Martín Sanguinetti
Los Echeverri
(novela)
Prólogo de Marcelo Birmajer
ISBN 978-987-554-225-9
272 pp.
I
Que quede bien establecido que la voluble actividad de la ética empieza cuando uno tiene la panza vacía o el corazón amargado. Difícilmente el saciado se siente a pensar en la maldad, y las más de las veces es la acre envidia la musa que atrapa al moralista en su confusa madeja de preceptos. De todos modos, ni uno ni otro eran el caso de Juan Echeverri. Para empezar, porque no se contaba el hambre en su holgado patrimonio y, para terminar, porque también carecía de envidia, y a esta carencia abonaban más de un argumento. Digamos, dos. Por un lado, el innato abundante patrimonio del que ya hablamos, le impedía los fines de semana mirar más allá de los altos cercos que coronaban su casa, y los días laborables, levantar la vista más allá de sus livianas preocupaciones por la conveniente gestión de su dinero. Por el otro, el haber nacido hijo único de padres longevos, hecho que le había evitado sufrir las aflicciones fraternales y suponer así, en los extraños, eventuales enemigos, en ese tiempo en que se cincelan en el hombre carácter y convicciones, rasgos e ideas.
Pero una mañana del mes de septiembre de 1997, mientras paseaba su mirada –que a fe cierta debía ser lánguida y descansada en esos momentos o al menos así lo imagino– por el generoso parque que rodeaba su casa, un evento vendría a cambiar para siempre su notable ingenuidad o más bien su manifiesta ajenidad en materia de moral. Viene a cuento establecer que Juan Echeverri, además de haber sabido mantener y aumentar la herencia de sus padres, prodigó el vientre de su mujer con cinco embarazos separados a intervalos de un año y medio, meses más, días menos, que dieron como resultado idéntica cantidad de hijos e hijas. La mayor de las tres mujeres contaba para ese septiembre de 1997, más precisamente el día 27, con veinticinco años. Sería conveniente al lector retener esta fecha, para comprender el curso de los acontecimientos y evitarme iteraciones molestas. Camila, Susana, Juan Esteban, Rafael y Candelaria eran los rótulos filiales. Y si bien ninguno de sus hijos e hijas participó en el encuentro que daría un giro en la vida de Juan padre, sí serían partícipes de sus derivaciones y consecuencias.
II
La que quedará fuera, tanto del suceso mentado como de sus efectos posteriores, será María Emilia, mujer legítima de Juan padre, y madre de la prole. Una temprana dolencia del alma, llámesela si se quiere locura, apareció de manera incipiente después del embarazo de Rafael, y se afincó definitivamente en su mente apenas nacida Candelaria. Juan había asumido la dolencia de su mujer como quien sufre una baja profunda en los títulos que tiene colocados en la bolsa.
Era consciente de la diferencia entre la baja bursátil –en la que todo efecto descendente, tiene, a la larga o a la corta, su efecto contrario ascendente– y la locura –la cual solo parece ir escaleras abajo–, pero esa diferencia en su burda analogía no lo desanimaba, y todos los últimos domingos del mes hacía traer a su declinante esposa de la clínica psiquiátrica a la casa quinta, para que participase en un almuerzo familiar. La presencia de María Emilia en el entorno hogareño hacía azarosa la buena marcha del almuerzo, y últimamente habían tenido que contratar un enfermero que estuviera a disposición ese domingo de visita. Aun así, Juan observaba como un precepto invulnerable el de la continuidad del ritual de fin de mes.
III
Pero ese día 27, mientras paseaba su sosegada mirada por el césped y la detenía en forma morosa y ocasional en los detalles de las flores, sus diversos colores y formas, sonó el timbre de la casa. Que en la quinta sonara el timbre ya de por sí era inusual y hasta se podría decir, sorprendente; tan poco frecuentada solía estar de vida social. Pero mucho mayor fue la sorpresa cuando se apersonó, secundada por la empleada, una señora que podía dar el rango de edad muy cercano al suyo, bien vestida y mejor olida, y estrechó la mano de Juan –la hasta ese momento lánguida mano– con un gesto de familiaridad consumada. Luego la señora –que no había mencionado su nombre, ni menos aún su apellido– hizo un gesto claro, que acompañó con unas palabras no tan claras, manifestando su interés en hablar en privado. Juan indicó a la empleada que se retirara y, nuevamente impulsado por otro gesto contundente de la visita, no homologado por su boca, cerró la puerta mientras la otra hacía mutis.
El hecho que más había sorprendido a Juan –y que preanunciaba tácitamente el contenido de la conversación que vendría– no era la irrupción de la visita importuna: era el notable parecido físico que la visitante tenía con el susodicho Echeverri. Las cejas arqueadas, de un extraño rubio lavado, los ojos un tanto saltones, los labios flojos y húmedos, las patas de tero, con las rodillas volcadas hacia adentro, y los hombros tirados hacia atrás, como quien portara una panza voluminosa, aunque esta en realidad brillara por su ausencia. Todos los rasgos, si bien se miraba, daban nota de mostrar enfrentados a dos hermanos gemelos, donde las diferencias –el género, el atuendo, los afeites, el largo del pelo– aparecieran como meras impostaciones. Conste entonces que el hecho de que la visitante fuera “la”, y no “el”, no hacía menos manifiesta la calidad de copia auténtica, intercambiable, que tenían ambos personajes.
A puertas cerradas, la conversación versó hasta cierto punto sobre lo que tenía que versar; es decir, que el manifiesto parecido, la sensación de natural identidad de ambos rostros, cuerpos y gestos, se debía atribuir a un vínculo fraterno: que además de haber nacido del mismo vientre, y a partir de la misma simiente, habían nacido en el mismo momento o tal vez separados en algunos minutos. Ídem, que, si se trataba de gemelos o mellizos, según deslizó la señora, no lo podía afirmar o negar, sin análisis que constatara el hecho; pero que alguno, de esos dos vínculos los tenían, eso sí, podría afirmarlo sin atisbo de duda.
Quedó claro para Juan que Juana estaba un poco falta de conocimientos acerca de las reglas de la genética, pero no juzgó útil esclarecer esa ignorancia. Tampoco juzgó útil que se le vinieran en aquel momento todas las leyes de Mendel a la cabeza y las pudiera recitar como si estuviera sentado en el banco de una clase de secundaria. Pero, al parecer, su mente no estaba asistiendo a criterios de utilidad en aquel trance que se le había sobrepuesto tan brutalmente. Se preguntaba el susodicho por qué no le venían a la mente recuerdos que le sirvieran para lidiar con la situación. Por qué estaban ahora en su cabeza las leyes de Mendel y, en cambio, nada recordaba del momento de su nacimiento, que tan útil le habría sido para afrontar esta visita. Sin embargo y a la postre, quedó claro para Juan que no resultaba útil acudir a las reglas de la genética: con la mera observación aparecía la evidencia manifiesta, ante la cual se podía obviar cualquier declaración o juramento, cualquier análisis científico.
Y bien se dice que la conversación versó hasta cierto punto sobre lo que tiene que versar, porque luego derivó en un derrotero tan inesperado para Juan Echeverri como para cualquier espectador que se ilusionara con un argumento más convencional. Concretamente Juana –así daba en llamarse la susodicha– comenzó explicando que amén de portar la calidad de mellizos o gemelos, sus vidas se habían separado apenas nacidos. Juan se había quedado con los padres biológicos, y Juana había pasado a formar parte de la familia de un primo hermano paterno, es decir, un tío segundo de ambos. Supo Juana de este incidente en su adolescencia, y poco se interesó en la cuestión. Tan poco era su interés, que jamás preguntó el motivo de la temprana separación de los hermanos. Suponía que el tío o la tía eran aquejados por impotencia –él– o esterilidad –él, ella, o ambos– y en un gesto de amor profundo que los primos debían prodigarse, ella –hablo de Juana– había sido otorgada a la pareja yerma.
Tan profundo debía ser el amor como el don, ya que debieron dejar de verse para siempre, con el fin de asegurarse que la dación –oculta tras papeles que daban fe de nacimientos separados y padres distintos– no fuera descubierta. De esta suposición sí que no podía dar juramento, ni mostraba interés en indagar la historia previa al encuentro. Por lo demás, a Juan, el asunto también lo tenía sin cuidado, al menos en este instante, que asemejaba todo él –al instante me refiero– un baño sorpresivo en agua helada. Tal vez un observador externo hubiera notado que Juan prestaba oídos al relato, como quien se ve obligado a sostener entre sus dedos una babosa escurridiza, o una rata viviente y enfurecida, desde el rabo.
Aparte de ese misterio –que, como dijera, ambos estaban dispuestos a no dilucidar–, mal podía quejarse Juana del amor dispensado y del dinero gastado en ella por sus tíos devenidos en progenitores. Antes bien, consideraba que todo ese amor tal vez no habría sido dado en idéntica medida por los padres biológicos –es decir, los padres atribuidos a Juan–, menos aun si hubiera tenido que competir por sus favores con un hermano nacido el mismo día. Así que la cuenta estaba saldada y bien saldada y no había rencores de parte de ella, por donde se mirase. Para colmo de bienes, se llamaba Juana, y también Echeverri, así que ni de la nominación de la estirpe debía estarse a lidiar por preces. Ahora bien, como se sabe, las motivaciones reales suelen venir laterales, aunque luzcan otras fingidas al frente, y las de Juana, claramente, estaban por aparecer de entre bastidores.
Que los tíos habían prodigado amor era un hecho, pero también lo era que no habían observado debidamente el cuidado del patrimonio, con la prolijidad y la prudencia de los padres biológicos, y de eso se desprendía que, idos sus criadores a mejor mundo, la llamada Juana debía trabajar a destajo para llegar a cerrar ciclos mensuales y anuales, sin mucha oportunidad de conseguir algún remanente por el que holgara en vacaciones. Avanzado este punto de la conversación, que se había tornado un tanto sinuosa, Juan podía visualizar cómo continuaría, así que, dejándose llevar por una ansiedad creciente, sacando de sí un coraje que jamás hubiera supuesto tener, intentando tirarse a atajar una pelota que aún no había comenzado a rodar, le espetó a boca de jarro, que si pretendía reclamar la mitad de la herencia debía hablar con sus abogados.
Aquí había incardinado una falsía, ya que él jamás había tenido abogados –ni en plural ni en singular se había entendido con leguleyos–. El único juicio que en su vida debió iniciar y jamás lo hizo, fue el sucesorio de sus padres, omisión que explicaba que todas las propiedades que cuidaba y atesoraba continuaran en cabeza de sus progenitores, como si estuvieran estos últimos hoy vivitos y coleando. Pero bien podemos asentar que a situaciones desusadas les corresponden reacciones desusadas, y el recurso a la mentira comenzaría en la vida de Juan a tener cierta prestancia.
La respuesta también volvió a desacomodar su brújula, ya que su hermana –podemos empezar a llamarla así– le contestó que, sobre el mentado interés en la mitad de la herencia, podía dar un sí o un no. Empecemos por el sí: argumentó que no dudaba que le vendrían bien tantos millones y que, por lo visto, jamás se le ha ido de la cabeza la posibilidad de hacer el reclamo. Pero, yendo por el no, manifestó tener intenciones más elevadas que las que se derivan del vil metal, intenciones que la desvelaban de noche y la abatían de día, y que sin duda no le permitirían descansar hasta concretarlas, Cualquiera sea la cifra que me espere en la cuenta, aun el cero, remató. Ahí mismo lanzó una propuesta que tenía por fin llegar –ella– a concretar aquellas elevadas intenciones, con la ayuda primordial e ineludible del hermano. Apenas terminada la conversación –que más bien se tornó en monólogo–, Juana deslizó una tarjeta con su domicilio y su teléfono, pues quería ser informada tanto sobre la aceptación concreta de la propuesta como sobre los posibles avances en la concreción del encargo, en caso de ser aceptado.
La inopinada reunión duró tal vez una hora, tal vez dos, y cuando salió la hermana, parecía a Juan que hubiera quedado el eco viviente, resonando en las paredes de la sala, en los estantes de la biblioteca. No dio nota de conmoción, ni ante empleados ni ante vástagos, pero más por ser de por sí falto de gestos, que por obra de esfuerzo y disimulo. Habíamos dejado establecido que la voluble actividad de la ética empieza cuando uno tiene la panza vacía o el corazón amargado; y a partir de ese entonces, Juan había pasado raudamente a la fila de los que portan un corazón amargado. Luego de hablar con la empleada más fiel dando instrucciones para suspender el almuerzo del día siguiente y de no ser molestado lo que restara de tiempo a aquel 27, se encerró en su biblioteca con las persianas bajas y las cortinas echadas y así se mantuvo hasta el otro día.
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