Paula Winkler, El marido americano, Buenos Aires, Simurg, 2012.
La lectura de
esta novela me hizo volver al diccionario para buscar el estricto sentido de la
palabra ‘diáspora’. Según la Real Academia Española, en una
de sus acepciones, diáspora se define como la “Dispersión de grupos
humanos que abandonan su lugar de origen”. ¿Y qué otra cosa es lo que ha sucedido con muchos
argentinos después de una serie de sucesos social y económicamente nefastos acaecidos en el país a fines del
año 2001? Una dispersión, una búsqueda del lugar en el mundo que parecía que aquí, en el lugar
del nacimiento, nos había sido vedado. Así es cómo Carla, una joven abogada argentina, se instala en
los Estados Unidos y, un tanto aburrida de su profesión, se convierte
en traductora de autores rioplatenses.
Novela del síntoma de la
globalización, en el marco de la cual todo parece estar comunicado, la soledad
acosa doble y dualmente a los personajes de esta trama que no solo están solos hacia
el fuera, sino que también se enfrentan a la imposibilidad de encontrarse y
comunicarse con el propio deseo y apenas atinan al la acción que a veces
no lleva a ninguna parte. Es así como Carla conoce a Ron, el hombre americano sucedido
marido, que primero la atrae y después la abandona en una isla separada del continente
por un mar de diferencias idiosincráticas que no resultan otra cosa que el reflejo de
diferentes identidades. Es entonces cuando Carla, abrumada por ese hombre fundado
en el apego a la ley y a una tolerancia disciplinar que todavía esconde un gran
asombro frente a la diversidad de religiones y culturas, se siente una hispana
en Norteamérica, y decide dejarlo para vivir un nuevo exilio hacia adentro que
termina desembocando en la puerta de su vecina de departamento, Allyson
Prentiss, quien resulta ser una viejita que vive su propia soledad en
globalización aun entre los suyos.
Aquí es cuando la
palabra diáspora empieza otra vez a ganarse su significado. Dos mujeres solas, en
algún lugar del mundo, venidas de cualquier parte, toman té, se reúnen, como si
hubieran decidido como grupo emigrar de un lugar oscuro y recóndito para
encontrarse en otro. Una, instada como inmigrante a articular signos propios y ajenos,
se refugia en los vericuetos de la traducción, tal vez el único puente posible o definitivo obstáculo entre
dos culturas cuyo malestar deviene de vértices muy distintos. La otra, reconcentrada en esa
soledad que le ha valido lo único cierto: el espacio reconocible y lleno de
marcas de un breve departamento devenido en mundo, pero que daría igual que
estuviera en cualquier otro sitio del planeta. Es en ese marco en el que la
autora da una vuelta de tuerca y le hace vivir a este último personaje, la anciana Prentiss, un viaje a
China en el que irá a buscar ese algo perdido —un amor, objetivo o razón, algo que
se sostenga para siempre como una especie de rémora del sueño en sus ojos— en un mundo paradójico y
contrario, como si solamente fuera posible pensar un lugar para quedarse yéndose muy
lejos, o construir o reconstruir un pasado viajando al futuro.
Paula Winkler
sorprende por su vitalidad e inteligencia y no pierde oportunidad para
contraponer en distintos registros los enfoques panorámicos de
estas dos sociedades, la norteamericana y la china, que solo pueden alumbrarse
con una mirada eminentemente argentina. Una mirada, hecha de interminables diásporas —hacia
fuera y hacia adentro, geográfica y ontológicamente hablando— que acaban por constituir su
gentilicio. Mirada que aún busca su geografía social y se niega radicalmente a toda global o
particular substanciación de términos. Malestar que no cesa, en definitiva, ni bajo
las luces de Broadway, ni en el largo recorrido por la Muralla China, El marido americano da cuenta de un proceso migratorio interno y sin
resolver del ser humano enfrentado al avance de la cultura, o quizá, al avance
de la cultura del malestar.
Walter Iannelli
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