico y también humano, falleció en Buenos Aires. “Aquel que desea escribir sus memorias”, sostuvo, “no puede ser un espíritu ortodoxo. Es un dolor contenido que no parecía interesar a la vida y se deja como testamento para la muerte. Arrancando desde el fondo del pasado, las memorias son descargas contra la posteridad. Ningún ingeniero en pólvoras mejor dotado que el Duque de Saint-Simon. Daba la impresión de escribir para ensalzar a su rey desmesurado Phoebus –Luis XIV– y en sus culebrinas decorativas dejaba las bombas del anarquista de su época que irían a explotar a la distancia y a desdorar supuestamente al rey supremamente vanidoso, padre, abuelo y bisabuelo de la Revolución Francesa, tantas eran sus culpas. Las Memorias son bombas de fabricación casera y los artilleros no saben muy bien cómo tomarlas. Ahí están preocupados los albaceas con los dos últimos tomos de las Memorias o Diario de los Goncourt (…)”
Las dos primeras “descargas contra la posteridad” del volumen de Apuntes para mis memorias del Vizconde de Lascano Tegui –que Ediciones Simurg publicará próximamente en conmemoración del quincuagésimo aniversario de su fallecimiento– aguarda a continuación a los lectores que no rehúyan el estruendo.



Solo de violoncelo

Lo que hace falta en los entierros es un poco de música. Suele haber discursos. Suelen decirse versos lacrimatorios. Pero no se oye el oleaje majestuoso del órgano, el suspiro de un violín o la voz de una flauta. Lo que es desalentador para el espíritu. Pues no estamos del todo seguros que los muertos sean sordos. La música es un lenguaje de más allá. Los ángeles tocan pífanos. Los ángeles tocan el arpa, y los que nos vamos para el otro mundo tenemos, casi todos, nuestra partitura en el bolsillo del saco. Aunque no se piensa que los deseos secretos están cosidos a la entretela de la solapa. Los deudos revisan el bolsillo, pero no son lo suficiente perspicaces como para dar vuelta al dobladillo. Y en vez de descubrir nuestra tarjeta musical de una vida que dejamos, hallan el testamento de un aspecto aún más seco que el bacalao y al que hay que bañar en lágrimas para hacerlo comestible.
Yo he elegido la música para mi muerte. No es un trozo desconocido e inédito. Pero lo he preferido al aire popular en que se muere siempre: el aire patrio –una Jota, una Machicha, un Cuando o una canción Tzigana–. Elegí la música del entierro siendo muy joven y sin saber lo que hacía. Le llamé siempre mi música favorita y la encontré en un subsuelo donde la Europa nórdica, en un complot contra Buenos Aires, se metía debajo de tierra para beber cerveza. Era un café sin compadritos. No se oía el ruido seco de las carambolas, ni el “vale cuatro”, ni el “te gané de mano”. Hoy desaparecido, el Royal Keller fue un sótano en la esquina de Corrientes y Maipú. Su clientela se evadía bajando a esa catacumba. Y se ponían una tapa encima frente a un sandwich de pan negro y mostaza, viajando –in mente– hacia la comarca natal, que tiene los domingos señalados con una pila de chops, un edelweiss en el gorro y perfume agrio de lúpulo sobre el bigote. El Royal Keller fue un embarcadero y también academia del buen beber.
Debuté muy niño en ese antro. Con los primeros 50 centavos que me dieron descendí al Averno y me interné hasta el rincón tranquilo de ese sótano, que era algo así como una hernia que le había salido al edificio debajo de las escaleras y frente al palco en que sonorizaba la orquesta. Pedí un vaso de cerveza al camarero austríaco de delantal verde, espesos bigotes y ojos ahumados. Fue sólo después de haber puesto el “imperial” sobre la mesa que leí un letrero: “Imperial: 60 centavos”. No tenía con qué pagarlo y pasé un mal rato. Todo se me indigestó: la cena, la noche de parranda, la cerveza rubia y la rubia de cabello de paje florentino que tocaba el violoncelo en aquella orquesta. Estudié las idas y venidas del camarero, y en una de las veces que iba en busca de nuevos imperiales, salí a sus espaldas, me deslicé hacia la calle y huí. Me iba sin pagar. Estuve seis años sin volver al sótano. Al niño ya le habían salido bigotes y barba. El mozo no podía reconocerme. Volví a la misma mesa y con mucha plata. Di buena propina. Me hice cliente asiduo de la cervecería. Viajé a París. Volví. Me fui. Volví y en este juego corrieron 20 años, y siempre el camarero de delantal verde, ojos ahumados y bigote espeso, de quien fui cliente y amigo, me recibía afectuoso como reconociendo más que un cliente un amigo, más que un amigo un pariente. Una vez le dije: “Tengo, hace años, el deseo de hacerle una confesión… Hace 25 años…” Y el camarero me interrumpió agregando: “Usted me pidió un vaso de cerveza y se fue sin pagarme…”
A la sombra del palco de la orquesta me reunía con un grupo de artistas de origen italiano: Amoretti, Torrini, Pompeo Boggio, Saccheti, Curatella Manes, Alice, los hermanos Broggi y otros. Integraban una sociedad gastronómica denominada “L’uomo non è di legno”. Monteavaro y Soussens se intercalaban en el texto y esperaban, bebiendo, que pasara un amigo que les pagara el barrilito de cerveza que se despachaban mano a mano. Pasaban por allí Emilio Becher, José Ingenieros, Díaz Romero, Melián Lafinur, Alfonso de Laferrère, Roberto Giusti, el escultor Amadeo Gache y Delfín Medina, a quien llamaban el Maestro, por la manera clásica de beber a la alemana. Y allí bebía cuando estaba en Buenos Aires, alojado en el Royal Hotel, Rubén Darío…
Fue en ese café que yo elegí la marcha de mi sepelio, que no tiene nada de fúnebre, pero sí mucho de cortesano y de galante. Es “La invitación al vals”, de la ópera “Oberon”, de Weber. Con sus primeros acordes lentos y magistrales descubrimos al bosque dormido, y la voz de los violoncelos se echa a despertar los hongos, los gnomos, el árbol y el arbusto; todo metido en un sopor de niebla. De pronto una ráfaga de viento abre las puertas y entran los elfos con sus violines, invitando desenvueltamente al vals. Era la pieza favorita que yo pedía por intermedio de mi camarero de delantal verde y ojos ahumados, al director de la orquesta, que era hijo de la pianista, hermano de la violoncelista, primo de la clarinetista, sobrino del segundo violín y, por fin, esposo lejano de la arpista. La familia tocaba a cuatro manos, en aquel subsuelo, inmensa tumba de trogloditas y en la que venían a reponerse el alma infinidad de seres que andaban solos por la tierra. Se les veía que venían a curar su soltería con cerveza y melodías. El director de orquesta era, además, el hombre menos celoso del mundo. Virtuoso de la música, lo era también por el pensamiento. No veía de apetitos extraños en esa multitud de solteros para quien tocaba. Veía sólo oídos. Y no se percataba de las miradas amorosas que se levantaban como gases de cianuro hacia el cielorraso. Veía sólo clientes en estado de éxtasis. Dentro de la dimensión del puño almidonado de mi camisa escribí una noche versos a la arpista, que aún trotan en mi memoria. Aquella señora envuelta en terciopelo negro como de la Gándara envolvía sus damas.

Canción del arpa adorada…
Canción del arpa dorada…
Era una mujer delgada.
Vestía ropa enlutada.
Tomada a la balaustrada
como una monja enclaustrada,
se perdía su mirada
a lo lejos, en la nada.
¡Canción del arpa dorada,
canción del arpa adorada!
¿No estaría enamorada
de nada?...

La violoncelista había ya merecido versos mucho más formales que vieron la luz con mi primer libro, pero molesto por la cantidad de admiradores que la bloqueaban, me abstuve de hacerle entrega del poema. No quería ser un parroquiano más de ojos vacuos que pierden sus noches detrás de las sirenas del palco alto. Años pasaron en ese viajar continuo que caracteriza mi bohemia, y viendo que el libro se agotaba y mi dedicatoria –como tanto cliente audaz–, le hice señas de que descendiera de su trono a recibir mi obsequio. No vi nunca mujer más sorprendida ante mi gesto. No podía creerlo. Yo –el más orgulloso de los clientes–, que jamás decía, en 10 años, había dirigido una mirada al palco de la orquesta, ¿atreverme a hacerle una seña?... ¿Por qué tanta osadía? ¿Por qué, tantos años después de la primera noche en que ella me vio huir sin pagar el vaso de cerveza?...
Es que salía el viejo gruñón de su violoncelo la voz inicial de “La invitación al vals”. Era voz de su pecho. Era su arco el que despertaba a Oberon, la divinidad nórdica y aérea. Era ella la que tocaría en el opulento instrumento la invitación al sepelio el día en que yo partiera, justificando la frase que el duelo de la muerte, de Alfonso Daudet, arranca a Jules Renard, ese poeta de todos los momentos: “Un hombre que muere es un árbol que va a retoñar más lejos.” ¿Y cómo, quien ha de ser árbol, no ha de vibrar con la caja de madera de un árbol hecho instrumento, como que es un violoncelo?


Solo de fagote

Han bajado de las paredes y desaparecido de las salas los retratos de los padres o abuelos que ornamentaban los salones del pasado. Fuera cual fuera el estilo de la pieza, esos retratos de antepasados ilustres no fueron nada más que fotografías ampliadas y retocadas a la carbonilla, donde aparecía, en plena madurez y metida dentro de un marco dorado, la efigie del padre de familia, o, si se quiere mejor, del inmigrante que hizo patria.
Es a la sombra de esos personajes que vestían trajes de paño o de lustrina negros, negros de cabellos y de pelo, que nuestros padres se dijeron las trémulas frases de amor en las horas de consultorio, que eran las horas de la visita oficial del novio, en quien la casa entera reconocía a un intruso tolerado, pero no consentido. El joven aspirante visitaba a la niña, y nada quedaba ajeno a su presencia. Los seres y los muebles cuchicheaban entre ellos. Los muebles de la sala eran los primeros en participar de la novedad. Horas antes de la visita entraba la fámula en la sala y sacaba las fundas de los sillones, amenazaba a los cortinados y pasaba un plumero confidente sobre esa tumba desmesurada de la habitación que, con el estrecho sepulcro de la Recoleta, era lo más preciado en el haber de la familia pudiente. Los muebles quedaban descarnados, mostrando sus ricas telas, acolchados, flecos y borlas. La sirvienta no los trataba muy bien. Y los dejaba desnudos en la sombra, hasta que entraba el pretendiente, y todo el personal femenino de la casa caracoleaba a su alrededor alumbrando las arañas y las velas del piano.
Retocado a la carbonilla, el retrato del abuelo se imponía trágicamente, con las ropas negras con que lo enterraron, sobre el delicado instante que se iniciaba.
Visitar a la novia, cuando yo fui joven, era como entrar en un estuche. Nos recortaban las uñas y los gestos. Nada menos humano que ese joven juzgado, comentado, mirado, inspeccionado desde los cuatro ángulos de la sala. Era el pretendiente a marido en cuerpo presente. No se pertenecía. Disponían de su persona y de su actitud. Si un consejo podía pedir su complejo de inferioridad, era el de levantar los ojos al retrato amplificado al carbón que presidía el cónclave y a quien todos buscaban el parecido y la filiación en sus descendientes. Era de rigor que la niña se pareciera a uno de sus progenitores. Y era necesario que el novio se conmoviera ante este cadáver que presidía su felicidad. No podría sacarse el muerto de en medio sino el día aquel en que se casara y se llevara la prometida mujer a una casa virgen de recuerdos y desmemoriada.
Hoy día los novios hablan desenvueltamente de sus programas. Es decir, de las oportunidades que la época, más liberal, les ofrece para construir, mano sobre mano, la arquitectura espiritual de su hogar. Salen los jóvenes con las niñas de paseo. Ya no hay tías solteras, ni mucamas que las acompañen. Van al cinematógrafo. Vuelven a casa después del copetín. Se embarcan en yacht con varios amigos y amigas. Se bañan y pasan el día, al sol, junto a la piscina del club, que ofrece, a la tarde, un baile en que no se ven personas mayores. Los novios van solos a los conciertos. Se pasean por los parques y por las calles, sin empacho ni temor. No hay mal en todo esto.  Pero antes –cuando los muchachos no usaban gomina– no era así. Ese señor de las ampliaciones fotográficas a la carbonilla, que presidía las visitas de los novios, tenía ideas cejijuntas sobre “lo que era conveniente” y “lo que no era conveniente”. El novio era colocado en una silla que no podía separar de la pared, y en plena luz. Ni escamoteos, ni prestidigitación. La niña, a pocos pasos suyos. Una hermanita en el piano, mirando con un ojo la partitura y tocando sin cesar los valses analfabetos de Strabon, y, de cuando en cuando, la novia, después de hacerse rogar, tocaba, a su turno, el “Ave María” de Gounod o “La prière d’une vierge”. La mamá estaba sentada en el sofá, tejiendo, cosiendo, sin coser ni tejer, y mirando disimuladamente el juego de pies de los novios, como en las pedanas del box se observa el cambio de guardia de los peleadores. La hermana menor salía y entraba de la habitación, y la hermana mayor, la Cenicienta, la fea, la que no había de casarse, suspiraba fuerte o sollozaba en la antesala. No habiendo madre a mano, había siempre una tía soltera que se había quedado para vestir santos, y que, cuando observaba que los novios bajaban la voz, irrumpía diciendo:
–¡Niños!... ¡Niños!... Hablar más alto, que no oigo…
Así era la inquisición en 1900.  Yo sufría y protestaba contra la intolerancia de la sociedad, en el nombre sacrosanto de la especie. Y siempre hallé solidaridad en mi novia.  Era la única que me entendía, entre muebles y seres extraños y los retratos a la carbonilla. Una vez imaginé, de acuerdo con mi novia, desvanecerme, para que ella pudiera acercarse y tomarnos las manos, preguntándome contrita: “¿Qué le pasa, Lascano?”… La tía, mucho más entendida en desmayos, corrió en busca de un cuarto de litro de agua de azahar, y, entretanto, enfermo y enfermera nos decíamos palabras dulces, mirándonos en los ojos. Hicimos algo más grave. Mi novia escondía el frasco del agua de azahar, para que la tía demorase en hallarlo, hasta el día en que encontré la sala vacía, las fundas puestas, y entró el padre de mi novia con varios libros de medicina anotados, y me los leyó pausadamente, explicándome así la necesidad de que me alejara de la niña. Porque todos los síntomas de mis pérdidas de conocimiento coincidían con los síntomas de la histeria, y él consideraba que, dada mi mala salud y la enfermedad congénita que arrastraba, no volvería más a la casa, ni consentía en el desgraciado matrimonio de su hija con un epiléptico…