domingo, 31 de julio de 2016

Roberto Arlt: El ciego presenta su cuenta (Anticipo del próximo volumen de cuentos inéditos, "El bandido en el bosque de ladrillo")




El ciego presenta su cuenta

por Roberto Arlt



¡El doctor de Andrea había desaparecido!
Pero si nuestro asombro fue grande, más aún lo fue cuando el doctor Verni insinuó:
–Yo creo que el doctor de Andrea se ha ido a pedir limosna.
El doctor Verni era ayudante del doctor de Andrea. Nos quedamos mirándole, como si se hubiera enloquecido, y Verni, comprendiendo que sus palabras requerían una explicación, dijo:
–Sí, claro, resulta un poco extraña la determinación del doctor de Andrea en irse a pedir limosna en el estado en que se encuentra…
–¡Diablos si resulta extraña!
–Pero en cierto modo su actitud se justifica…
–¿Que la actitud del doctor de Andrea se justifica?
–Si ustedes se molestan en escucharme…


Historia del doctor de Andrea y del limosnero ciego

El doctor Verni prosiguió:
–Quiero dejar constancia que el doctor de Andrea y yo no estábamos investigando en el laboratorio ninguna substancia misteriosa, ni haciendo tampoco trabajos de investigación extraordinarios. Indudablemente, la gente que ignora la ciencia de la química no sabe que la dosificación del silicio y el azufre en el hierro se establece por un procedimiento tan sencillo, que hasta una criatura de pecho puede aprenderlo en pocos minutos. Se inicia el trabajo de análisis del hierro disolviendo algunas virutas de metal. Se recogen las limaduras y se echan en un tubo de ensayo con el ácido nítrico. Esta mezcla se calienta en un soplete de gas. Insisto: el procedimiento es sencillo e inofensivo.
”Yo estaba en la otra punta de una mesa de mármol, examinando la resistencia quemada de un crisol eléctrico, y el doctor de Andrea, de pie junto al pico de gas encendido, examinaba el proceso de disolución de algunos gramos de hierro en ácido nítrico hirviendo. El doctor de Andrea, para observar la marcha de la operación, había levantado el tubo de ensayo hasta sus ojos y seguía la ebullición del aceitoso líquido rojo.
”Súbitamente, el tubo de vidrio estalló como un petardo. El ácido nítrico, hirviendo, rebotó en los ojos del profesor de Andrea. El doctor de Andrea echó a correr, enloquecido, por el laboratorio, tropezó con un armario y cayó al suelo profiriendo gritos terribles.
”Terminaba de quedar ciego.
”Algunos minutos después, en un automóvil le condujimos al hospital más próximo. Allí quedó internado. Algunos días después, cuando su desgracia era irreparable, camaradas se entrevistaron con el ministro de Instrucción Pública y obtuvieron para el profesor de Andrea algunas cátedras que le permitirían, cuando estuviera completamente curado, desempeñar el cargo de profesor de química elemental en las escuelas secundarias.
”Recuerdo que cuando visité al doctor de Andrea en el sanatorio donde le curaban, le encontré reposando en un sillón, con el rostro totalmente vendado. Esperaba encontrarme con un hombre desesperado, porque quedarse ciego a los treinta años es una desgracia terrible, pero el doctor de Andrea, a pesar de estar completamente ciego, se mantenía perfectamente sereno.
”Ustedes comprenderán que quedarse ciego a los treinta años y no manifestarse afligido en ningún momento es una prueba de carácter para asombrar al más flemático. Cuando en cierto modo, involuntariamente, le hice notar al doctor de Andrea que su frialdad resultaba una maravillosa prueba de estoicismo, el ciego me respondió:
”–Hace mucho tiempo que estoy preparado. Y el otro día me llegó el momento de pagarle la cuenta al ciego.
”Le respondí:
”–Querido amigo: usted perdonará, pero no he entendido una sola palabra de lo que ha dicho. ¿Qué significa eso de pagarle su cuenta al ciego?
”El doctor de Andrea encendió un cigarrillo y dijo, como si hablara más consigo mismo que con otro:
”–Sí. Yo estaba secretamente preparado para pagar mi cuenta. ¡Vaya si lo estaba! –Volviéndose a mí, y estirando su brazo hasta encontrar mi hombro, continuó:– Voy a contarle una historia extraordinaria, Verni. Para mí ha dejado de serlo. Otro hombre ensayaría un principio de filosofía misteriosa en torno del asunto. Yo me limitaré a contarle un suceso del cual fui activo participante cuando tenía diez años de edad.
”En esa época, mi familia vivía en una casa situada frente a un mercado. No precisamente frente mismo a la puerta de entrada del mercado, sino a algunos metros de distancia. La ventana de mi cuarto estaba abierta sobre la vereda del mercado. Este cuarto era una estrecha salita con una cama adosada al muro, un ropero enfrente y un pupitre desvencijado junto a la misma ventana. Allí estudiaba yo. Muchas veces interrumpía mis lecciones para distraerme mirando a las mujeres que “iban a la compra”. Las seguía con mirada curiosa, ignorante de su auténtico destino.
”Un buen día descubrí que frente mismo a mi ventana, en la acera que correspondía a la entrada del mercado, se había instalado un ciego para pedir limosna. Este ciego pequeñito se adornaba con unos tremendos bigotes grises y gafas negras. Cuando movía la cabeza parecía un perro amaestrado. Calzaba zapatos gruesos y tenía los pantalones arrollados sobre la caña de sus botinazos. Con una mano ofrecía una pantalla formada con estampas de santos y colgando del otro brazo mostraba algunos rosarios. Los días de viento los rosarios entrechocaban.
”Un día me descubrí observándolo al mendigo.
”En cuanto el ciego escuchaba los pasos de una persona que se aproximaba, estiraba el brazo en el aire y movía la cabeza con el mismo movimiento de un perro que se mantiene en equilibrio sobre dos patas. Sin buscarle explicación a mi curiosidad, su conducta espoloneaba de continuo mi atención. De esta manera descubrí singularidades de la profesión de mendigo. Estas singularidades consistían:
”Las mujeres nunca dan limosna “cuando van a la compra”. En cambio, sí hacen caridad cuando ya se han deshecho de su preocupación.
”Recuerdo que me quedaba ratos larguísimos sentado tras de la ventana espiando las actividades del ciego. Acabé por interesarme en sus negocios y llegué a conclusiones asombrosas. ¡Había mañanas en que el ciego no recogía ni treinta centavos de limosna!
”Para hacer esta comprobación me puse a contar las mujeres que pasaban sin darle limosna, y una vez llegué a contar hasta cuatrocientas treinta y dos mujeres que pasaron junto a él sin abrir su cartera. La mujer número cuatrocientos treinta y tres le dio una limosna. Pero esta cifra era excepcional. Término medio, una persona de cada setenta que pasaban le dejaba su moneda al ciego. De hecho, ninguna mujer abría su cartera cuando iba hacia el mercado. Entonces pasaban de largo, rápidamente, sin mirarlo al pedigüeño. En cambio, cuando habían “hecho su compra”, las mujeres se retiraban del mercado a paso lento. Algunas, al divisar al mendigo, comenzaban a entreabrir la cartera y a mirar adentro de ella.
”Observé que la mayoría de las mujeres que le daban la limosna al ciego no se llevaban la estampita. Tampoco, durante el tiempo que el pobre hombre estuvo frente a mi habitación, ninguna mujer le compró un rosario. Frecuentemente, las mujeres jóvenes eran más piadosas que las ancianas, y yo secretamente me decía que todas las mujeres de edad debían ser sumamente duras de corazón. La naturaleza de estos pensamientos no significa que yo fuera un niño sentimental ni afectivo. Por el contrario. Era un chiquillo de sensibilidad tardía y mirada fría, interesado exclusivamente en la ciencia de las cosas. El ciego, personalmente, desde el punto de vista afectivo, no me interesaba un ardite. En cambio, la ciencia de las cosas me apasionaba hasta la locura. A este propósito, recuerdo que en nuestra casa, a las espaldas, había un extenso fondo rodeado de tapias bajas, desde las que se distinguían las copas de los árboles frutales plantados en los fondos de las otras casas. Al llegar la primavera, estos árboles eran rabiosamente atacados por las hormigas. Para combatir a las hormigas mi padre trajo un tarro de cianuro de potasio, y después de darle instrucciones a mi madre de cómo utilizar el cianuro, le entregó el veneno.
”Yo observé atentamente a mi madre, y de qué modo se higienizaba después de depositar el veneno al pie del árbol. Los comentarios que escuché sobre la potencialidad del tóxico inflamaron mi curiosidad y resolví hacer lo que yo llamaba “un experimento”. Frecuentemente hacía “experimentos”, con la desesperación de mi madre. Ese mes resolví utilizar a dos animales en la experiencia.
”En nuestra casa había un perro negro y un gato pelirrojo. El perro me era relativamente simpático; el gato, por ser pelirrojo, desde el primer día me inspiró una antipatía violenta. No sé a quién había oído decir que los gatos rojos traen desgracia, y desde aquel día no sólo los gatos pelirrojos, sino también las mujeres pelirrojas me produjeron una aversión extraña. No sé por qué se me ocurría que las mujeres de cabello rojo eran capaces de maldades inverosímiles.
”De modo que habiendo resuelto efectuar un experimento, decidí convertir el gato en mi sujeto de experiencias, y en un descuido de mi madre, me apoderé del tarro de veneno, extraje como diez gramos de cianuro, busqué un pedazo de hígado, lo perforé y en su interior deposité algunos gramos de cianuro. Luego comencé:
”–Micho, micho…
”Acudió el gato con talante desconfiado y la cola hecha un arco, y yo le arrojé el pedazo de hígado, pero el maldito animal no hizo nada más que olfatear el hígado y apartarse corriendo. Recuerdo que toda la mañana el pelirrojo permaneció agazapado en una tapia, vigilándome con sus ojos amarillos. Llamé entonces al perro y éste repitió, con la misma exactitud, la pantomima del gato; con la diferencia que me dirigió una mirada lastimera, escabulló la cola entre las piernas y se alejó acechándome lastimeramente de reojo.
”¡Indudablemente, la ciencia de las cosas era mucho más difícil de adquirir de lo que yo suponía!
”Fue entonces cuando se me ocurrió experimentar el cianuro sobre el ciego. Este era un vagabundo, no tenía familia y, por consiguiente, cualquiera podía matarle.
”Se me ocurrió muy naturalmente la idea, y yo ni por un momento recapacité que lo que se me ocurría era lisa y llanamente un crimen. A mí no me interesaba en absoluto la vida del ciego. Lo que me interesaba era saber “cómo actuaba el cianuro en un cuerpo de hombre y qué hacía un hombre cuando había ingerido cianuro”. Nada más. Estrictamente era ése mi problema y nada más. Sin concretarlo con claridad científica, el ciego era mi conejillo de la India.
”Recuerdo que estuve muy contento cuando se me ocurrió la idea, y acudí a la ventana a observarlo. Pero aquel día el mendigo no estaba en la vereda. Por cierto que no todos los días el ciego acudía a aquel mercado. Esta ausencia me hizo suponer que el ciego iba cada día de la semana a la vereda de un distinto mercado a pedigüeñar.
”Me di a pensar que la única manera como podía suministrarle cianuro al ciego era introduciendo el veneno entre las rajas de un sandwich. Impacientemente aguardé varios días y un lunes por la mañana, cuando me desperté, allí, en la vereda, con su facha de perro amaestrado y su sombrero agujereado, mendigaba el ciego con las estampitas extendidas hacia los transeúntes.
”Casualmente, mi madre aquella mañana había salido. Fui a la cocina; habían quedado unas rajas de jamón de la noche anterior; corté un pedazo de pan, introduje algunas tajadas, y echando como un gramo de cianuro en una raja de jamón y empaquetándolo con ella, de modo que no se derramara (lo que es facilísimo hacer con el jamón, por ser tan flexible como el mismo papel), preparé un magnífico sandwich. Me lo eché al bolsillo y salí a la calle. Hacía un frío terrible; el viento soplaba endemoniadamente; por momentos acompañado de llovizna, de manera que la gente pasaba precipitadamente, emboscada en sus paraguas y capotes. Sin ninguna emoción, ¡oh, qué claro lo recuerdo!, me acerqué al ciego y le dije:
”–Mi mamita le manda este sandwich.
”–Dios y la santísima Virgen…
”Yo, instintivamente, seguí caminando hacia la esquina, sin volver la cabeza; por si alguien me había visto, di vuelta a la cuadra, volví sobre mis pasos y entré rápidamente en mi habitación; abrí un libro sobre mi pupitre, y tras la ventana, haciendo como que estudiaba, me quedé vigilando al ciego.
”Este continuaba pidiendo limosna con sus estampas extendidas. En el bolsillo de su gabán se veía el bulto que hacía el sandwich. Yo trataba de estudiar mi lección de cómo se forma el rayo en las nubes y mentalmente me comparaba a otros niños que cuando mayores se hicieron famosos, pero que desde temprana edad se habían manifestado por singularidades extraordinarias. Nadie, ni Franklin, ni Napoleón, ni Newton, para comprobar los efectos de un producto químico, se lo habían suministrado a un ciego. Evidentemente, yo sería un grande hombre. Al mismo tiempo pensaba si los animales no captaban el pensamiento humano, recordando la fuga del gato y del perro frente a la carne envenenada.
”Entretanto, el ciego en la vereda continuaba pedigüeñando. Yo, tras los visillos de la ventana, lo espiaba. Se notaba que debía tener frío, porque de tanto en tanto golpeaba el suelo con sus zapatos de buzo o de minero; finalmente, pareció acordarse de que tenía hambre, porque echó la mano al bolsillo y sacó el sandwich.
”¡Entonces sí que yo me alegré y abrí los ojos como platos y estiré el cuello! Y comencé a vigilarlo al ciego con tremenda curiosidad. Este, que debía ser un pobre pulcro y minucioso, abrió el sandwich, olió su interior, volvió a cerrarlo, satisfecho, y le dio un mordisco al pan. Era tierno el pan y fresco el jamón, y era cosa de ver cómo el ciego comía el pan de mi caridad a grandes mordiscos, tan rápidamente, que después pensé que el ciego no masticaba casi los alimentos que ingería.
”Terminó de comer el sandwich y continuó de pie como si tal. Se le veía relamerse; luego se pasó la manga del gabán por la boca, a modo de servilleta, y recibió la moneda que una señora gorda le dio; dejó caer las estampas al suelo, estiró los brazos en el espacio buscando apoyo y se desplomó al suelo. Algunas mujeres que salían del mercado acudieron a él, así como los carniceros y verduleros; yo también salí a la calle a engrosar alegremente el número de curiosos que circundaban al ciego, que tendido en el suelo respiraba aún. Un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Algunos hombres empezaron a llamar auxilio, metiéndose las manos dentro de la boca y silbando como desesperados. Un cuarto de hora después llegó un vigilante, y cuando el ciego estuvo bien muerto, llegó la Asistencia Pública y le cargaron. Y al día siguiente dijo mi madre, a la hora del almuerzo, hojeando el diario:
”–¿Leíste que el ciego que pedía limosna aquí enfrente murió ayer de un síncope cardíaco?
”Yo me acerqué por la espalda de mi madre y leí el título: “Muere un viejo de un síncope”.
”Yo sabía que el ciego no había muerto de un síncope. Yo sabía ahora cómo moría una persona que ingiere cianuro.
”Pasó algún tiempo, y un día me asombré. No hacía nada más que pensar en el ciego.
”Cuando cumplí quince años de edad, pensaba en el ciego con tanta intensidad como a los doce; a los veinte años recordaba al ciego con la misma nitidez con que le vi el primer día: moviendo la cabeza como un perro amaestrado. Para expresarme con propiedad, diré que no pensaba en el ciego. Le veía. Le veía sin penas ni remordimientos, ni temores. Situado en mi vida con trágica naturalidad. Muchas veces me expliqué científicamente a mí mismo el origen de esta presencia-alucinación, pero la explicación no disolvió nunca su constante fantasma.
”De manera que cuando me encontré, una noche, aquí, en el sanatorio, vendado completamente y escuché las palabras de los médicos que me querían engañar con falsas palabras, comprendí inmediatamente que estaba ciego como el otro ciego. Comprendí que el otro ciego me había presentado su cuenta y que yo la había pagado.”

––––––

Terminó el doctor Verni su relato, y mirándonos nos dijo:
–¿Se dan cuenta ahora ustedes por qué yo creo que el doctor de Andrea se ha echado a la calle a pedir limosna?