El ciego presenta su cuenta
por Roberto Arlt
¡El doctor de
Andrea había desaparecido!
Pero si nuestro
asombro fue grande, más aún lo fue cuando el doctor Verni insinuó:
–Yo creo que el
doctor de Andrea se ha ido a pedir limosna.
El doctor Verni
era ayudante del doctor de Andrea. Nos quedamos mirándole, como si se hubiera
enloquecido, y Verni, comprendiendo que sus palabras requerían una explicación,
dijo:
–Sí, claro,
resulta un poco extraña la determinación del doctor de Andrea en irse a pedir
limosna en el estado en que se encuentra…
–¡Diablos si
resulta extraña!
–Pero en cierto
modo su actitud se justifica…
–¿Que la actitud
del doctor de Andrea se justifica?
–Si ustedes se
molestan en escucharme…
Historia
del doctor de Andrea y del limosnero ciego
El doctor Verni
prosiguió:
–Quiero dejar
constancia que el doctor de Andrea y yo no estábamos investigando en el
laboratorio ninguna substancia misteriosa, ni haciendo tampoco trabajos de
investigación extraordinarios. Indudablemente, la gente que ignora la ciencia
de la química no sabe que la dosificación del silicio y el azufre en el hierro se
establece por un procedimiento tan sencillo, que hasta una criatura de pecho
puede aprenderlo en pocos minutos. Se inicia el trabajo de análisis del hierro
disolviendo algunas virutas de metal. Se recogen las limaduras y se echan en un
tubo de ensayo con el ácido nítrico. Esta mezcla se calienta en un soplete de
gas. Insisto: el procedimiento es sencillo e inofensivo.
”Yo estaba en la
otra punta de una mesa de mármol, examinando la resistencia quemada de un
crisol eléctrico, y el doctor de Andrea, de pie junto al pico de gas encendido,
examinaba el proceso de disolución de algunos gramos de hierro en ácido nítrico
hirviendo. El doctor de Andrea, para observar la marcha de la operación, había
levantado el tubo de ensayo hasta sus ojos y seguía la ebullición del aceitoso
líquido rojo.
”Súbitamente, el
tubo de vidrio estalló como un petardo. El ácido nítrico, hirviendo, rebotó en
los ojos del profesor de Andrea. El doctor de Andrea echó a correr,
enloquecido, por el laboratorio, tropezó con un armario y cayó al suelo
profiriendo gritos terribles.
”Terminaba de
quedar ciego.
”Algunos minutos
después, en un automóvil le condujimos al hospital más próximo. Allí quedó
internado. Algunos días después, cuando su desgracia era irreparable, camaradas
se entrevistaron con el ministro de Instrucción Pública y obtuvieron para el
profesor de Andrea algunas cátedras que le permitirían, cuando estuviera
completamente curado, desempeñar el cargo de profesor de química elemental en
las escuelas secundarias.
”Recuerdo que
cuando visité al doctor de Andrea en el sanatorio donde le curaban, le encontré
reposando en un sillón, con el rostro totalmente vendado. Esperaba encontrarme
con un hombre desesperado, porque quedarse ciego a los treinta años es una
desgracia terrible, pero el doctor de Andrea, a pesar de estar completamente
ciego, se mantenía perfectamente sereno.
”Ustedes
comprenderán que quedarse ciego a los treinta años y no manifestarse afligido
en ningún momento es una prueba de carácter para asombrar al más flemático.
Cuando en cierto modo, involuntariamente, le hice notar al doctor de Andrea que
su frialdad resultaba una maravillosa prueba de estoicismo, el ciego me
respondió:
”–Hace mucho
tiempo que estoy preparado. Y el otro día me llegó el momento de pagarle la
cuenta al ciego.
”Le respondí:
”–Querido amigo:
usted perdonará, pero no he entendido una sola palabra de lo que ha dicho. ¿Qué
significa eso de pagarle su cuenta al ciego?
”El doctor de
Andrea encendió un cigarrillo y dijo, como si hablara más consigo mismo que con
otro:
”–Sí. Yo estaba
secretamente preparado para pagar mi cuenta. ¡Vaya si lo estaba! –Volviéndose a
mí, y estirando su brazo hasta encontrar mi hombro, continuó:– Voy a contarle
una historia extraordinaria, Verni. Para mí ha dejado de serlo. Otro hombre
ensayaría un principio de filosofía misteriosa en torno del asunto. Yo me
limitaré a contarle un suceso del cual fui activo participante cuando tenía
diez años de edad.
”En esa época, mi
familia vivía en una casa situada frente a un mercado. No precisamente frente
mismo a la puerta de entrada del mercado, sino a algunos metros de distancia.
La ventana de mi cuarto estaba abierta sobre la vereda del mercado. Este cuarto
era una estrecha salita con una cama adosada al muro, un ropero enfrente y un
pupitre desvencijado junto a la misma ventana. Allí estudiaba yo. Muchas veces
interrumpía mis lecciones para distraerme mirando a las mujeres que “iban a la
compra”. Las seguía con mirada curiosa, ignorante de su auténtico destino.
”Un buen día
descubrí que frente mismo a mi ventana, en la acera que correspondía a la
entrada del mercado, se había instalado un ciego para pedir limosna. Este ciego
pequeñito se adornaba con unos tremendos bigotes grises y gafas negras. Cuando
movía la cabeza parecía un perro amaestrado. Calzaba zapatos gruesos y tenía
los pantalones arrollados sobre la caña de sus botinazos. Con una mano ofrecía
una pantalla formada con estampas de santos y colgando del otro brazo mostraba
algunos rosarios. Los días de viento los rosarios entrechocaban.
”Un día me
descubrí observándolo al mendigo.
”En cuanto el
ciego escuchaba los pasos de una persona que se aproximaba, estiraba el brazo
en el aire y movía la cabeza con el mismo movimiento de un perro que se
mantiene en equilibrio sobre dos patas. Sin buscarle explicación a mi
curiosidad, su conducta espoloneaba de continuo mi atención. De esta manera
descubrí singularidades de la profesión de mendigo. Estas singularidades
consistían:
”Las mujeres
nunca dan limosna “cuando van a la compra”. En cambio, sí hacen caridad cuando
ya se han deshecho de su preocupación.
”Recuerdo que me
quedaba ratos larguísimos sentado tras de la ventana espiando las actividades
del ciego. Acabé por interesarme en sus negocios y llegué a conclusiones asombrosas.
¡Había mañanas en que el ciego no recogía ni treinta centavos de limosna!
”Para hacer esta
comprobación me puse a contar las mujeres que pasaban sin darle limosna, y una
vez llegué a contar hasta cuatrocientas treinta y dos mujeres que pasaron junto
a él sin abrir su cartera. La mujer número cuatrocientos treinta y tres le dio
una limosna. Pero esta cifra era excepcional. Término medio, una persona de
cada setenta que pasaban le dejaba su moneda al ciego. De hecho, ninguna mujer
abría su cartera cuando iba hacia el mercado. Entonces pasaban de largo,
rápidamente, sin mirarlo al pedigüeño. En cambio, cuando habían “hecho su
compra”, las mujeres se retiraban del mercado a paso lento. Algunas, al divisar
al mendigo, comenzaban a entreabrir la cartera y a mirar adentro de ella.
”Observé que la
mayoría de las mujeres que le daban la limosna al ciego no se llevaban la
estampita. Tampoco, durante el tiempo que el pobre hombre estuvo frente a mi
habitación, ninguna mujer le compró un rosario. Frecuentemente, las mujeres
jóvenes eran más piadosas que las ancianas, y yo secretamente me decía que
todas las mujeres de edad debían ser sumamente duras de corazón. La naturaleza
de estos pensamientos no significa que yo fuera un niño sentimental ni
afectivo. Por el contrario. Era un chiquillo de sensibilidad tardía y mirada
fría, interesado exclusivamente en la ciencia de las cosas. El ciego,
personalmente, desde el punto de vista afectivo, no me interesaba un ardite. En
cambio, la ciencia de las cosas me apasionaba hasta la locura. A este
propósito, recuerdo que en nuestra casa, a las espaldas, había un extenso fondo
rodeado de tapias bajas, desde las que se distinguían las copas de los árboles
frutales plantados en los fondos de las otras casas. Al llegar la primavera, estos
árboles eran rabiosamente atacados por las hormigas. Para combatir a las
hormigas mi padre trajo un tarro de cianuro de potasio, y después de darle
instrucciones a mi madre de cómo utilizar el cianuro, le entregó el veneno.
”Yo observé
atentamente a mi madre, y de qué modo se higienizaba después de depositar el
veneno al pie del árbol. Los comentarios que escuché sobre la potencialidad del
tóxico inflamaron mi curiosidad y resolví hacer lo que yo llamaba “un
experimento”. Frecuentemente hacía “experimentos”, con la desesperación de mi
madre. Ese mes resolví utilizar a dos animales en la experiencia.
”En nuestra casa
había un perro negro y un gato pelirrojo. El perro me era relativamente
simpático; el gato, por ser pelirrojo, desde el primer día me inspiró una
antipatía violenta. No sé a quién había oído decir que los gatos rojos traen
desgracia, y desde aquel día no sólo los gatos pelirrojos, sino también las
mujeres pelirrojas me produjeron una aversión extraña. No sé por qué se me
ocurría que las mujeres de cabello rojo eran capaces de maldades inverosímiles.
”De modo que
habiendo resuelto efectuar un experimento, decidí convertir el gato en mi
sujeto de experiencias, y en un descuido de mi madre, me apoderé del tarro de
veneno, extraje como diez gramos de cianuro, busqué un pedazo de hígado, lo
perforé y en su interior deposité algunos gramos de cianuro. Luego comencé:
”–Micho, micho…
”Acudió el gato
con talante desconfiado y la cola hecha un arco, y yo le arrojé el pedazo de
hígado, pero el maldito animal no hizo nada más que olfatear el hígado y
apartarse corriendo. Recuerdo que toda la mañana el pelirrojo permaneció
agazapado en una tapia, vigilándome con sus ojos amarillos. Llamé entonces al
perro y éste repitió, con la misma exactitud, la pantomima del gato; con la
diferencia que me dirigió una mirada lastimera, escabulló la cola entre las
piernas y se alejó acechándome lastimeramente de reojo.
”¡Indudablemente,
la ciencia de las cosas era mucho más difícil de adquirir de lo que yo suponía!
”Fue entonces
cuando se me ocurrió experimentar el cianuro sobre el ciego. Este era un
vagabundo, no tenía familia y, por consiguiente, cualquiera podía matarle.
”Se me ocurrió
muy naturalmente la idea, y yo ni por un momento recapacité que lo que se me
ocurría era lisa y llanamente un crimen. A mí no me interesaba en absoluto la
vida del ciego. Lo que me interesaba era saber “cómo actuaba el cianuro en un
cuerpo de hombre y qué hacía un hombre cuando había ingerido cianuro”. Nada
más. Estrictamente era ése mi problema y nada más. Sin concretarlo con claridad
científica, el ciego era mi conejillo de la India.
”Recuerdo que
estuve muy contento cuando se me ocurrió la idea, y acudí a la ventana a
observarlo. Pero aquel día el mendigo no estaba en la vereda. Por cierto que no
todos los días el ciego acudía a aquel mercado. Esta ausencia me hizo suponer
que el ciego iba cada día de la semana a la vereda de un distinto mercado a
pedigüeñar.
”Me di a pensar
que la única manera como podía suministrarle cianuro al ciego era introduciendo
el veneno entre las rajas de un sandwich. Impacientemente aguardé varios días y
un lunes por la mañana, cuando me desperté, allí, en la vereda, con su facha de
perro amaestrado y su sombrero agujereado, mendigaba el ciego con las
estampitas extendidas hacia los transeúntes.
”Casualmente, mi
madre aquella mañana había salido. Fui a la cocina; habían quedado unas rajas
de jamón de la noche anterior; corté un pedazo de pan, introduje algunas
tajadas, y echando como un gramo de cianuro en una raja de jamón y
empaquetándolo con ella, de modo que no se derramara (lo que es facilísimo
hacer con el jamón, por ser tan flexible como el mismo papel), preparé un
magnífico sandwich. Me lo eché al bolsillo y salí a la calle. Hacía un frío
terrible; el viento soplaba endemoniadamente; por momentos acompañado de
llovizna, de manera que la gente pasaba precipitadamente, emboscada en sus
paraguas y capotes. Sin ninguna emoción, ¡oh, qué claro lo recuerdo!, me
acerqué al ciego y le dije:
”–Mi mamita le
manda este sandwich.
”–Dios y la
santísima Virgen…
”Yo,
instintivamente, seguí caminando hacia la esquina, sin volver la cabeza; por si
alguien me había visto, di vuelta a la cuadra, volví sobre mis pasos y entré
rápidamente en mi habitación; abrí un libro sobre mi pupitre, y tras la
ventana, haciendo como que estudiaba, me quedé vigilando al ciego.
”Este continuaba
pidiendo limosna con sus estampas extendidas. En el bolsillo de su gabán se
veía el bulto que hacía el sandwich. Yo trataba de estudiar mi lección de cómo
se forma el rayo en las nubes y mentalmente me comparaba a otros niños que
cuando mayores se hicieron famosos, pero que desde temprana edad se habían
manifestado por singularidades extraordinarias. Nadie, ni Franklin, ni
Napoleón, ni Newton, para comprobar los efectos de un producto químico, se lo
habían suministrado a un ciego. Evidentemente, yo sería un grande hombre. Al
mismo tiempo pensaba si los animales no captaban el pensamiento humano,
recordando la fuga del gato y del perro frente a la carne envenenada.
”Entretanto, el
ciego en la vereda continuaba pedigüeñando. Yo, tras los visillos de la
ventana, lo espiaba. Se notaba que debía tener frío, porque de tanto en tanto
golpeaba el suelo con sus zapatos de buzo o de minero; finalmente, pareció
acordarse de que tenía hambre, porque echó la mano al bolsillo y sacó el
sandwich.
”¡Entonces sí que
yo me alegré y abrí los ojos como platos y estiré el cuello! Y comencé a
vigilarlo al ciego con tremenda curiosidad. Este, que debía ser un pobre pulcro
y minucioso, abrió el sandwich, olió su interior, volvió a cerrarlo,
satisfecho, y le dio un mordisco al pan. Era tierno el pan y fresco el jamón, y
era cosa de ver cómo el ciego comía el pan de mi caridad a grandes mordiscos,
tan rápidamente, que después pensé que el ciego no masticaba casi los alimentos
que ingería.
”Terminó de comer
el sandwich y continuó de pie como si tal. Se le veía relamerse; luego se pasó
la manga del gabán por la boca, a modo de servilleta, y recibió la moneda que
una señora gorda le dio; dejó caer las estampas al suelo, estiró los brazos en
el espacio buscando apoyo y se desplomó al suelo. Algunas mujeres que salían
del mercado acudieron a él, así como los carniceros y verduleros; yo también
salí a la calle a engrosar alegremente el número de curiosos que circundaban al
ciego, que tendido en el suelo respiraba aún. Un hilillo de sangre le corría
por la comisura de los labios. Algunos hombres empezaron a llamar auxilio,
metiéndose las manos dentro de la boca y silbando como desesperados. Un cuarto
de hora después llegó un vigilante, y cuando el ciego estuvo bien muerto, llegó
la Asistencia Pública y le cargaron. Y al día siguiente dijo mi madre, a la
hora del almuerzo, hojeando el diario:
”–¿Leíste que el
ciego que pedía limosna aquí enfrente murió ayer de un síncope cardíaco?
”Yo me acerqué
por la espalda de mi madre y leí el título: “Muere un viejo de un síncope”.
”Yo sabía que el
ciego no había muerto de un síncope. Yo sabía ahora cómo moría una persona que
ingiere cianuro.
”Pasó algún
tiempo, y un día me asombré. No hacía nada más que pensar en el ciego.
”Cuando cumplí
quince años de edad, pensaba en el ciego con tanta intensidad como a los doce;
a los veinte años recordaba al ciego con la misma nitidez con que le vi el
primer día: moviendo la cabeza como un perro amaestrado. Para expresarme con
propiedad, diré que no pensaba en el ciego. Le veía. Le veía sin penas ni
remordimientos, ni temores. Situado en mi vida con trágica naturalidad. Muchas
veces me expliqué científicamente a mí mismo el origen de esta presencia-alucinación,
pero la explicación no disolvió nunca su constante fantasma.
”De manera que
cuando me encontré, una noche, aquí, en el sanatorio, vendado completamente y
escuché las palabras de los médicos que me querían engañar con falsas palabras,
comprendí inmediatamente que estaba ciego como el otro ciego. Comprendí que el
otro ciego me había presentado su cuenta y que yo la había pagado.”
––––––
Terminó el doctor
Verni su relato, y mirándonos nos dijo:
–¿Se dan cuenta
ahora ustedes por qué yo creo que el doctor de Andrea se ha echado a la calle a
pedir limosna?
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