viernes, 2 de noviembre de 2012

Reseña de "Por la banquina" de Ariel Basile en Ámbito Financiero (31/12/12)

Libros


Entretenida aventura de un impostor profesional

 
Ariel Basile, «Por la banquina» (Bs.As., Simurg, 2012, 154 págs.)
En forma entretenida y en muchos momentos muy divertida, «Por la banquina» muestra el camino de la profesionalización de un impostor. A los 25 años a Diego Petrusi lo echan de la oficina donde se aburre más de lo que trabaja. Lo negociado por indemnización le sirve para convertirse durante un año en lo que Roberto Arlt definía como un esquenún, alguien que cultivaba la espalda derecha gastando la cama día y noche. Cuando ya está dispuesto a volver a ser eternamente el nene de sus padres, Petrusi descubre un rebusque para ganarse algo de dinero: hacerse pasar por un jugador de fútbol que está en el exterior, con el que casualmente comparte el apellido, en un pueblito de provinciam y él, que nunca fue bueno con la pelota, tiene la suerte de convertirse en estrella.

En la mejor tradición del pícaro, del vivillo, del chanta, piensa que «cada tanto el Barba tira un centro y hay que estar despierto para agarrarlo, y tanto en el fútbol como en el amor, es preciso tener olfato y explotar las buenas rachas». La necesidad de escapar de un lugar cada vez que se está por descubrir que es un embaucador lo lleva a andar «por la banquina», cada vez más por lo márgenes, necesitado de adoptar una nueva identidad para lucrar engañando a pueblerinos o para poder escabullirse de las culpas con las que fantasea que la policía lo busca por violador, asesino, defraudador, cosas todas que tienen un margen de realidad.

En «Por la banquina» además de goles no falta la corrupción política, los tiros disparados por una vidente desvalijada, un asesinato, proliferaciones de sexo, paranoia que hace que Petrusi encarne una documentada simulación que lo ayuda a salir del país.

Ariel Basile construye en su animada opera prima la sorprendente «road movie» de un porteño al que «le va agarrando el gustito de vivir en historias inventadas», y aún más cuando decide vivir delictivamente de historias inventadas. En los primeros capítulos, en la jornadas de fútbol, Basile entra en la tradición de los relatos futboleros de Osvaldo Soriano, Roberto Fontarrosa y Eduardo Sacheri, verdaderos maestros del género. En las siguientes partes de la novela, tanto cuando el protagonista se vuelve un adivino viajero explotador de señoras enfermas, solitarias o engañadas, como cuando se convierte en una falso promotor de estrellas del canto, sin dejar de aceptar las emotivas ofertas sexuales de chicas pueblerinas aspirantes a modelos en la capital, se acentúa la influencia de Osvaldo Soriano y, quizá, de Bernado Kordon, a la vez que gana algo narrativamente muy personal.

La historia queda abierta para seguir conociendo de las aventuras de ese porteño chanta que siempre piensa que tiene que volver a la facultad. Posible nueva faena para el talento mostrado por Basile.

M.S. [Máximo Soto]

martes, 18 de octubre de 2011

Edición especial de los Cuentos Completos de Alberto Laiseca








La edición original de los Cuentos Completos de Alberto Laiseca, que circula en librerías desde mayo de este año, se compone además de una tirada de cabecera de cuarenta ejemplares de los cuales se destinan a bibliófilos y coleccionistas tan solo treinta y cinco. 
Estos libros únicos se han encuadernado artesanalmente en cartoné grabado, poseen una sobrecubierta impresa a medida y –lo más importante– están numerados a mano, firmados por el autor y acompañados de un dibujo original (todos diferentes y firmados) del reconocido plástico argentino Jorge Garnica, con obra en colecciones en diversos países (Museo de Arte Argentino Eduardo Sívori; Casa de las Américas, de La Habana; University of Essex, Inglaterra; Lalit Khala Academy, India, etc.) y por la que ha recibido diversos premios y menciones de honor (Fondo Nacional de las Artes, Asociación Argentina de Críticos de Arte, Salón Nacional de Pintura de la Secretaría de Cultura de la Nación, entre otros).
Luis Felipe Noé ha dicho:


"Garnica es un poeta del lenguaje mudo. Se trata de uno de los más notables y singulares artistas de su generación que se brinda de una manera tan misteriosamente generosa como secreta, tanto sea en su vida personal como en su obra." 


Los ejemplares de la tirada de cabecera se compran únicamente en la sede de la editorial, previa reserva telefónica al (+54 11) 4857-9353. El precio de venta al público es de $ 1.800.- (pesos mil ochocientos).

miércoles, 29 de junio de 2011

Presentación de los Cuentos Completos de Alberto Laiseca








Ediciones Simurg y Casa de la Lectura
invitan a la presentación de los
  
Cuentos Completos 
 de 
Alberto Laiseca 

a cargo de Walter Iannelli y el autor

Miércoles 13 de julio, 19.30 hs
Casa de la Lectura
Lavalleja 924 
(entre Jufré y Lerma, Barrio de Palermo)

sábado, 16 de abril de 2011

Alberto Laiseca: Cuentos Completos



Alberto Laiseca publicó su primer cuento, "Mi mujer", bajo el seudónimo de Dionisios Iseka en el diario La Opinión el 19 de agosto de 1973, aunque su escritura estaba fechada casi dos años antes (29 de Octubre. 1971). Las páginas que el suplemento cultural le dedicó al joven escritor incluyen el anticipo de dos capítulos de la novela Su turno (que, por razones de mercado, fue publicada por decisión del editor con el título ampliado de Su turno para morir) y una nota de presentación sin firma que reproducimos a continuación, antes de "Mi mujer", rescatado en hemeroteca para el volumen de Cuentos Completos que Simurg distribuye en estos días en librerías de todo el país.

El volumen, merecido homenaje a uno de los escritores más originales de la literatura contemporánea, recopila todos los cuentos que integran sus tres colecciones anteriores (Matando enanos a garrotazos, Gracias Chanchúbelo, En sueños he llorado), otros publicados en antologías y quince inéditos escritos en los últimos años.

Una tirada de cabecera de tan solo cuarenta ejemplares, acompañados de un trabajo original del reconocido plástico argentino Jorge Garnica, se imprime especialmente para bibliófilos. Estos libros, numerados y firmados por Alberto Laiseca, tienen encuadernación artesanal y son vendidos únicamente en la sede de la editorial.







Mi mujer




—Queréis la guerra total, más total que todas las guerras totales que han sido, más total incluso, de lo que yo pueda estar diciendo en este momento, os pregunto de nuevo, ¿queréis la guerra total?
Les largo puchos encendidos a la gente que pasa abajo por la calle. Soy malo. De mal corazón. Cuánto los odio: me acusan de querer  mojarle la oreja a la centralización. “Escuchame, aquí no se trata de mojarle la oreja a la centralización.” Los odio a todos. Plagiando una famosa cinta cuyo título no recuerdo, les reviento a los chicos sus globos con mi pucho encendido. Fumo exclusivamente toscanos y me siento en las confiterías para que las mujeres me odien y se vayan. Algunas me tocan el hombro: “Por favor ¿podrías fumar otra cosa, que no puedo aguantar?” “No.” Luego lo pienso mejor y les agrego: “Peor estábamos en el 43, señorita”. “¿Por?” “Con el Zyklon B kámara. Las cámaras de gas.” “Ah, no sé, porque yo por esa fecha no había nacido.” “Bien, pero el caso es que yo sí, se da cuenta. Porque nací en el 41. Pase buenas tardes.” Entonces ellas toman a su novio por el bracito y se van. Me odian, y yo gozo.


Compró en un kiosco una postal japonesa. Del torso para arriba, una mujer desnuda. Era una de esas postales tridimensionales que los japoneses son tan hábiles para hacer. Cerca de sus manos, ramos de flores que formaban ikebana con el seno izquierdo desnudo de la mujer. Un delicioso pezón rosado. El seno derecho, tapado por el pelo negro, tupido y lustroso que le llegaba al pupo. Una especie de ventana abierta atrás de ella; nubes azules y cielo blanco. Del otro lado de la fotografía, abajo y con letra chiquitita decía:
“Export prohibited to all Europe Kowa Display CO. INC. Tokyo. Japan (216) Toppan”*
Por las noches él le acariciaba el pelo y le mordía el seno. Pero como ella lo miraba con ironía decidió efectuar una expedición punitiva. Le pegó un papelito sobre la boca, suficiente para cubrírsela, y dibujó en él un cierre relámpago. Del otro lado escribió:
“Mona Lisa con gavetas”. Retrato al óleo de mi mujer, por el afamado pintor Dalí. Firmado: Dionisios, amante esposo de Cósima (también llamada Erika Eurídiche Andrómaca Eloísa Electra Adela y Magda). Dalí dice que la dejó muda para que yo pueda oírla mejor detrás de una gaveta.”
Enamoradísimo de ella. Ahora.
Cuando se encontraba con un amigo muy querido le decía tímidamente:
—¿Querés ver una foto de mi mujer?
—¿Mujer? ¿tuya? No sabía que estuvieses casado.
—Pues sí que lo estoy.
—Enseñámela.
—No. No te la muestro nada (decía él con pudor retirando la fotografía apresuradamente). Yo conozco con qué bueyes aro. No te mostraré sus redondeces turbadoras y deliciosas para que después me la seduzcas.
(Riendo.)
—Ah, quiere decir que no estás seguro de vos mismo.
—De mí estoy seguro. No estoy seguro de vos.
—Pero vamos, si yo ya tengo mujer.
—Sí, pero podría ocurrírsete tener otra. Leo en tus ojos tendencias bígamas. (Le daba la foto. Risas.) Lee también del otro lado.
—Muy lindo, muy lindo.
—¿Te gusta?
—Sí. Pero francamente me parece demasiado.
—Nada es demasiado para mí.
Si se la mostraba a una mujer, le decía:
—Te voy a mostrar una foto de mi mujer.
— !
—Sí, pero no la mires con el lesbianismo acostumbrado. Si no dejás la cuádruple raíz del principio de razón lesbiana suficiente en casa, no te la muestro.
Curiosa:
—A ver a ver.
Risas.
—Qué genial.
Él:
—¿Te gusta mucho?
—Sí, mucho.
—Bien. Adela vuelva a casa (y se la arrebataba de la mano, guardándola).
Pero un buen día decidió entrar en acción: Se dijo: “¿Por qué no?” y como era cabalista, podía hacerlo.
Hizo los dibujos y los números. Distribuyó en los ocho trigramas los nombres de poder. La foto en el centro.


Sobre su cama, dormida. Una mujer de 25 cm de altura. Sus miembros eran equivalentes a los del retrato sólo que no terminaban en la cintura. La japonesita estaba completa y abrió sus ojos sintiendo que la llamaban: “Adela, Adela, mujer mía”. Se desperezó hasta la punta de sus pies. Luego se sentó.
—Mon amour, déjame ver si el otro lado es tan delicioso como éste. (Y ella, que sabía a qué se refería, con un ademán echó airosamente la masa de pelo hacia atrás. Por fin podía mirarle el pezón derecho. Tenía una levísima hendidura en la parte superior, como un abismo diferencial. Él se lo besó.)
Ella dijo:
—No te has afeitado y me pinchás con la barba. Así no me gusta que me besen. Tengo la piel muy delicada y soy chiquitita, de modo que si querés besarme, afeitate primero.
—Me afeité esta mañana.
—Afeitate de nuevo.
—No puedo porque se me irrita la cara.
—Entonces no me beses.
—Qué mala sos. (Entonces ella se arrepentía y me abrazaba un dedo.)
La llevaba a la cama todas las noches. Me había impuesto a mí mismo el hábito subconsciente de no moverme mucho para no aplastarla.
Era sumamente erótica. Con mi lengua tocaba la punta de sus senos, sus hombros y su sexo, y se estremecía de placer. Ella también cabalgaba sobre mí y abarcando parte de mi cabeza, besaba mi boca.
Yo decía:
—Te amo igual aunque tengas secretamente boca de puta y aunque al fabricarte se me haya olvidado hacerlo con su respectiva gaveta.
Ella con un mohín delicioso:
—Si me amases de verdad tendrías que amarme con mi boca de puta incluida.
Yo. Sacudiendo la cabeza:
—Estas mujeres que no comprenden.
Ella tomaba la postal como si fuese un cartelón gigantesco y decía admirando:
—La verdad es que soy muy fotogénica. Claro que yo soy mucho más hermosa.
Vivíamos así los dos. Un día la encontré llorando.
—¿Qué te pasa, osito?
Se echó el pelo atrás con furia:
—Ya sé que has andado detrás de esas estúpidas gigantonas. Quién te necesita.
—Te aseguro, mi amor, que todo el día pienso en vos.
Y le di un hermoso pañuelo que acababa de comprar, un pañuelo transparente, como azul, como rojo, como verde, que recordaba el nombre de “Heliogábalo, emperador” al mirarlo.
—Es para que te hagas un vestido.
Muy contenta, estuvo todo el día haciéndoselo. Por la tarde (le quedaba maravillosamente tanto el vestido como la tarde) yo le dije:
—Te amo.
Ella:
—Soy muy feliz.


Un día dijo:
—Quiero hacer el amor. ¿Por qué no podemos tener hijos nosotros?
Y entonces los dos llorábamos porque no se podía por razones obvias. Yo prácticamente deliraba por poseerla. En medio de mi locura me parecía en un momento que ella no era tan chica después de todo y que tal vez…
Otras veces me hacía la ilusión de que yo era más pequeñito y que entonces…
—Y si fue así como me creaste ¿por qué no lo hacés de nuevo? Quiero ser más grande.
—No se puede.
—Cómo que no se puede. Sí se puede. Si antes pudiste.
—Tiene que darse el milagro. Tenemos que jugarnos los dos esta vez. Uno solo no puede.
—¿Jugarme en qué sentido? —Como se ve ella había reducido el plural al singular—. ¿De qué estás hablando? Hablá más claro.
—Vos no sos cualquier mujer.  Sos una mujer mágica. De modo que nuestra casa, para que podamos vivir, tiene que ser cuidada por los dos. Hay quienes tratan de impedirlo. Y si queremos que lo nuestro sea bello, tenemos que trabajar los dos para que vos crezcas.
—Últimamente y yo por qué tengo que crecer, ¿no podrías vos hacerte más chico?
En otros momentos me decía:
—Si perdés altura te mato.
Era así de contradictoria.
Yo le explicaba:
—Hay poderosas fuerzas mágicas adversas que luchan para que no pueda hacerte crecer. Puedo hacerlo pero ¿de qué valdría si todo saldrá mal?
—Es tu problema. Yo no tengo nada que ver con eso.
—¿No es ésta tu casa?
—La mía es una posición correctísima. Sin fallas. Yo hago todo lo debido. El cabalista sos vos, no yo. Así que arrégleselas como pueda.
—No seas tan egoísta que todo se va a destruir y vamos a andar los dos, solos y sin amor, por toda la eternidad.
—Claro que soy egoísta. El egoísmo es un bien, no un mal. ¿Acaso no lo dijo Ayn Rand a quien vos tanto admirás?
—No tergiverses, mi vida. No tergiverses por favor. El tuyo es un egoísmo feo e inartístico. Es antiegoísmo, porque conduce a la destrucción de nuestras almas.
—Hablá más claramente.


Un día traje a casa la postal de un hombre desnudo: un japonés. Un samurai que dormía y sus armas montaban guardia a su lado.
Ella se pasaba horas mirándolo y decía:
“Qué hermoso es. ¿No te parece hermoso?”
Yo que comprendía lo que ella no podía comprender, dije:
“Sí. Es muy hermoso. Lo que no sé es si te será útil.” “¿Qué querés decir? ¿Por qué siempre hablas con enigmas? ¿No te podrías olvidar de la cábala siquiera por un rato?” Y volvía a mirarlo.


Tracé nuevamente los dibujos sagrados. Coloqué los nombres de poder sobre los ocho trigramas.


Ella se acercó al hombre dormido y lo despertó.
Vi que se iban. Además para eso se los di.


* Esta fotografía existe.





sábado, 5 de febrero de 2011

Sobre literatura argentina (Jorge Baron Biza)


La solución de todos los problemas
de la Literatura argentina

Por Jorge Baron Biza


Me contaron que en algunos diccionarios, enciclopedias y otros repertorios de los autores argentinos figuran libros que nunca existieron. Se filtraron: es imposible que los recopiladores verifiquen cada una de las obras que los autores se atribuyen.
Estos chismes me llegan por lo general con aire de rechazo moral. Sin embargo, creo que nos encontramos frente a la gran solución de los problemas de la literatura nacional.
Cada vez que hablo con un editor, en algún momento de la charla se pone la mano en la frente y exclama: ”¡Estoy hasta aquí de originales! Tengo un cuarto lleno. Todo el mundo escribe”, con el mismo tono con que algunas maestras se quejan porque tienen muchos alumnos. Con demasiada frecuencia me encuentro con abogados, economistas, militares, políticos, profesoras de gimnasia, ex cualquier cosa, poetas de los de “amor” con “temblor”, empresarios con éxito, argentinos que pelearon en la guerra del Golfo (¿pero existió?), pintoras con casa en balneario paquete. A todos les brillan los ojos cuando ven la posibilidad de ser escritores. Lo sé muy bien porque yo mismo les escribí algunos de sus libros. El único que no me pagó fue el empresario; pero la pintora gastó más –mucho más– en el cóctel de presentación que en su escritor fantasma. Nosotros, los fantasmas, tenemos que cuidarnos mucho si queremos seguir trabajando: te piden que describas en el libro cómo engañaron sin piedad a su rival, pero sienten pánico ante la más remota posibilidad de que se descubra que no son escritores.
Trato de disuadir a los escritores que no son escritores: les muestro las últimas liquidaciones de mi editor; las radiografías de mi columna, les hablo de que hay que dar la cara, de las burlas si las cosas salen mal, del ninguneo si las cosas salen bien.
Todo en vano: quieren tener su libro. Nada los detiene. Dos hectáreas de bosque en Canadá, Misiones o Finlandia tiemblan ante la determinación de cada una de esas miradas. Las agujas de los pinos se erizan mientras alguien con influencias revisa su agenda soñando con una reseña en los diarios de gran tirada. 
También hablo con los libreros: “¡Demasiados títulos, dónde los voy a exhibir, y al mes siguiente otra oleada, no hay tiempo de comercializar bien ni de que funcione el boca a boca!”. En la redacción del diario para el cual trabajo hay un ropero lleno de libros que esperan ser comentados en las cada vez menos páginas dedicadas a la cultura. Detrás de cada uno de esos ejemplares acecha una persona habitualmente amable, hasta inteligente quizá, que se convertirá en una arpía de persecución  personal si no le publican la reseña. No hablemos de reseñas desfavorables, porque eso casi no existe en la Argentina. Como buen país mafioso, la más leve insinuación de que después de la página cuatro el libro sufre una operación alquímica que lo transforma en plomo, la sospecha de que el autor no es un genio total, la falta de convicción de que ésa pueda no ser una de las cumbres de las letras nacionales, son todas excelentes razones para que el autor llame al secretario de redacción y le cuente que a su periodista cultural la vieron la otra tarde salir de un cabaret. La corte es la antesala de la mafia. A cada mes que pasa, estos enemigos se van sumando. Muchos se conocen entre sí y van estrechando redes y combinando operaciones cada vez más complejas y sutiles. En pocos años, el periodista cultural es una Virgen de Lippi entre los gladiadores, una cebra con los colores de Newell`s en un campo de toros carnívoros.
A esta altura el lector ya sabrá cuál es la solución que propongo. En lugar de cubrir de vergüenza a los autores que se inventan algún librito por ahí, cubrámoslos de gloria. Son buenas almas que no atormentan a editores, ni libreros, ni reseñadores. Sus ficciones no atiborran camiones de reparto, ni depósitos, ni estantes de librerías. Gracias a sus pacíficas ficciones los bosques del mundo respiran aliviados. Hemos llegado a una nueva categoría de héroe, tan en onda con la historia de su tiempo como el héroe kantiano lo estaba con el romanticismo por venir: hoy tenemos al héroe que no ha hecho nada.
Tampoco debemos despreciar los méritos específicamente literarios de su trabajo. Está la idea de la coherencia. La profesora de gimnasia no puede atribuirse Cómo ganar una fortuna en tres meses ( a costa de no pagar a los escritores). Eso queda para empresarios y editores. No, ella está en el negocio de perder, tiene que inventarse algo del estilo Cómo perder todo en tres meses. Los lacanianos son expertos titulando. Una obra maestra sería Delirio, comunicación y simultaneidad, en la que el primer término pone el paroxismo, el segundo la nota intelectual actualizada y el tercero el misterio que nos hace abrir el librito: nos encontraríamos con un estudio sobre los efectos de la televisión en unos chicos, observados primero aisladamente y después en grupo. Otras obras maestras que nunca fueron escritas: La expropiación fluida de la intimidad, Orificios y equilibrio. Los sociólogos tampoco lo hacen mal: Asco, la marcha en el trasfondo de Las sociedades impotentes. Reciencito se han sumado también los estetas: La tecnología del Assemblage como expresión de la différance, o El Cyborg en la representación del infinito.
Frente al refrito, el plagio, el afano –o como dicen ahora, la “apropiación”– propongo el libro nunca escrito. Habrá que hacer algunos ajustes en el campo literario. Dar becas y premios por no haber escrito un libro. Si se tienen en cuenta las horas que se ahorrarán editores, reseñadores, libreros y lectores, podría instituirse algún derecho de noautor, estimado por la DGI sobre la base de horas ahorradas por esas categorías más expuestas al diluvio de las letras.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Vizconde de Lascano Tegui: El libro celeste (selección)

El libro celeste (1936), estructurado en numerosos capítulos breves sin numeración, retoma el fragmentado estilo de De la elegancia mientras se duerme (1925) pero con un renovado signo que se traslada de la incursión por la tradición francesa al despliegue de una ferviente argentinidad amparada en la dedicatoria tutelar que encabezan Domingo French y Antonio Berutti, “los dos merceros inspirados que el 25 de Mayo de 1810, cerrando las calles adyacentes al Cabildo, sólo dejaron pasar a los criollos perfectos que iban a darnos la libertad”. No es  simple elogio criollista ni exaltado ejercicio de patriotismo, sino un volumen de pulida prosa, mezcla irreductible de autobiografía lírica, pintoresca sátira, análisis sociológico, etimologías provenientes de Isidoro de Sevilla y enciclopedismo medieval, que configura un extraño mundo cuya órbita se centra en la participación de las letras locales en la cultura universal. Presentado como geografía abstracta, bestiario, herbario y lapidario argentinos, la novela del Vizconde —si es que la amplitud de este género moderno puede admitir tan particular composición— reclama la ayuda de la fantasía como camino hacia la felicidad. Sus originales cruces iluminan —en un tono por demás opuesto al de las preocupaciones contemporáneas de Eduardo Mallea o Ezequiel Martínez Estrada— la esencia del ser nacional.
El diagnóstico de los males contemporáneos de la Argentina se entreteje en sus páginas, en difuso recorrido temático de clave contrapuntística, con las analogías más inesperadas provenientes de la imaginación poética del autor. Mezcla de géneros y tradiciones, El libro celeste perpetúa en renovada línea la experimentación híbrida que, noventa años antes, se perfilaba ya en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Pero es también, y en esencia, ejemplo de la memoria atravesada por el tiempo, los viajes y las lecturas de un espíritu itinerante que titula su libro con el color del barrilete de infancia en atemporal vuelo.




Vizconde de Lascano Tegui: El libro celeste (selección)



El animal mayor de la República sería el dragón, pero no existe. Ha sido reemplazado por la estatua ecuestre. Es un animal fabuloso. Es de piedra y de bronce. Recuerda a los héroes de la Independencia que resolvieron a caballo nuestra libertad política. Desde 1810 hasta 1860 no bajaron del corcel. Las dificultades que les creaba su posición ecuestre les impedían adaptar como cosa suya los principios liberales de Voltaire y Montesquieu, a esa asociación fundamental y que parecía eterna (antes de la invención del vapor) entre el héroe y la bestia, y que no cesó sino con la degeneración del héroe en montonero y en la disminución notable del valor del caballo criollo como elemento civilizador frente al ferrocarril. Los héroes de Mayo, continuando a caballo, terminaron en gauchos alzados que resistíanse a tomar el tren y trataban de enlazarlo. La primera estatua ecuestre que debía devolver la justa medida del héroe fue la de San Martín en la plaza del Retiro. La habían fabricado para Chile, pero cuando se dieron cuenta los patriotas del desfavor que les echaba encima la preferencia chilena, sobornaron al escultor francés y éste fundió dos estatuas en el mismo molde y a uno de los caballos (el chileno) le alargó la cola, dándole así una mejor sustentación a la estatua, que se levantaría en un terreno volcánico. Cuando el modelo del hombre perfecto se plasmó en bronce sobre un zócalo de mármol y explicaron los poetas por qué señalaba con su dedo la cordillera de los Andes,

“¿no lo ha visto a San Martín,
entre el laurel y el olivo,
señalando con el dedo
donde viene el enemigo?”,

los falsos profetas y al mismo tiempo seudos formadores de nacionalidades, los Facundo, los Ferrer, los Bustos y los Ibarra, se perdieron en los campos todavía no arados. La nación comenzaba. La civilización también. La estatua de San Martín fue regalada como una recompensa desde Buenos Aires a las provincias que se portaban bien. Una estatua ecuestre de San Martín surgió en las plazas centrales de las capitales de provincia cada vez que uno de nuestros presidentes, por ser galante con la esposa de un fundidor de bronce, recibía su visita perfumada dentro del fuerte de Buenos Aires. El pintor Villegas nos ha dejado, de uno de esos días felices, un paisaje en que las aguas del Río de la Plata parecen más azules, las veletas de San Ignacio y San Francisco mucho más doradas y las banderolas blancas de la escolta presidencial, sobre las lanzas, mucho más lindas... La estatua ecuestre de otros héroes, por su abundancia, creó la raza argentina del dragón de bronce. Hoy es común. Está en todos los catálogos de bazar. Cuando nace una ciudad, y nacerán muchas en la extensión ilimitada de la nacionalidad, será siempre una estatua ecuestre el mejor florón de su corona. Porque desde ese día, la ciudad se sentirá tan noble como aquellas ciudades medioevales que habían dado hijos, y Perseos, vencedores de dragones.


El tábano nace de la bellota del cardo. El picaflor, según los primeros conquistadores, sale del fruto del chaviyú. Pero hay algunos sabios que, como el Padre Guevara, aseguran que la hembra pone un solo huevo, y otros más sabios, de la misma laya, que sólo pone dos huevos, de los que sale un gusano que se convierte en mariposa y la mariposa en picaflor a fuerza de volar. Aceptemos la duda como en el origen de Homero y reconozcamos que el picaflor es un pavo real diminuto. Es todo pluma decorativa. Su cuerpo no es mayor que una almendra y dentro de las cartas que enviaban a España los soldados que no conocían todavía la tarjeta postal —pero sentían su necesidad— ponían el cadáver de un picaflor. Con él querían dar la sensación del nuevo mundo mentiroso y atrayente.


Entre las piedras que devolvían al colonial desilusionado su juventud, no puedo olvidar a la macedonia y a la cimbra, que nacen en el exterior de los pescados o del aliento de las ballenas, origen presunto pero no muy seguro. Lo cierto es que el mar las deposita en la playa. Blanqueadas y una su vez secas, devuelven las fuerzas perdidas. La macedonia, que era piedra capaz de engendrar otras piedras y que algunos usaban para matar las moscas, empleábase en verdad como un potente afrodisíaco. La macedonia como la silenita crecía y decrecía con la luna.


Como de la vida de Shakespeare quedan muy pocas trazas, los historiadores y los admiradores han querido llenar el vacío con cartas, documentos, anillos con sus iniciales, libros con sus firmas contradictorias. La duda planea sobre ellos cuando la investigación científica y policial no ha demostrado que son falsos y apócrifos. Felizmente el hombre sabe mentir, y si Ossián y sus poemas son invenciones, la tiara de Saitaphernes, hecha hace unos meses, es una mistificación más que honra a la imaginación humana. De la tierra virgen de América corrieron por Europa mil y una mentiras y mil y una leyendas; que, a fin y al cabo, las leyendas son mentiras más largas que las comunes. Eran cuentos sin control y sin ejemplo que persuadiera. De luengas tierras podían y debían llegar siempre las luengas mentiras. Pocos espíritus lo suficiente veraces aportan pruebas a sus afirmaciones. Ruy Díaz de Guzmán afirma haber cazado un animal que tenía un espejo en la frente y que pensaba remitir al rey Felipe. Desgraciadamente la pieza de convicción se le escapa de las manos y se interna en la selva por descuido del peón que lo llevaba en una canoa. Los jesuitas de Misiones remitieron a Europa, para agravar la confusión y la duda en que se vivía sobre la flora y la fauna, pájaros artificiales que componían, como los primeros padres de la iglesia sus Evangelios, recogiendo mentiras. Son pájaros fabulosos que no pudieron quedarse en Madrid y llegaron hasta los gabinetes de historia natural del rey Luis XV. Buffón fue engañado por los ejemplares raros. Su clasificación es, por eso, falsa, y recién, después que Azara publicara su libro, la mentida tornasol de los jesuitas, esos sabios que sacaban la cola a un pavo real, las alas a un chajá, la cabeza y el cuello a un loro, para inventar un ave, quedó desplumada. Los jesuitas querían y admiraban la volatería, pero detestaban la ornitología sin fénix.


La mimosa es una planta tímida. Es casi un animal que siente. Se descubren en sus gestos el pudor y la vergüenza. Se sonroja, se enluta y se encoge y se marchita si la tocan.


Entre las buracas que dejaban los andamios del Escorial nacieron las golondrinas. Son pájaros de duelo. Salieron de las cornisas del sepulcro real cuando el pulido Felipe II, que aplastaba sobre la rótula desnuda los gusanos que lo devoraban, se había quedado solo, sin criados, en vísperas de bajar al pudridero. Esos pájaros negros llevaron el luto de España hacia el Flandes español, donde nacía el sol, y hacia la América morena, donde se acostaba el día. El duque de Alba y el licenciado de la Gazca, al verlas pasar, comprendieron el mensaje. Y los dos cómplices, emocionados, sonrieron. El enemigo de Antonio Pérez se moría...
La emigración de golondrinas se hizo anual. Huían del invierno. En América se multiplicaban y las mensajeras románticas —que recién lo fueron cuando Miranda, San Martín y Bolívar nos libertaron— iban a Europa a morir del pecho como las mulatas de las Antillas. La distancia las vencía. Otras veces topaban con las nieves prematuras que las amortajaban y otras veces era el rey Luis XVI que les salía al encuentro. Golondrinas nacidas en América, caían, hasta doscientas por día, heridas por la escopeta cincelada del monarca, que adoraba tirar al blanco. Su cuadro de caza es impresionante. Lo escribió de su mano y está en el Memorial. Más de doscientas mil presas: faisanes, perdices, palomas, golondrinas, cisnes y venados. Siempre asesinó animales tímidos. Nunca afrontó un león, un oso o un tigre. Cuando le cortaron el cuello, por monarca o cazador de torcazas, el día helado del 21 de enero de 1793, recogieron, cuentan las gacetas, una golondrina muerta entre la nieve. Las golondrinas son pájaros de duelo.


Los muros de las iglesias de la colonia donde nos bautizaron eran de adobe crudo. Los pájaros entraban a sacar las pajas secas para sus nidos de la fábrica sagrada. La iglesia era siempre un vasto salón en que el suelo fue de baldosa cocida y las paredes blanqueadas o rosadas a la cal. Los altares estaban dentro del muro. Eran nichos de los que se caían los santos mal equilibrados. Las tallas en maderas verdes del país se abrían, se rajaban a la humedad o al calor, porque aun
 trabajaba el corazón del árbol. Las llagas de San Roque eran verticales y la sinovia de su rodilla enferma, savia de guayacán o palo santo. Los artistas eran indios a quienes se les guiaba la mano. Los santos parecían, por lo deformes, enfermos, o calcos para un museo de medicina. Los ángeles no dejaban de ser obesos y sus alas, pesadas y coloreadas, daban a las iglesias el aspecto de grandes pajareras. No era una antesala del paraíso la iglesia, sino una sala de espera en un asilo de dementes.