martes, 11 de junio de 2024

Un policial de otra época (La Prensa, 9 de junio de 2024)

 

 
La Buenos Aires de 1950 asoma como telón de fondo de este clásico olvidado de la narrativa policial. 

Un policial de otra época

La Rivadavia azul

Por Luis de la Puente

Ediciones Simurg. 96 páginas

 

De la época de esplendor comercial de la narrativa policial en nuestro país, Ediciones Simurg acaba de rescatar La Rivadavia azul, un clásico olvidado, escrito por Luis de la Puente y publicado originalmente en 1952.

Se trata de una nouvelle que se dio a conocer en el número 25 de “Pistas”, una típica colección de quiosco sobre el genero que, junto con “Rastros”, empezaba por aquella época a dar espacio a la “línea dura” de los policiales, con traducciones de Dashell Hammett, Raymond Chandler y otros, junto a otros autores de las líneas más clásicas.

Es posible pensar que esta obra de De la Puente refleje en sus pocas páginas esa transición hacia el policial duro, con su sarcasmo, sensualidad e incipiente violencia. Más clara es cierta alusión a las historias de Perry Mason escritas por Erle Stanley Gardner y llevadas a la televisión por esos años.

Aquí el caso no gira en torno a un abogado penalista sino a un investigador privado, Larrazábal, quien sin embargo también cuenta con la ayuda inestimable de una secretaria con aire de suficiencia, como la que demostraba Della Street, la fiel asistente de Mason.

En la novela de De la Puente, Larrazábal, que está a punto de abandonar el negocio, recibe el encargo de investigar la desaparición de un hombre joven, un filatelista que rastreaba una rara estampilla, la famosa Rivadavia azul, de gran valor económico. La pesquisa va dejando en evidencia la existencia de un plan criminal mayor.

La trama, en la que no faltan las mujeres irresistibles, los tragos y alguna golpiza, se desenvuelve entre Buenos Aires y Montevideo, ciudades que son recorridas por el inspector a pie, en auto o hidroavión. El protagonismo de las calles porteñas en un policial es, de hecho, uno de los elementos novedosos de la época, y así seguimos a Larrazábal mientras se traslada desde Barrio Norte al Congreso o a Palermo chico.

Hay todavía una mezcla de picardía e inocencia en el planteo, que presenta el duelo entre el inspector y los villanos como una competencia deportiva. No hay sadismo, no hay truculencia, casi no hay excesos. Es, en ese sentido, una expresión de su tiempo.

Solo con el correr de las páginas el inspector se va revelando como un hombre curtido y áspero. Pero, también, algo incauto, torpe, perdedor, a un paso de la ruina. Un matiz que es propio de la ironía que quiso imprimir el autor a su obra y también a su protagonista.

Como telón de fondo de los personajes, entre los que se cuenta el jefe de la brigada de investigaciones de la policía, Della Croce -que está siempre un paso atrás de Larrazábal- aparece el rostro de una sociedad más contenida, más confiada, más humana, con una mirada límpida sobre la policía, en la que asoman sin embargo vicios y delitos que no harían más que agravarse con el tiempo.

Luis de la Puente es autor de otras siete novelas policiales publicadas por Acme Agency en sus colecciones entre 1949 y 1956. Su reedición ofrece una lectura entretenida y, sobre todo, refrescante.

 

 

jueves, 6 de junio de 2024

Julio César Guianze: Más vivo que nunca


 

Más vivo que nunca

“Quise mirarlo con atención porque ya no lo vería nunca más.”

José Bianco, La pérdida del reino

Estoy acostado en la cama de al lado esperando que papá se muera. Tiene la boca abierta, los labios hundidos, los dientes en el vaso. Escucho su respiración, vigilante, como un padre primerizo con el recién nacido. Acabo de darle la segunda pastilla de morfina. Hace tres días que dejó de comer, cinco meses que recibe quimioterapia y algo más de un año que le detectaron la enfermedad.
     A papá le crecieron los codos, los pómulos, la clavícula, los tobillos y, sin embargo, la piel ajada, gris paloma, parece unos talles más grande que el esqueleto. Todavía conserva sus ojos grandiosos, de un castaño químico, pero cubiertos ahora por una película lechosa.
Acaba de cumplir noventa. Sé que no voy a escucharlo otra vez. Y es eso, su voz y sus manos –esa manera suya, colorida, de contar, la curiosidad sin fin, y su valentía inconveniente– lo que me va a faltar.
     Lo mandaron a casa cuando se aseguraron de que los medicamentos lo habían destruido. No tiene dolor, pero está cansado, y aunque no estuvimos de acuerdo en muchas cosas, yo sé –ahora mismo lo estoy sintiendo– que todo lo suyo se va a volver más o menos sagrado para mí, y que lo voy a tratar con el pulso que reserva el anticuario para una reliquia exquisita o escasa.

El médico vino esta mañana y trató de explicarle lo que puede pasar. Papá lo escuchó sin curiosidad, creo que sentía lástima por él, y cuando el médico se fue, papá me dijo: “Este todavía piensa que las personas se mueren por las enfermedades...”
     Siento una mezcla de piedad y odio –no sé bien qué es– cuando me pide unas galletas determinadas –que no va a comer– y “que tienen vainilla y me gustan y las trago sin problemas, por favor”. Mastica sin dientes su propia saliva y el perfil de viejo mono blanco parece resplandecer en la oscuridad; el ojo que alcanzo a ver brilla como una piedra preciosa. Papá muere como un cavernícola.

La enfermera coloca el saché para la transfusión. Papá se queda dormido y su cara se ablanda mientras el jarabe se le escurre por las venas. De pronto despierta, mira alrededor y, como si recién hubiera llegado, dice: “Ah, pensé que ya me había ido...” La enfermera niega con la cabeza. “¡Ay, por favor, Don...! ¿Adónde va a ir?” Papá sonríe: “¿Adónde? Ja...”, dice, y se queda mirando el techo sin dejar de sonreír.

Un vecino lo visitó acompañado de un pastor evangélico. Hablaron de dolores y viejos recuerdos y cuando el pastor desviaba la conversación para decir Cristo o Dios, papá miraba la ventana cerrada o el televisor sin volumen. Hace un rato me dijo, sin que viniera a cuento, ¡justamente hoy!, que él no puede imaginar una tortura mayor que la vida eterna. “Nada más inhumano”, me dijo. “Si hasta el peor criminal tiene derecho a morir... ¿Decime cómo una vida sin fin no se convierte en una condena?”

Papá se va como un búfalo, mirando alrededor y echando resoplos, decidido a entregarse al fuego para negarle el plato al gusano, al cuervo y a la hiena; se muere dando un estertor final que no es gran cosa, y después entero, con esa quietud nueva, casi igual pero distinta, mantiene la boca cerrada a punto de abrirse, tal vez para hablar, pero nunca se abre.
No hay nada más sencillo que morir sin miedo.

Mamá está sentada sobre una roca. Veo su espalda sin cabeza con el mar de fondo y unas vecinas que sueltan flores al agua. Rodeo al grupo y observo: mamá tiene la pera hundida en el pecho, tal vez recuerda, ahora sin él, también sus manos y su voz. Mamá lo amó a papá hasta el último día que lo amó. Ni un solo minuto más.
     El borrón de ceniza se extiende y deshace sobre la espuma del Atlántico. El cielo –tal vez infinito– sigue moviéndose y matándonos con su implacable mesura.
     Me veo volver callado y sonriendo, lacrimoso, a las caras amigas y amargas y blancas que me esperan.
     Mi hijo de cinco años corre con sus amiguitos en la arena. Está agitado. Parece que unos malvados lo obligaron a usar sus poderes mágicos. Cuando me ve, abandona el combate y se acerca.
     –¿Papá..., y ahora, dónde está el abuelo?
     –La verdad... no sé...  
     Se rasca la cabeza y vuelve a preguntar.
     –¿Pero ahora tu papá no es nadie?
     –No. No es nadie –le contesto y vuelve a correr disparando rayos invisibles que suenan en su boca. Tiene la vida y la muerte por delante.
     Me quedo quieto, dentro de un cono de silencio, y me pregunto si papá al final dejó de ser alguien para ser algo.

Vaciamos su última habitación y guardamos sus cosas. Mamá se llevó un paquete de ropa, unas chirolas y papeles que pronto tendré que volver a juntar y a tirar.
     Miro las fotos blanco y negro donde él está antes que yo, sin mí. Es joven y fuerte, más vivo que nunca y parece feliz. Parece también confiar, con razón, en que la vida le va a durar toda la vida: ni un solo minuto más.