viernes, 18 de septiembre de 2020

Los libros de Marcelo Abadi en Simurg


 

De El filósofo y su alumna, volumen de próxima aparición, ofrecemos a título de anticipo el ensayo «Las manos de René».

¿Quién no se ha sentido perplejo alguna vez al observar sus propias manos? 
Descartes mira las suyas mientras sujetan un papel, y se pregunta si existen realmente. Luego se contesta: ¿cómo podría negar que estas manos y este cuerpo sean míos? Lo contrario sería propio de locos, piensa. Pero quizás el filósofo sea un tal loco, uno que se ha vuelto loco a fuerza de protegerse de un mundo de incertidumbres y errores.
Es de noche. Descartes está en robe de chambre, sentado frente al fuego, pero ¿cómo asegurarse de que no está desnudo en la cama? Se ha propuesto dudar de todo aquello que aprendió hasta ese momento, incluyendo las circunstancias en las que se encuentra. 
Y por si no bastara considerar la posibilidad de la locura, se pregunta si todo aquello que tuvo por real, todo lo que está frente a él, no es solo sueño.
Surge entonces, como para el náufrago la visión de una tierra firme, la certidumbre de que no hay sueño sin soñador, ni pensamiento sin alguien que piense. Cogito, sum. Pienso, soy: esa es la primera verdad, la verdad indubitable sobre la cual se levantará todo el edificio del saber. En el Discurso del método, de 1637, era «pienso, luego soy», «cogito, ergo sum». En la primera Meditación, de 1641, es «pienso, soy». Una intuición instantánea, no un silogismo.
Ahora bien, el discurso más racional se sustenta en la particular experiencia de quien lo formula. 
Descartes vivió el miedo, el desprecio, el amor y también el odio. Tuvo una hija natural cuya muerte, según dijo, le provocó la mayor pena de su existencia. (Y eso, en tiempos en los que no se hacía mucho caso de la pérdida de los hijos.) 
Por otra parte, sabía bucear en las razones o los motivos de sus sentimientos. Ejemplo: su amigo Pierre Chanut, representante de Francia ante la reina Cristina de Suecia, le pregunta en una carta, por encargo de esa reina, a qué se debían las preferencias que se tienen por una persona determinada. A esa consulta el filósofo contestó, el 6 de junio de 1647, en primera persona. Contó que de niño había amado a una chica estrábica de su misma edad. Desde entonces, y durante mucho tiempo, experimentó una fuerte inclinación por las mujeres bizcas hasta que entendió que el estrabismo no era una ventaja, sino un defecto. 
A partir del amor primero, razonaba el filósofo, se habrían formado en su cerebro unos pliegues que se activaban cada vez que veía a una mujer con una mirada similar a la de la niña de entonces. 
Fue una de las decepciones de Descartes. No la ú­nica.
El miedo de vivir en una guerra de todos contra todos, el espanto frente al silencio eterno de los espacios infinitos, la tristeza por la muerte de un amigo dilecto, el asombro, todos esos sentimientos reverberan en los sistemas filosóficos, aun en los que culminan en vastos palacios de la razón, esos palacios que, según se dijo, los hombres pueden admirar pero no habitar. «El corazón tiene sus razones que la razón no comprende», anotó Pascal. Y aunque esas razones no determinen la verdad o la falsedad de las construcciones racionales, las recorren subterráneamente. 
La primera razón del saber no es una pura razón. Lo sabía ya Aristóteles, que apuntaba que el asombro, y no otra cosa, es el origen del filosofar. 
Por su parte, Descartes parte de la puesta en duda de todos los conocimientos. Se ha dicho que la suya es una duda metódica, hiperbólica, llevada al extremo con el fin de encontrar una verdad que le resista, dar con una roca inconmovible sobre la cual construir el edificio de la ciencia, una ciencia que nos haga amos y señores de la naturaleza, y de nosotros mismos.
Esa duda, bien puede tener origen, no tanto en una decisión metodológica como en un sentimiento profundo de decepción. (1)
Expuesta en El discurso del método en 1637 y en las Meditaciones metafísicas en 1641, la duda cartesiana parte de la desconfianza en los conocimientos provenientes de los sentidos, como en el antiguo escepticismo, pero se extiende al cuerpo propio y a toda existencia. Podemos ser engañados por un Dios benevolente o aun por un genio maligno que no vacila en conducirnos a arenas movedizas para hundirnos en ellas para siempre. 
En El discurso del método Descartes cuenta su situación al terminar los estudios en el Colegio de La Flèche. Sus maestros le han enseñado lindas frases, pero nada cierto, y decide entonces ir a leer en «el gran libro del mundo». Toma las armas, aunque más que guerrear acompaña ejércitos, visita cortes reales y también a alquimistas, a supuestos poseedores de saberes ocultos. Y se pregunta qué camino seguir en la vida. Las largas deducciones de las matemáticas lo deslumbran, pero no alcanzan a darle seguridad en lo que hace a la conducción de su existencia.
Dicen que su padre, hombre próspero de la pequeña nobleza, no lo apreciaba. Según él, solo serviría para ser encuadernado en cuero. En cuanto a su madre, se cita una carta que el filósofo envió a la princesa Elisabeth en 1645, o sea ya cerca de la cincuentena. Decía: «Habiendo nacido de una madre muerta pocos días después de mi nacimiento por una enfermedad pulmonar causada por algunos disgustos [...]», cuando en realidad la mujer murió cerca de un año después de su nacimiento, alumbrando a otro hijo, que a la vez murió a los tres días. Si este falso cuadro familiar indica o no el origen de la decepción de Descartes, puede ser tema para psicoanalistas. De todos modos, cabe suponer que en esa época no se prestaba tanta atención como ahora a las muertes de los infantes. No mucho tiempo antes, Montaigne contaba que había perdido dos o tres hijos durante el alumbramiento. Dos o tres. Ni se acordaba bien de cuántos.
Lo cierto es que Descartes describe cada error como la privación de algo que nos es debido. Llevado al extremo, este sentimiento da origen en las Meditaciones de 1641 a la hipótesis de que existe un temible deceptor, un gran mentiroso que se complace en engañarnos. No es Dios, claro, es un geniecillo maligno, y muy poderoso.
Se entiende que la decepción esté acompañada por sentimientos afines. Borges, que no era particularmente devoto del filósofo francés, le consagra un poema en el que le hace decir: 

Siento un poco de frío, un poco de miedo. 
Sobre el Danubio está la noche.
 
¿Miedo? ¿Por qué no? Descartes sintió un gran temor, acaso justificable. En 1633, al enterarse de la condena de Galileo decide no dar a conocer su Tratado del mundo. Adopta como divisa el «bene vixit, bene qui latet» (bien vive aquel que bien se esconde) de Ovidio. Evita discutir con los doctores de la Sorbona, se va a vivir a los Países Bajos, donde busca seguridad para desarrollar su doctrina.
En las exposiciones de esa doctrina, después de cuestionar las informaciones que provienen de los sentidos, pone en duda la propia existencia de las cosas. No solo duda de cómo son, sino también de que sean. Es el solipsismo. Solo yo existo. Y aun yo, ¿existo realmente? En una de sus etapas, la duda alcanza la propia existencia. ¿Es una locura dudar de sí mismo? El filósofo está dispuesto a perder la razón, a volverse loco con tal de alcanzar una certidumbre entera y esa certidumbre llega cuando, desprovisto de toda creencia, cae en la cuenta de que para que haya engaño debe haber engañador y engañado, y que para pensar hay que ser. 
A partir de ese yo memorable que surge entonces, y alcanzada luego la prueba (o hecha la apuesta) de que hay un dios y de que ese dios no puede querer engañarnos, el conocimiento se torna posible. No cualquier conocimiento, claro, sino el que procede con ideas claras y distintas, el que avanza con la certidumbre de las matemáticas.
Descartes derriba luego la barrera que separa las matemáticas de la física, y la física de la biología. Expulsa de la ciencia la consideración de las causas finales, y llegando al terreno de la vida entiende a los animales como máquinas. En su concepción de la realidad distingue por una parte el pensamiento, por otra la extensión. Ah, y Dios, sí, pero no hay ningún papel para él en el desarrollo del saber. Nos creó, nos crea a cada instante, creó las verdades eternas y garantiza que lo que concebimos clara y distintamente es verdadero. Además, dispuso el mundo de tal modo que en él rija –descubre Descartes– el principio de inercia, lo cual significa que nada se modifica sin razón. Nihil sine ratione. Listo.
Desgraciadamente, la física cartesiana fue floja y su biología disparatada. La duda metódica, por otra parte, fue puesta en cuestión por su posteridad racionalista. Leibniz pretendió destruirla, establecer graduaciones. El filósofo alemán anotaba: «Que deba dudarse, como dice Descartes, de todas las cosas en las que hay hasta la menor incertidumbre, sería preferible expresarlo con esta fórmula mejor y más clara: debe pensarse qué grado y cuál merezcan de asentimiento o disentimiento».
Por mucho tiempo nadie retomó, en el principio de la filosofía, ese voto de pobreza que consistía en el rechazo de todo aquello sobre lo cual pudiera planear la más mínima duda.
Pero Husserl entendió, siglos después, que el gesto cartesiano era el comienzo obligado de todo filosofar. En 1929, invitado a explicar la fenomenología en la Sorbona, dijo, y no solo por cortesía: «Todo aquel que quiera seriamente convertirse en filósofo debe, “una vez en la vida”, replegarse sobre sí mismo y, dentro de sí mismo, voltear todas las ciencias admitidas hasta aquí y tratar de reconstruirlas. La filosofía –la sabiduría– es de alguna manera un asunto personal del filósofo. Debe ser [...] su saber». Y luego: «Las Meditaciones de Descartes no quieren ser una cuestión puramente privada del filósofo Descartes [...] Por el contrario, dibujan el prototipo de [...] las meditaciones necesarias a todo filósofo que comience su obra».
Por cierto, Husserl no pretendía recomendar a ningún aspirante a filósofo una temporada en el infierno de la decepción, que tal vez conoció cuando en los albores del nazismo su discípulo Heidegger cruzaba a la vereda opuesta para no tener que saludarlo. 
Una de las desilusiones de Descartes fue, como él le contaba a Chanut, advertir que el estrabismo no era una ventaja. Sin embargo, parece que tardó bastante en descubrirlo. El estrabismo que evoca no es el llamado convergente, sino el divergente, como lo sugiere al recordar conmovido la mirada perdida de sus amadas. (¿Y si no se hubiera equivocado? ¿Acaso un tal estrabismo no fue atribuido a la mismísima Venus, la diosa del amor?) 
Descartes amó las dueñas de aquellos ojos que se extraviaban por los cielos a los que no ascendía su orgullosa filosofía.
Nada dice su autor sobre Hélène, la mamá de Francine. Se sabe que era la mucama de unos amigos, pero se ignora cómo era su mirada.
Otras dos mujeres importaron en su vida pública, y no eran del gremio de las servidoras. La primera fue Isabel de Bohemia y del Palatinado, cuya dinastía fue derrotada en Praga, en la batalla de la Montaña Blanca, y que se instaló en los Países Bajos. Isabel era una joven de rara inteligencia que mantuvo una correspondencia muy elevada con Descartes. La segunda fue una reina, la muy singular y varonil Cristina de Suecia. Ella lo quería tener en su corte, en Estocolmo, para que le diera lecciones de filosofía. Descartes vacilaba, temía el invierno del país de los osos, según decía. Finalmente aceptó, acaso para influir a favor de Isabel, más probablemente para asegurarse una pensión. 
La reina se hacía dar clase a las cinco de la mañana. Descartes había llegado en noviembre de 1549; en febrero de 1650 murió. De neumonía, se dijo.
¿O bien asesinado? Un historiador alemán conjeturó, con argumentos no tan insensatos, que el muy ortodoxo cardinal Viogué, de la corte de la Reina, había envenenado con arsénico a su peligroso rival. Los rastros del arsénico quedan por mucho tiempo en el cuerpo, y se podrían aún advertir, dijo el alemán, si tan solo se examinaran los restos. Lo cual no se hizo.
Años tardó en colocarse el cadáver en su ataúd final, un ataúd de cobre, y ser llevado a Francia. Ahí anduvo dando vueltas por París hasta terminar, no en el Panteón, sino en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. Al cadáver le faltaba el cráneo. Y las manos estaban despegadas de los brazos, esas manos que él había mirado perplejo aquella noche junto al fuego. 

[1] Cf. Ferdinand Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, Paris, 1950. El primer capítulo de esta obra magistral se titula "La déception".


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