martes, 11 de agosto de 2015

Carlos Costa: Al margen del cielo (novela)






Capítulo 1
 

 La cena era en un viejo hotel del centro. Supuse que no sería el comedor principal donde el tal Morales nos había reunido, porque estábamos en un entrepiso, apartados de los huéspedes y de la recepción. La mesa estaba dispuesta más o menos por el centro del salón. Los comensales, distribuidos por afinidad, orden de llegada o según el azar. Ninguno parecía tener dudas sobre el lugar de Morales: la cabecera. Lo veía gesticular, levantar la voz ordenando al mozo traer los platos, dirigir las presentaciones a que forzaba mi presencia; todo a la vez, como un estratega en medio de la batalla. Hubo algunas vacilaciones al momento de llenar los vasos con el tinto mediocre que nos sirvieron, pero finalmente tuvimos las copas listas para el primer brindis.
Morales dijo unas palabras. Habló sobre el honor de tenernos allí, sobre la amistad, sobre la lealtad entre amigos. Con honestidad debo decir que me pareció demasiado ceremonioso, casi solemne. Nadie lo interrumpió, ni hizo ningún comentario, la cena continuó por los carriles acostumbrados a cualquier comilona.
Los demás charlaban siguiendo un complejo código de fraternidad y humor que yo no podía llegar a entender. Me sumé como pude al comportamiento general, y no lo debo haber hecho tan mal porque me fueron integrando. De a poco me daba cuenta de quién era quién. Al mismo ritmo sentía crecer la intriga sobre el lazo que podía llegar a unirlos.
De izquierda a derecha yo tenía a un comisionista hambriento; a su lado el gerente del hotel, un viejo sordo con el mismo aspecto calamitoso del lugar que regenteaba; a continuación un muchacho calvo mortificado por la quimioterapia, seguido de un barbudo, que me presentaron como sobrino de un ex ministro del interior. Aprendí algunos nombres y ocupaciones presentes o pasadas. El rengo que estaba sentado junto a Ricardo y acaparaba continuamente su atención, era un ex agente de inteligencia. Ricardo era el único al que yo conocía y también el que me había invitado, supuestamente para sacarme de mi ostracismo social: “De casa al trabajo, del trabajo a casa, te vas a enfermar”. A la derecha del agente de inteligencia estaba el escribano García. Un nombre que, supe, no se me olvidaría, menos aún si lo recordaba con traje, chaleco y zapatos de charol, codo a codo con el propio Morales, de chomba a rayas y en zapatillas. Seguía un tipo viejo que tenía puesto un sombrero. Según entendí, el viejo le hacía de testaferro en algún negocio a Morales. Después había una mujer. Estuvo todo el tiempo en silencio, si excluyo alguna que otra palabra de circunstancia. Comía despacio. De los diez sentados a la mesa, era la única que había pedido gaseosa y esperaba con la copa vacía pacientemente a que el mozo se diera cuenta y se la llenara.
Como a la una de la madrugada ya nadie podía comer más. La combinación de matambre, ensaladas, lechón frío, papas fritas, torta de chocolate y helado tuvo un resultado contundente. Salvo el comisionista, al que todavía le quedaron ganas de repetir el postre, los demás pedimos el café.
Morales le quitó el sombrero al viejo. Era un sombrero de campo que le daba como un toque pintoresco y de paso disimulaba la calva marchita, llena de manchas. A su lado, la cabeza del muchacho de la quimioterapia, con los pequeños pelos luchando por sobrevivir, era la imagen de la esperanza. El sombrero quedó sobre la mesa con el hueco hacia arriba. Morales, serio, supervisó que Ricardo pusiera todos los papelitos. El viejo anticipó que si le tocaba a él cedería su lugar. Al escribano lo vi transpirar y el comisionista dejó para después las últimas cucharadas de torta.
A Morales le pareció correcto repasar las reglas. El agraciado por la suerte tenía derecho a pasar la noche con la dama. Dijo “la dama” de un modo que podía sonar respetuoso. Con el premio se incluía el costo de la habitación. El rengo hizo una broma sobre compartir la noche entre varios. Morales lo cortó. “¡Esto no es una orgía!” Me sorprendió el tono y no supe si hablaba en serio o era una broma más. Ricardo revolvía los papelitos. Volví a mirar a la mujer. Con unos kilos menos hubiera entrado en la categoría de linda. Me pregunté qué iba a hacer yo si resultaba ganador. De ninguna manera rechazar el premio, no me sentía capaz, pero tampoco me daba gusto ir a la cama con ella. No por su escasa belleza, sino por ese aire de gallina para sacrificio que tenía. Procuré sin embargo que el desagrado no se me notara en la cara. Morales me estaba mirando a los ojos, buscando en mí algún gesto que marcara entusiasmo o deseo. Esbocé una sonrisa. Me quitó inmediatamente la mirada de encima sin corresponder a mi gesto; supe que no había sido la reacción correcta. El viejo ya metía la mano en el sombrero. La suerte favoreció al chico de la quimio. El muchacho –Marcelo se llamaba– no hizo ningún gesto de sorpresa, ni de alegría, solo tomó el papelito en sus manos como si hubiera querido verificar que su nombre estaba allí. Seguimos con el café, la segunda ronda; la mujer también pidió otro. Repartimos los gastos, la cuenta fue bastante moderada. Cuando me fui, el muchacho y la mujer todavía estaban sentados a la mesa.

Soporté el viento frío de la avenida y me apuré para llegar al estacionamiento. La cena no había sido gran cosa. Ricardo se había equivocado cuando pensó que me iba a sentir bien. Lo que más deseaba en ese momento era volver a casa, tal vez Alejandra estuviera despierta. El hombre de la ventanilla estaba semidormido, tuve que golpearle el vidrio para que me atendiera. Pagué y caminé hasta el auto. Metí la mano en el bolsillo derecho, no encontré la llave. Tampoco estaba en el izquierdo, ni en ninguno de los otros. Inicié el camino de regreso. Las tres cuadras que recorrí, me parecieron interminables, un poco por el frío y otro por la ansiedad de ver si había dejado las llaves en alguna parte. Cuando subía las escaleras me crucé con el rengo Viñates, el ex agente de inteligencia, que venía en sentido contrario. Bajaba con dificultad enterrando el bastón en la alfombra gastada. Tuve que detenerme para dejarlo pasar. No sé por qué, pero me sentí obligado a dar una explicación por mi regreso. Viñates no puso en duda mis razones y me dejó ir, deseándome buena suerte con las llaves.

Solo quedaba Morales sentado a la mesa, en medio del salón vacío. Las llaves de mi auto estaban sobre el mantel. Me di cuenta de que me esperaba.
–¿Se sintió cómodo?
–Sí, sí, estuvo todo muy bien.
–No le pregunto por la cena, no es gran cosa, la mujer tampoco –me guiñó un ojo–. Lo bueno es la compañía. ¿Le gustó?
–Me sentí muy cómodo. Gracias por invitarme.
–Le dije a Ricardo: “Este muchacho se va a integrar bien”.
–Es un grupo muy bueno, la pasé bien.
–Entonces, ¿va a seguir viniendo?
–Si me invitan, sí –mentí.
–Lo esperamos el jueves que viene, véngase un rato antes y nos tomamos unos whiskies.
–Seguro, el jueves estoy acá.
–¿Usted a qué se dedica?
–Trabajo en la agencia, usted lo sabe.
–Ah sí, es inspector. Ricardo me había dicho. Usted nos va a venir bien.
–¿Tiene algún problema? Si es algo de lo mío lo puedo asesorar –dije y me arrepentí. Otra vez me había sentido obligado. Hubiera sido mejor ignorar el comentario.
–No, un amigo tiene un problemita, pero no se preocupe, ya se va arreglar.
–Cualquier cosa me dice.
–Lo vemos el jueves, acuérdese, venga a las nueve.

Me fui pensando en no volver. Y estuve totalmente seguro de no hacerlo, de olvidarme de estos personajes para siempre. Hasta el jueves. El jueves por la mañana mientras preparaba el informe de una inspección que habíamos hecho, recibí un mensaje de texto en mi celular. “Barragán, lo esperamos a las nueve.” No era una orden, pero omitía el “recuerde”. Yo no le había dado mi número a nadie, de modo que llamé a Ricardo.
–Che, ¿vos le diste mi celular a Morales?
–No, ni me lo pidió.
–¿De dónde lo sacó? Me está mandando un mensaje de texto.
–Qué sé yo. ¿Qué te dice?
–Me citó. Quiere hablar conmigo.
–¿Recién te incorporás al grupo y ya te invita a charlar con él? Sos un fenómeno.
Me sentí tocado, viniendo de Ricardo era un elogio.
–¿Pero este Morales quién es?
–Uh, si te cuento, da para hablar un día entero. Ahora no puedo, entro a una reunión, esta noche nos vemos.
Me sentía molesto, como siempre cuando no sé qué hacer. La invitación de Ricardo para incorporarme a ese “grupo macanudo”, me ponía ante un compromiso que no me gustaba. Ni siquiera lo tenía a él para asesorarme. Me faltaba indudablemente calle, cintura. Tenía que cambiar, tenía que afrontarlo, como haría Ricardo, como lo haría cualquier tipo normal.

Morales estaba con un hombre de traje que no era García, sentado en el recibidor del hotel. Tenían la botella de whisky en la mesita, le faltaba la mitad.
–Este es el amigo del que te hablé –dijo Morales y alzó la mano hacia mí, mientras miraba al otro:– El Contador Barragán.
El amigo de Morales murmuró algo así como “Julio del Canto” y me estrechó la mano. Hablamos de cualquier cosa menos del problema del señor Del Canto, tampoco me quedó claro cuál era su ocupación. A eso de la diez pasamos al comedor. Además de nosotros tres, había siete personas más, de las cuales solo conocía al viejo, a Marcelo, el muchacho de la quimio –que supe se alojaba en el hotel mientras recibía el tratamiento– y al comisionista; Ricardo mandó un mensaje diciendo que tenía un problema y que no podía llegar. La mujer era otra. Más linda a mi gusto, tal vez más joven. Morales se esforzó para que me sintiera bien. Casi llegué a olvidar la razón por la que estaba allí. No me sorprendió que en el sorteo saliera mi nombre, sí, que nadie se fuera después del café. Le dije a Morales que no podría quedarme toda la noche. “No hay problema, se queda el tiempo que necesite.” Hice una llamada por el celular, me alejé un poco de la mesa por discreción, pero supe que igual me estarían escuchando, mientras le decía a mi mujer que me quedaba un rato para bajar el nivel etílico por los controles de alcoholemia. Después me acerqué a la mesa y la muchacha se paró, me tomó la mano y fuimos hacia la escalera.
Nos dieron una habitación en el segundo piso. Una de las que habían sido reformadas hacía poco, todavía tenía olor a pintura fresca.
Laura. Podía haberme dicho cualquier otro nombre, pero me dijo “llamame Laura” y también “decime lo que te gusta”.
Una noche de gloria. Todo fue como a mí me gusta, o me gustaba, no podría decirlo ahora. Laura encendió en mí el deseo, lo reavivó todas las veces que pudo, estaba a mi servicio, para darme placer. Fue como volver a encontrarme con algo que ni recordaba haber perdido. Salí como a las cuatro, después de darme una ducha para sacarme su perfume de la piel.

No hablé con Ricardo en toda la semana. Contribuyó a esto que tuvimos un operativo en la zona de La Plata de lunes a miércoles; terminé agotado. El jueves recibí el nuevo mensaje. No voy a engañarme, lo estaba esperando. Era más breve. “Lo espero a las nueve.” No lo llamé a Ricardo y estuve a las nueve. Morales estaba solo. Me sirvió una medida generosa y se recostó en el sillón.
–¿Qué le pareció mi amigo?
–Una persona agradable.
–Más que eso, es un tipo excelente. Anda con un problema y creo que usted lo puede ayudar.
–Desde ya que lo puedo asesorar, cuente conmigo.
–No es lo que necesita. Ya tiene quién lo asesore.
–No sé entonces.
–Necesita un amigo que le haga un favor. Un favor muy grande. –Se me quedó mirando, como si dudara de seguir–. Que le arreglen un problema, un problema que le crearon otros amigos… amigos suyos –aclaró al fin.
–¿Amigos míos?
–Colegas suyos.
Morales acababa de mostrar la hilacha. Todos sus gestos, su amabilidad, la noche con Laura, todo, apuntaba a una sola cosa: usarme. Lo tenía que poner en su lugar, mostrarle el límite.
–Mire, yo no tengo un cargo que me permita ayudarlo, el mío es un puesto intermedio, si tiene un problema así, tiene que ir más arriba. Hay planes especiales de regulación para empresas en problemas.
–No, lo que necesitamos es alguien que trabaje desde adentro. Arriba no podemos hablar con nadie, no conviene.
–¿Y qué puedo hacer yo? No tengo ningún poder de decisión.
–Me estaban traspirando las manos. Odiaba escucharme dando disculpas. No, era no.
–Hay algunos papeles que deberían perderse. Ustedes tienen un bonito quilombo allí, no creo que sea tan difícil.
–No es difícil, es directamente imposible.
–No hay nada que sea imposible cuando se quiere ayudar a un amigo. Y usted quiere, ¿no?
–Lo puedo ayudar dentro de lo legal, de lo administrativo, pero no me puedo llevar un expediente. Eso no me lo puede pedir.
–Eso ya se ha hecho. Se puede. Con Viñates hemos hecho cosas como estas y más complicadas también.
Lo decía seguro, mientras tomaba su whisky sin hielo. No me estaba amenazando, no podría decir eso, no me estaba ofreciendo nada, solo me reprochaba mi falta de disposición para ayudar a un amigo. Pero no podía levantarme y salir, ni reiterarle que yo no hacía esas cosas, por lo menos no las que me estaba pidiendo. Permanecí callado, con el vaso sin tocar, mirando un rincón del salón. Morales no dijo nada más. Estuvimos diez minutos en silencio, hasta que vino el mozo para invitarnos a pasar al comedor.
Éramos apenas cinco: Viñates, el viejo, el muchacho de la quimio y nosotros dos. La mujer era la misma de la última vez: Laura. El muchacho de la quimio se fue antes del sorteo. El viejo aclaró que no había puesto su nombre porque estaba medicado. Era una posibilidad sobre tres. Una sobre tres. La suerte lo favoreció a Viñates que se fue con Laura, mientras el viejo se escurría hacia los fondos para hablar con los mozos. Morales rompió el silencio.
–¿Qué decidió?
Me miraba a los ojos, tenía las dos manos apoyadas sobre la mesa. Me sentí obligado a no dejarlo sin esperanzas. No supe cómo decir no. Eso hubiera sido lo mejor.
–Tendría que ver el caso –dije, tratando de ser lo más ambiguo posible, sin darme cuenta de que ya estaba aceptando algo. Me estaba comportando como un idiota.
–El lunes lo espero a las tres en mi oficina. –Me extendió su tarjeta–. No esperaba menos de usted –hizo una pausa como si buscara algo con la vista y siguió–: Le tengo un regalito.
Sacó un sobre marrón de algún lado, me parece que lo había dejado el viejo en su silla antes de levantarse, y me lo entregó. Dudé en abrirlo allí mismo, pero la intriga pudo más. Había cuatro fotos; buenas tomas, muy explícitas y bastante nítidas para haber sido tomadas con luz ambiente. Era una pareja cogiendo. Laura y un tipo, un tipo cualquiera, que podría haber sido yo. Pero no era, ni siquiera se me parecía.

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