martes, 19 de febrero de 2013

Paul Celan, el tango y los nazis. Anticipo de "El filósofo envenenado", volumen de ensayos de Marcelo Abadi


El tango de la muerte





El veinte de enero de 1942, siguiendo instrucciones de Goering, y sin duda órdenes de Hitler, los más encumbrados jerarcas nazis se juntaron en una mansión de las SS ubicada en un suburbio berlinés, junto al lago Wansee. Entre ellos estaba Heydrich, y también Eichmann, nuestro futuro huésped. En esa siniestra reunión se acordó la “solución final” del problema judío. Ese eufemismo significaba el exterminio de todos los judíos de Europa, unos once millones, según se calculaba. De una fase que admitía crueldades individuales se pasaba a una escala industrial, una matanza que requería una sistematización rigurosa, transporte de grandes poblaciones, provisiones de un gas adecuadamente mortal como el Zyklon-B que aportarán algunas empresas francesas, crematorios eficaces y personal capaz, una parte del cual, es cierto, fue constituido por aquellos que a su vez pronto serían víctimas.1 
Atrás quedaba el amateurismo. En el campo de Janowska, no lejos de Czernowitz, donde había nacido el poeta Paul Celan, un comandante llamado Gustav Willhaus se dedicaba con entusiasmo al “tiro al judío”, que también gustaba practicar su esposa y pronto su hijita de nueve años a la cual los SS complacían aportándole chicas judías de a cuatro; la rubiecita les disparaba y en seguida pedía “otra vez, papá, otra vez”. Willhaus aun celebró, el 20 de abril de 1943, los cincuenta y cuatro años del Führer asesinando personalmente a cincuenta y cuatro prisioneros.
Todos esos crímenes individuales resultaron pronto en-marcados en un plan de proporciones nunca imaginadas. Varios campos de trabajo se convirtieron a partir de Wansee en campos de exterminio directo, prescindiendo de la previa extenuación por el trabajo. De uno de esos establecimientos había logrado salir el poeta rumano judío Paul Antschel, que luego se llamaría Paul Ancel y después Paul Celan y compondría el más célebre, el más estremecedor poema sobre la Shoá. Sus parientes habían sido deportados antes que él. Su padre, el sionista de la familia, el propulsor del uso del hebreo, murió de tifus, en un campo del Este; su madre, exhausta, fue asesinada, su madre querida que adoraba el alemán y se lo había hecho valorar tanto.
Ese famoso poema de Paul Celan apareció en traducción rumana con el título de “Tangoul mortii” (Tango de la muerte), antes de aparecer en el original alemán bajo el título de “Todesfuge” (Fuga de muerte).
¿Por qué el nombre “Tango de la muerte”? Hubo en la Argentina por lo menos dos tangos con ese título, uno de Mackinstosh y otro de Novión. A ninguno de ellos se refería Celan. El tango de la muerte de los campos nazis fue el que en realidad se llamó “Plegaria” y con tal título lo cantaron intérpretes como Carlos Gardel y Libertad Lamarque, pese a ser, según los críticos, una composición mediocre, entre cursi y necrofílica.
Su historia es la siguiente: aprovechando el auge del tango en Europa durante los ’30, un violinista argentino lla-mado Eduardo Bianco se fue a París, formó una orquesta con Bachicha, la Bianco-Bachicha, y luego otra por su sola cuenta. Años quedó en Europa. Tocó en Francia, en España, donde dedicó una composición al rey Alfonso XIII, tocó en Italia, donde dedicó otra o quizás la misma al Duce, tocó en Rusia, en Oriente Medio y en Alemania. En Berlín, en 1941, “Plegaria” fue ejecutado por la orquesta de Bianco ante Hitler y Goebbels, en oportunidad de un asado que ofreció el agregado cultural argentino. Hitler y Goebbels, en su ansia por desplazar al foxtrot, los souls y los blues, toda esa basura decadente de negros y judíos, estaban felices de encontrar el tango. En la esfera de la música culta, bien se sabe que la dodecafónica fue condenada y que la grandiosidad de Wagner gozó del máximo favor, pero en lo popular, y junto a las viejas canciones alemanas, se supuso que era ventajoso imponer nuevos y aún poco difundidos ritmos.
Bianco era nazionalista de alma y acaso de profesión. Simpatizó con las dictaduras del Eje, aparentemente haciendo para ellas algunos trabajos de “inteligencia”. Se cuenta que en las reuniones de músicos argentinos, Enrique Cadícamo advertía: “guarda con Bianco, que informa a la Gestapo”.
Pues bien, los testimonios de unos pocos sobrevivientes de los campos y, para más pruebas, un folleto encontrado en los archivos del Ejército Rojo, indican que en Lublin-Majdanek y en Janowska los comandantes hacían formar pequeñas orquestas de judíos y les ordenaban tocar música mientras otros prisioneros marchaban a las cámaras de gas o eran ejecutados junto a las fosas que ellos mismos habían cavado. Esa música, se especifica, era un tango llamado “Plegaria”.
Por el poema de Celan se entiende cómo el arte alemán, sus rubias Margaritas, el “Deutsches Requiem” de Brahms, “Der Tod und das Mädchen” de Schubert, hasta la “Lorelei” de Heine pudieron contribuir a configurar una cultura de muerte.
En el año 2011, en el Collège de France, John E. Jackson dio cuatro conferencias sobre Celan, que se pueden escuchar por Internet. Jackson destaca en el fondo del carácter de la cultura alemana impuesta por el nacionalsocialismo dos predominancias que se mezclan peligrosamente: un sentimentalismo (diría que próximo a la sensiblería) y una crueldad siniestra. Fueron pocos los hombres que resistieron a esa constelación, muy pocos.
Ahora bien, en nuestras latitudes, ¿no cultivamos con el tango alguna mezcla de sentimentalismo y crueldad? Ahí está el enamorado que descubriendo que se lo engaña comete el previsible doble crimen y lleva las pruebas de su proeza en la maleta: “las trenzas de mi china y el corazón de él”. Ahí el otro, que mata a la amada y al mejor amigo y que exclama: “¡qué cuadro, compañero!” ¿Y no celebramos en la literatura a los compadritos y las hazañas del facón? Y cuando la juventud maravillosa se inspiraba en las monto-neras o anunciaba que el poder reside en la punta de los fusiles, mientras un siniestro mundo de adultos proclamaba que las fuerzas armadas eran la reserva moral de la Nación, y los capellanes bendecían las armas que aniquilarían “el accionar de la subversión”, ¿no se adivinaba la matanza inminente? ¿Cuando Menéndez se mofaba del principito y los más grandes folcloristas volvían de sus exilios para convocar a la recuperación de la “hermanita perdida”, ¿no intuíamos que iban a morir centenares de muchachos más por esa hermanita? Y ahora, cuando la televisión repite entre noticias de crímenes contra nenas suburbanas, muchachos que salen de los bailes, supermercadistas chinos o nativos, que la Argentina es “un país con buena gente”, ¿olvidamos que ya nos presentamos como derechos y humanos?, ¿no tememos la autocomplacencia?
Hay que cuidar el lenguaje, no se puede hacer cualquier cosa con él. Hay que impedir que moldee una cultura culpable. Si unos intelectuales (de veras o de fantasía) se agrupan en cartas abiertas o plataformas cerradas, si otros revisan la historia para confirmar ideas preconcebidas (afortunadamente sin revalorizar aun la mazorca), ¿no son infieles a los principios del pensamiento articulado?
Una frase que se repite en “Todesfuge” dice “Der Tod ist ein Meister aus Deutschland” (“La muerte es un maestro proveniente de Alemania”). En alemán, Meister significa al mismo tiempo amo y maestro, maestro de orquesta, por ejemplo. El Meister había tocado su música de infierno, el amo destrozaba los cuerpos de opositores políticos, judíos, gitanos, homosexuales y enfermos.
Al finalizar la guerra, cualquier escritor alemán de buena fe se encontraba con un montón de palabras envilecidas. ¿Qué hacer con todas esas mentiras, con ese lenguaje en el cual se había ordenado la muerte de millones? El alemán de los campos había sido una sucesión de ladridos; las bellas palabras compuestas del idioma eran como excrecencias, ajenas a cualquier sintaxis. Theodor Adorno dictaminó famosamente que después de Auschwitz no podía haber poesía. Celan, mal que bien, instalado en París desde 1948, siguió componiendo sus poemas y en 1960 fue distinguido en Alemania con el premio Büchner. En su discurso de agradecimiento aludió al encuentro frustrado que había planeado con Theodor Adorno en Sils Maria, ahí donde Nietzsche tuvo la iluminación del eterno retorno. Celan pensaba que el alemán, el alemán suave que le enseñara su madre asesinada, había sobrevivido. Podía ser reencontrado: se tenía que atravesar el espanto, penetrar en los bosques más oscuros, tomar los senderos más escarpados, hasta recuperarlo enteramente, arrepentido y hermoso.
Acaso fue esa la intención que lo llevó a visitar a Hei-degger en su cabaña de Todtnauberg, en busca de una palabra de arrepentimiento del filósofo por su pasado compromiso nazi. Como lo lamentó en unos versos, Celan no recibió esas palabras. Poco después se tiró al Sena, desde el puente Mirabeau.





1 Daniel Rafecas en Historia de la solución final, Buenos Aires: Siglo XXI, 2012, relativiza la importancia de esa conferencia o, mejor dicho, el carácter de hito fundamental que se le aribuye.