Pablo Albarello: Mi padre fue un destacado Hombre Bala
ISBN: 978-987-554-224-2
208 pp. [Cuentos]
Mi padre fue un destacado Hombre Bala
Tarde, quizás, logré comprender con cuánta
fuerza el ADN de un hombre, su razón de ser, su explicación en esta vida, están
determinados por su trabajo; y cómo, cuando ese trabajo responde a una
obsesión, se hace un deber ineludible apretar los puños, mirar hacia adelante y
seguir, hasta el último aliento. Obdulio Joaquín Carbonel, mi padre, fue un
destacado Hombre Bala, esa fue su obsesión, a ese arte curioso dedicó su vida y
hoy, con sesenta y cinco años, tal vez lo hayamos perdido en el aire para
siempre.
Para comenzar esta historia, tal vez se haga
necesario ilustrar al poco conocedor sobre las características de la disciplina
–los circos, en definitiva, ya hace tiempo que han dejado de ser lo que eran.
El Hombre Bala es aquel atleta que se introduce voluntariamente en el tubo de
un cañón, con una deflagración se dispara, surca el aire y aterriza sobre una
malla de contención, pileta de agua u otro tipo de superficie amigable, ubicada
a una distancia previamente estipulada.
“Bum bum” Carbonel –ese fue el nombre
artístico que adoptó mi padre– comenzó con su arte a temprana edad en el circo
de los hermanos Rosaspini, de la ciudad de Pergamino. Al principio –como se
acostumbraba en el rubro– de aprendiz: asistía a un Hombre Bala yugoeslavo, el
“Gran Burklev”; lo ayudaba a introducirse en el cañón, colocaba la carga de
pólvora, encendía la mecha y –algunas veces– lo iba a buscar con la camionetita
del circo hasta un monte de acacias próximo cuando los cálculos de vuelo
fallaban.
Un día de febrero del año ’63 en la vida de mi
padre se produjeron dos eventos decisivos: Rómulo Rosaspini, socio gerente del
circo, lo llamó a la oficina y convidándole un puro le extendió el codiciado
“carnet de vuelo”, documento a partir del cual el Hombre Bala ya está en
condiciones de ejecutar su primer disparo; por otro lado, conoció a Rosalía
Zapata, mi madre, costurera de la tienda de moda Sánchez y Sánchez, donde “Bum bum”
llevó inmediatamente a bordar la capa de raso rojo, la camiseta y los
calzoncillos largos al tono que utilizaría para el bautismo de fuego. Mi madre,
de diecisiete años, le bordó con
cuidadoso punto ciento setenta y dos estrellas plateadas; mi padre, de
diecinueve, le hizo prometer que iría a ver su número al circo y se enamoraron
al instante.
“Bum bum” Carbonel y mi madre se casaron al
poco tiempo y un año después nací yo. Se vivía la segunda mitad de la década
del ’60, años prósperos para el país y la época de oro del circo, sobre todo en
las ciudades y los pequeños poblados del interior bonaerense. Mi padre ganaba
buen dinero, con mi madre compraron a crédito una casita con un amplio terreno
de fondo en Pergamino. Los Hermanos Rosaspini, que habían comenzado con una
modesta carpa, dos payasos y un par de elefantes alquilados, en poco tiempo se
transformaron en empresarios poderosos, comenzaron a otorgar franquicias y el
Circo Rosaspini fue estableciéndose con gran impacto publicitario en cada población
con más de seis mil habitantes de la provincia.
Mi padre, que ya comenzaba a adquirir fama,
tuvo por entonces una iniciativa audaz: con la autorización de los hermanos y
tras cuidadosos cálculos de vuelo comenzó a dispararse de una carpa a la otra,
de modo que en el transcurso de una semana su número podía ser visto en
Lincoln, Baradero, Bahía Blanca, Azul, Necochea, Ranchos, Puán, Daireaux,
Junín, Pehuajó, para volver a iniciar la ronda a la semana siguiente.
Sus ingresos lógicamente se multiplicaron, lo
que trajo prosperidad a la familia. Recuerdo que yo apenas comenzaba el jardín
de infantes y mi padre ya me había comprado el Escalectric y la pista de autos de carrera, y cada verano íbamos a
veranear dos meses completos a Potrero de los Funes, San Luis. Pero cuanto más
trabajo y éxito artístico acumulaba “Bum bum” Carbonel, menos presente estaba
en el hogar y con mi madre comenzamos a sentir su falta.
La ceremonia elemental de compartir un
almuerzo en familia, durante meses comenzó a hacerse una práctica casi
irrealizable. Cuando se hacían las once de la mañana, todavía en paños menores,
mi padre daba un salto de la silla, dejaba un mate a medio tomar y corría al
cuarto matrimonial a ponerse el traje de estrellas, las botas y el casco. “Me
tengo que ir volando”, decía. Y, aunque niño, yo comprendía que no estaba
hablando en sentido metafórico, se iba volando en serio. Partía hacia el circo
para dispararse hacia alguno de sus múltiples destinos. Mi madre, entonces, lo
esperaba en la puerta con una porción de tarta, un pebete de matambre con
mayonesa, delicadamente envueltos y colocados en una lanchera, que él se
cruzada a la espalda, para abrirla y comer ya en el aire, a los apurones,
siempre frío.
Por aquellos días también se resintió nuestra
relación padre-hijo. Lo que unos meses antes había sido un trato cómplice y
afectuoso, comenzó a enrarecerse. Recuerdo con angustia mis infructuosas
corridas a la salida de la escuela: “Papi, te traje el boletín”, gritaba yo
agitando el documento escolar en la mano, pero el gran “Bum bum” ya se había
disparado, sobre la nube acre de la explosión veía surgir su estampa
imborrable, que se elevaba por sobre mi cabeza rumbo a la bóveda celeste,
mientras me miraba con una expresión abstraída, como en sintonía plena con la
inmensidad límbica, ya sin retorno.
Esa fue la traza de nuestra relación a partir
de allí, siempre de pasada, y yo paulatinamente comencé a odiar el circo,
porque era precisamente el circo el que me escamoteaba a mi padre. La psicóloga
a la que comenzó a llevarme mi madre insistía con que “Bum bum” Carbonel
técnicamente no era un padre “ausente”, sino “en tránsito”.
Así se mantuvo nuestra vida por ese tiempo,
hasta que en el año 1975 se produjo un accidente que puso las cosas patas para
arriba. El protagonista directo no fue mi padre sino Goliath, el enano que el
circo había incorporado como ayudante para el número del Hombre Bala. Un
viernes por la mañana mi padre amaneció con gripe, Remo Rosaspini decidió que
Goliath ya estaba lo suficientemente capacitado como para reemplazarlo mientras
durase la enfermedad, y entonces un error desencadenó la tragedia. Para un
hombre robusto de noventa y cinco kilos de peso y un metro noventa de estatura
como era en ese momento mi padre, la carga de pólvora necesaria para
catapultarlo al éter nunca podía ser la misma que para un enano, sin que esto
suene peyorativo para los liliputienses, que no se malinterprete. Pues nadie
reparó en el detalle. Con la carpa rebosante de público, llegado el número del
Hombre Bala, Goliath tomó posición dentro del cañón, se produjo la deflagración
y a la velocidad de una bala de mortero genuina, el infortunado hizo un boquete
en lo alto de la carpa y se perdió de vista al instante.
El cuerpo nunca fue encontrado, por la
orientación del cañón se especula que cayó para el lado del Paso Cristo
Redentor, Mendoza, pero en los hechos no se supo más de él. La viuda de Goliath
inició un juicio civil contra los Hermanos Rosaspini, se debió pagar una
indemnización millonaria, el circo quebró y sus franquicias se esfumaron
dejando a unas seiscientas familias en la calle.
Como dije anteriormente en mi casa llevábamos
un nivel de vida desahogado, pero mis padres nunca habían tomado la previsión
ahorrar y pronto comenzamos a sufrirlo. Mi madre volvió a los trabajos de
bordado para la antigua casa Sánchez y Sánchez y mi tío Delsio, el hermano de
mi padre, se ofreció a intermediar para conseguirle un puesto a sueldo fijo en
el municipio.
Corría el año ’77, se conmemoraba en Pergamino
el 120° aniversario del natalicio del Dr. Ademar Milanese, un reputado
intendente local, la Secretaría de Cultura había planeado entre otros fastos
mandar a hacer un busto recordatorio y colocarlo en el patio interno del
Palacio Municipal, pero la obra había resultado demasiado onerosa, los plazos
se acortaban y el Departamento de Contrataciones buscaba de urgencia a alguien
con alguna dote de actor para que cumpliera con la tarea.
Mi padre les cayó como anillo al dedo. Así,
Obdulio Joaquín Carbonel, de profesión Hombre Bala, comenzó a ponerse chaquet, pegarse bigotes de utilería,
colocarse dentro de un falso pedestal y, maquillado de blanco e intentando
moverse lo menos posible, de lunes a viernes y por un sueldo básico de auxiliar
primero, comenzó a hacer de busto del Intendente Ademar Milanese.
Una broma de mal gusto, podrá argüirse, ¿“Bum
bum” Carbonel, el as del aire, el elegido que por intermedio de su arte
consigue librarse de los lazos que lo atan a la condición terrestre para surcar
los cielos pampeanos como el bello sirirí o la gallareta, condenado a trabajar
de estatua en el patio de una oscura repartición pública? Pero todo es tan
voluble en este mundo, los argumentos más firmes se vuelven tan escurridizos
cuando deben pasar por el tamiz de la necesidad y del apremio inmediatos.
Comenzaron, entonces, las discusiones con mi
madre. Si bien nunca hablaban estando yo presente, percibía la tirantez. Mi
madre era la voz de la mesura, de la sensatez y los excesos del arte, se sabe,
se conjugan mal con las urgencias de la vida concreta. “Bum bum” Carbonel
aguantó cuanto pudo, trabajó de busto del Intendente Milanese un mes exacto y
una mañana muy temprano una explosión conocida me hizo dar un salto en la cama:
el cañón de lo quedaba del Circo Rosaspini había vuelto a la vida para un
último acto. Mi padre se disparó llevándose únicamente lo puesto y en los
veinticinco años siguientes nadie volvió a verlo.
Hijo único y con apenas doce años,
comprenderán cómo me afectó aquello. Las primeras semanas no conseguía dormir,
eran noches afiebradas en las que no dejaba de soñar con mi padre: lo veía
entrando al cuarto, inclinándose sobre la cama, lo escuchaba decirme en un
murmullo “¿Cómo va eso, Joaquincito?”. En la oscuridad no alcanzaba a verle los
ojos, pero podía percibir el olor fuerte de la pólvora en sus manos y en el
cabello. De golpe la figura se esfumaba y acto seguido se oía el inequívoco
disparo del cañón.
Los primeros dos años, mi madre se negó a
hacer mención del asunto. Más tarde supe por mi tío Delsio que puntualmente
cada mes se acreditaba en su cuenta un depósito proveniente de algún lugar del
mundo, que mi tío debía retirar para hacérselo llegar a mi madre. El tiempo,
luego, transcurrió veloz, yo crecí e hice mi vida. Terminado el colegio me puse
a estudiar comunicación social, decidí que iba ser periodista. Comencé a
trabajar en “La Mañana”, el diario local, donde conocí a Mariela, una empleada
del departamento publicitario. Nos casamos demasiado pronto, no nos llevamos
bien y al poco tiempo nos separamos.
Si bien yo trabajaba en la sección económica,
en la redacción siempre estaba atento a las noticias de circo y en un par de
oportunidades logré dar con el rastro de “Bum bum”. La primera fue en el año
’85, un cable de agencia elogiaba la presentación de un Hombre Bala argentino
en el circo de Los Hermanos Gasca de la ciudad de Barranquilla, Colombia. A
continuación describía el número; si bien no consignaba su nombre, por la
información no cabían dudas de que se trataba de mi padre. La segunda fue en
una revista australiana de turismo que llegó de casualidad a la redacción.
Enumeraba las atracciones de la ciudad de Sydney y allí estaba con foto
incluida el gran “Bum bum” Carbonel, que se había cambiado el nombre y se hacía
llamar “Torpedo John”. Más tarde reapareció en un festival artístico en Hong
Kong, un parque temático de Frankfurt, un circo en ciudad de México y otro en
Costa de Marfil.
Luego pasé alrededor de un año sin noticias,
hasta que una mañana mi madre me llamó a la redacción con tono alterado: había
recibido un telegrama donde mi padre anunciaba su regreso. Habían pasado
veinticinco años, recuerdo que desconfié y le hice repetir lo dicho porque
desde hacía un tiempo mi madre manifestaba algunos raptos de ausencia. Subí al
auto conmocionado, un rato después ya estaba con ella en la cocina de casa con
el parco telegrama entre mis manos: “Final contrato Houston Las Vegas, vuelvo
al hogar”. Lo leía por tercera o cuarta vez cuando escuché un ruido tremendo en
el cuarto de huéspedes, nos miramos con mi madre y lo supimos al instante: “Bum
bum” Carbonel había regresado.
Corrimos hacia la habitación. Lo primero que
vi fue el pedazo de cielo que asomaba del agujero abierto en el techo, entre
chapas retorcidas y pedazos de mampostería allí estaba la humanidad moviente y
quejosa de “Bum bum” Carbonel, de milagro había aterrizado sobre una de las
camas gemelas. Cubierto de yeso y con un pedazo de casco todavía puesto, nos
miró con esa expresión abstraída que yo casi había olvidado y dijo con la mayor
naturalidad: “¡Es el maldito viento sur, siempre me hace perder estabilidad!”.
Lo ayudamos a incorporarse, lo llevamos hasta
la cocina y lo sentamos a la mesa. Le pidió a mi madre un plato de sopa, ella
se volvió para servirle. “Alba, quiero decirte que en todo este tiempo te fui
absolutamente fiel”, dijo a boca de jarro. Mi madre se mantuvo de espaldas, sin
emitir sonido, pero por la expresión que mostraba al volver a la mesa supe que
dijera lo que dijese “Bum bum” Carbonel, ella ya lo había perdonado. Los dejé
para que arreglaran sus cuentas y me fui.
Tras ese retorno abrupto, lo único que mi
madre le exigió a mi padre fue que se hiciera ver por un médico y yo estuve de
acuerdo. Se lo veía excesivamente delgado y su semblante no era bueno. El viejo
médico de la familia le hizo un chequeo, lo acompañó hasta el hospital donde lo
sometió a una serie de estudios, luego nos reunió a los tres en casa y le
aconsejó el retiro. Había lesiones y dolencias acumuladas a lo largo de los
años, explicó, y si bien mi padre todavía no era un anciano otro disparo,
opinó, podía ser fatal. “Bum bum” lo escuchó respetuosamente, pero yo adiviné
que no compartía para nada esa opinión. Cuando el doctor se fue, me llevó al
patio y me dijo en un murmullo: “Joaquincito, tengo un plan”. Le pregunté si
había escuchado al doctor, despreocupado me contestó que los médicos siempre
exageraban y pasó a exponerme el proyecto.
Desde que había tomado la decisión de volver
tenía una idea que le rondaba la cabeza: la creación del primer Circuito
Interoceánico de Hombres Bala. Los recorridos tomarían como base las rutas
utilizadas por las líneas aéreas comerciales. Para demostrar la factibilidad
del proyecto y conseguir inversores necesitaba fabricar un cañón de grandes
dimensiones, como los Krupp alemanes; en los últimos años había juntado los
ahorros necesarios para construirlo y, según sus cálculos, el lugar ideal para
emplazarlo era el patio del fondo.
Me fui de mi casa preocupado. Si bien las
ideas de “Bum bum” en un principio siempre sonaban alocadas y él se las
ingeniaba para sacarlas adelante, existía ahora algo indefinido que me causaba
una oscura inquietud. En las semanas subsiguientes no pude volver a casa, pero
mi madre me tuvo al tanto de las novedades por teléfono. Al parecer, por las
mañanas había comenzado a llegar un extraño camión del que se bajaban dos
desconocidos de mameluco que acarreaban materiales y se encerraban con “Bum
bum” en el patio del fondo hasta el mediodía. Entonces mi madre, que tenía
vedado el acceso, escuchaba los martilleos y los ruidos propios de algo en
construcción. Me rogaba que fuese cuanto antes para hablar con mi padre y
terminar “con esa locura”.
Un jueves por la mañana finalmente cumplí con
sus deseos. Tras superar varias vallas de seguridad que la excluían celosamente
a ella, “Bum bum” me franqueó el paso a la parte trasera de la casa. Lo que vi
me llenó de asombró: el patio con sus canteros de flores, sus rectángulos de
césped, la huerta y la parrillita habían desaparecido; su lugar era ocupado por
una gran base rectangular de frío hormigón y de su centro, donde antes estaba
el limonero, nacía una estructura de gruesas planchas de metal y el comienzo
cilíndrico de lo que parecía ser el gran cañón. Dos obreros con antiparras
soldaban un complicado mecanismo de poleas y engranajes. “Ese –señaló mi padre–
es el sistema de rotación.” Con entusiasmo indisimulable “Bum bum” extendió un
plano, me mostró cómo se vería la obra concluida. “Calculo que en dos semanas
terminamos. “¡Va a ser algo realmente grande!”.
Me explicó que había decidido hacer un primer
disparo de prueba hasta la casa del tío Delsio distante a unas quince cuadras.
Esa era la parte del plan en donde yo podía colaborar: tenía que ir hasta lo de
mi tío e intentar convencerlo. Desde la defección de “Bum bum” al puesto que el
hermano de mi madre le había conseguido en el Municipio veinticinco años atrás,
la relación entre ambos no había quedado en los mejores términos. Por otro
lado, el tío Delsio acababa de concluir una serie de reformas en su casa (había
construido una habitación, un segundo baño y un quincho), así que cuando
planteé el pedido de mi padre reaccionó airado: “Decile que no voy a permitir
que me rompa un techo ni loco”, dijo, y al día siguiente contrató a un
alambrador y cubrió la casa –jardín delantero, patio y quincho incluidos– con
una gran cúpula de alambre tejido para impedir cualquier intento de aterrizaje.
Al enterarse, “Bum bum” fue a confrontarlo, discutieron, casi se van a las
manos y a partir de aquello ya no volvieron a hablarse.
La pelea y la incomprensión familiar no lo
desalentaron, en lo sustancial el plan de mi padre no se modificaba, solo se
suspendía el disparo de prueba. Por esos días, los últimos, tuvimos un par de
charlas y creo que volví a sentirlo próximo. “La gente no es feliz,
Joaquincito, ¿y sabés por qué? Porque no descubre cuál es su sueño”, me dijo un
atardecer, mientras estábamos en el patio en sendas reposeras, mirando el cielo
que comenzaba a llenarse de estrellas. “Sabés, en esa búsqueda no todo es
agradable, uno a veces es injusto y causa dolor a quien más quiere, como yo se
lo causé a vos y a tu madre. Pero no hay remedio, es como una energía
desconocida que te obliga”, agregó, y preguntó con voz temblorosa: “Decime,
¿vos me perdonaste a mí?”. Le respondí que sí, ¿qué otra cosa podía hacer?
Si hoy lo pienso con detenimiento, en el fondo
no era difícil descubrir lo que estaba sucediendo, las pruebas estaban a la
vista, “Bum bum” Carbonel no estaba interesado en ningún circuito global, red
intercontinental, ni nada que se le pareciese; sencillamente había llegado al
final de un camino y, como todo gran artista, preparaba su inolvidable acto de
cierre.
La construcción del cañón llegó a su fin, el
ominoso rulo de metal que se había ido elevando por sobre las dos medianeras y
el tapial del fondo, cierto día se detuvo y allí quedó, sembrando inquietud
entre los vecinos y a la espera. Mi madre, harta de quedar al margen de los
planes de mi padre, había dejado la casa para refugiarse en lo de su hermano.
Un domingo por la tarde recibí el llamado de
mi tío Delsio: hacía unos minutos mi padre se había comunicado con él para
despedirse, también me dijo que “Bum bum” había dado aviso a los diarios y a la
televisión locales para que cubrieran el acto. Al saber esto mi madre había
corrido hacia mi casa. Cuando yo llegué, gran parte del barrio ya cortaba la
calle y se arracimaba junto al paredón que daba a los fondos de casa. Reconocí
a varios colegas y a un camarógrafo del canal de cable. Mi madre estaba en la
vereda de enfrente abrazada por un par de vecinas. Apilando unos ladrillos me asomé
por sobre el tapial y entonces supe que mi padre me estaba esperando.
No dijo nada, solo me miró y yo sentí que
volvían a acariciarme los ojos afectuosos de cuando era chico, fue apenas un
instante, porque acto seguido “Bum bum” Carbonel adoptó la expresión abstraída
que tan bien le conocía y, resoplando fuerte, comenzó a trepar por la escalera
de sogas hacia la boca del cañón. Había algo nuevo en su indumentaria que tardé
un par de segundos en identificar: sobre el traje de estrellas ahora llevaba puesto
un chaleco de paño negro bordado con decenas, cientos de bengalas, candelas y
cañitas voladoras unidas por una larga mecha.
Por sobre la multitud “Bum bum” buscó a mi
madre, vi que sus miradas se unían por otro par de interminables segundos,
luego hizo la habitual señal de okay levantando el dedo pulgar y se introdujo
en el caño. Entre la multitud se escuchó un rumor, pasó un tiempo impreciso de
espera tensa, el atardecer ya había dado paso a la noche cerrada y finalmente
sobrevino el disparo.
Al estampido y a la nube de humo acre, siguió
el contorno fantasmal de aquel portento circense, mitad humano, mitad munición,
catapultado y perforando el aire a la velocidad del pensamiento. Llegado a unos
trescientos metros de altura, el gran “Bum bum” activó los fuegos de artificio
y, entonces sí, su humanidad se transformó en una bola incandescente de la que
–como enloquecidos satélites menores– iban desprendiéndose miles de candelas,
describiendo círculos y elipses a su alrededor en un conmovedor Big Bang a escala.
La festiva constelación siguió ascendiendo, dos mil, seis mil, diez mil metros,
su luz comenzó a declinar, hasta que finalmente se ahogó en la inmensidad.
Bajé la mirada con un nudo en la garganta,
observé a mi alrededor los ojos empañados, las caras de asombro, y pensé que no
estaba mal lo que “Bum bum” había logrado con su extraña vida. Lo que acababa
de presenciar no era otra cosa que un adiós a su medida, un “cierre homérico”,
como calificaría un colega de “La Mañana” en la edición del día siguiente. Para
bien o para mal y durante cuarenta años, mi padre solo había prestado atención
a su pase de magia y hoy, en el acto postrero, había vuelto a conseguirlo.
Recordé algo que le gustaba decir: “La pureza de mi empresa, Joaquincito, tiene
el pase libre de los ángeles”.
Ausculté mi interior, contra lo que se podía
esperar no sentía pena, más bien un mezcla de sensaciones encontradas que
prefería guardar para recuperar más tarde en soledad. Busqué entonces a mi
madre. Había quedado en la vereda de enfrente junto a varias vecinas. Me bajé
de la pila de ladrillos, abriéndome paso entre la gente, fui hasta ella y la
abracé.
Hermoso cuento!!!!
ResponderEliminarMaravilloso...Humor, magia y en el final un drama agridulce....
ResponderEliminar