lunes, 17 de marzo de 2014

Retrato de Alberto Laiseca en la Revista Ñ (14/03/14)

El desparpajo sin límites

Narrativa argentina. Retrato íntimo de Alberto Laiseca, un escritor de culto y autor de una obra excéntrica que empezó a traducirse al francés.

Por Diego Erlan

LAISECA. Nació en Rosario pero su infancia transcurrió en Córdoba. Con "Los Sorias" se convirtió en una leyenda.

 LAISECA. Nació en Rosario pero su infancia transcurrió en Córdoba. Con "Los Sorias" se convirtió en una leyenda.

 

Hay una anécdota de principios de los setenta, época en la que Alberto Laiseca vivía en Escobar. A pesar de tener que viajar cuatro horas todos los días para llegar al trabajo, vivía allí porque le gustaban los animales y sólo en Escobar podía tener una casa con patio. Un día encontró un gato de dos meses en la calle y lo adoptó. Empezó a darle de comer, a cuidarlo y encariñarse. Al día siguiente tuvo que irse a trabajar y dejó al gato en la casa. Al volver, el lugar estaba convertido en un escenario de terror: los perros habían despedazado al pobre gato. La furia que le generó la escena hizo que quisiera castigar, incluso matar, a esos animales asesinos pero instintivamente se puso a ladrar y aullar como un perro más. Con los pelos erizados como si estuvieran recibiendo una descarga eléctrica, los perros retrocedían con las patas encogidas, se arrinconaban y gemían. El escritor César Aira, quien supo diseminar el relato, interpreta que el temor del perro ante su amo convertido en perro supera el castigo más violento. Es peor incluso que la muerte. La hipótesis de Aira es que ese hombre transformado en perro seguirá siendo el amo pero además será perro. Es decir: “conocerá desde adentro los mecanismos de acción y reacción del perro, y podrá ejercer un dominio al lado del cual el del hombre-hombre sobre el perro es apenas un simulacro lúdico de dominación”. El poder del hombre-perro sería, para el perro, una verdadera pesadilla.
La escena no sólo describe el instinto de Laiseca. Describe también su forma de pensar y su desparpajo distribuido por novelas kilométricas, cuentos hilarantes y poesías que parodian la historia de China. Escribió Los Sorias , su monumental novela de 1998, durante los diez años que vivió en esa casa de Escobar y le costó dieciséis años publicarla. Y ahora todo indica que esta novela-mito será traducida al francés por la editoral El Nuevo Attila. Hace un año, la misma editorial publicó Aventuras de un novelista atonal , con la traducción de Antonio Werli y en un formato capicúa de sus dos partes. Y para el Salón del Libro de París, que transcurre desde el 21 hasta el 24 de marzo –aclaremos, Laiseca no ha sido ni invitado ni deliberadamente excluido–, se presentarán los relatos “Yo comí una chuleta de Napoleón” y “Mi mujer”, en coedición con La Guêpe Cartonnière, melliza francesa de Eloísa cartonera. No es una apuesta menor: el lenguaje que atraviesa su obra es lúdico, exuberante y se empeña en deambular por una cornisa.

Surgimiento de un culto
Los primeros lectores de Laiseca fueron Ricardo Piglia, Fogwill y Aira, todos pertenecientes a una misma generación. Ellos recibieron los originales mecanografiados y se preocuparon por inocular un virus. Piglia, al establecer su linaje con Arlt, ya que encontró en su literatura otra forma de oponerse a la norma pequeñoburguesa hipercorrecta que atisba en Los siete locos . Aira, al recomendar la publicación de Los Sorias en Simurg. Y Fogwill, en ese tráfico de autores que ejercía a través de charlas o artículos, al entender a Laiseca como si fuera un fractal; es decir, un objeto complejo construido en base a repeticiones en diferentes escalas. “Había pasado cerca de ciento cincuenta horas leyéndolo”, escribió Fogwill a mediados de 1983,“odiando a Laiseca en las jornadas durante las que su trabajo apunta a horadar minuciosamente la paciencia del lector, adorándolo cada vez que su imagen se me representaba como parte de algo sublime inalcanzable y amándolo al cabo de cada capítulo interminable, cuando volvía a la convicción de que su empeño en torturarme perseguía el goce de producir un cambio en mí, convenciéndome, al mismo tiempo, de que yo lo merecía.” En ese mismo año lo incluye como personaje de “Help a él”, esa relectura carnal de “El Aleph” de Borges, como Adolfo Laiseca (en el papel de Carlos Argentino Daneri). En una escena del cuento, mientras fuman, Laiseca le muestra al narrador lo que al parecer es un libro de cuentos ( Matando enanos a garrotazos ). “La prosa era impecable”, escribe el narrador, “y abundaba en ese truco de Adolfo que yo había señalado en su novela: un uso anómalo de ciertos giros coloquiales, como si yo ahora escribiese que en ciertos párrafos, él ‘enchufaba’ palabras de un léxico legítimo, pero inesperado en el contexto del relato. Ese uso irruptivo y exagerado del giro coloquial distorsionaba toda alusión realista, creando un clima de alteración mayor que el que la improbabilidad de esos componentes del lenguaje llevaría a pensar”.
Laiseca no está loco: es un excéntrico. O mejor, un disidente del mundo, una de esas personas que, como decía Nathaniel Hawthorne, se apartan de los sistemas en los que los individuos se ajustan a la perfección por temor a perder su lugar. El excéntrico siempre provoca, aunque no lo desee. Está al margen: más cerca del asceta religioso, de un linyera o un mago. Y su deseo está puesto en la rara manera que tiene de ver el mundo. Ese punto de vista diferente es el que construye su universo de ficción. Por eso quiso ir a pelear a Vietnam (para sacarse el miedo que “me encajó mi padre”, “para seguir un curso rápido de crecimiento”) y con ese objetivo hasta escribió una carta al presidente Lyndon Johnson. Nunca recibió respuesta.
“Estaba desesperado, pero creo que fue para bien porque si no, no hubiera vuelto”, dice ahora Laiseca en el departamento de planta baja donde vive en la calle Bogotá, sentado frente a su macizo escritorio (conocido como la mesa vaticana) donde tiene una botella de cerveza caliente, un cenicero que rebalsa de colillas de Imparciales y el televisor en mute . No corre aire y Laiseca suspira. Y se acuerda de la época en que escribía cuándo podía. Era principios de los setenta. Trabajaba como corrector de pruebas en el diario La Razón . Viajaba en colectivo, leía a historiadores antiguos como Tito Livio o los relatos de Las mil y una noches , y cuando el colectivo entraba al barrio La Chechela de Escobar y frenaba en la carnicería La Esperanza, donde Laiseca debía bajarse. Era de noche. Le quedaban todavía catorce cuadras por la avenida Tapia de Cruz hasta llegar a la única casa propia que tuvo. Siempre llegaba cansado y sospechaba que ni siquiera iba a tener fuerzas para comer. Mucho menos para escribir. “Sin embargo, era tan mágica esa casita”, dice Laiseca. “Se me iba el cansancio.” Preparaba un bowl de té hirviendo, le agregaba rhum Negrita, varias cucharadas de azúcar y empezaba.
El recuerdo de la máquina de escribir se interrumpe por una inquieta gata negra de tan sólo dos meses que intenta romper el pantalón del visitante. “¡Negrita!”, grita Laiseca. “Si te clava las uñas pegale un chirlo”, recomienda. “Pegale un chirlo porque si no la voy a tener que castigar yo y muy mal, ¿entendés?” Oscar Wilde entendió que el arte encuentra su perfección dentro, y no fuera, de sí mismo y por eso no se lo debe juzgar con parámetros externos de semejanza. El arte, dice Wilde en La decadencia de la mentira , más que un espejo es un velo, tiene flores que los bosques no conocen, pájaros que ninguna fronda posee y es el encargado de crear y deshacer mundos. Laiseca siempre fue un buen lector de Wilde. Y siempre contó que el tema del poder –base de Los Sorias , la historia de un dictador que se humaniza– se hizo carne en él desde los nueve años, época en la que fabricaba un mundo ilusorio con miles de niños a sus órdenes que construían cavernas subterráneas por debajo del pueblo donde se crió, Camilo Aldao, al sureste de la provincia de Córdoba. En 1998, cuando esa novela se publicó, Laiseca desenterró una frase que le decía su padre (“Vos no mandás aquí”) y a partir de ella supo que lo interesante que tiene el poder “es hacer sufrir a los demás sin razón alguna”. La perversión era una mecánica aplicada por su padre y por los adultos de su infancia y la única salida que encontró fue la de construirse un mundo sólo gobernado por sus caprichos. Así lo hizo.

Si no le gusta, vayasé
Hay otra anécdota que Laiseca convirtió en mitología. Durante años vivió en pensiones y en el autorretrato que escribió para el libro Primera persona (Norma, 1995) relató que ganaba poco (como obrero de la construcción o empleado telefónico) y no le quedaba otra más que compartir las piezas con dos o tres tipos y una variedad inimaginable de bichos infames. Una de las primeras cosas que le enseñaron en ese tipo de lugares fue “Si no le gusta, vayasé”, y esa frase, con el tiempo, terminó por convertirse en atributo de sus textos. La convivencia nunca fue fácil y el hacinamiento no colaboraba con ciertos roces. “Con los que peor me llevé fue con dos hermanos: Juan Carlos y Luis Soria”. La novela parte de aquí: un muchacho (Personaje Iseka) es obligado a compartir una habitación miserable con dos hermanos metidos que le dan consejos, le revisan las cosas y “le hacen sentir la fuerza de sus masas gravitatorias”. En la primera de las 1.342 páginas que la convirtieron en leyenda, Personaje Iseka abre los ojos y lo primero que ve es a un Soria. De esa manera, el despertar funciona como inmersión en un agujero de gusano (esa pasadizo entre dos universos) para que esa lucha interna en la pensión termine por reflejarse en una guerra mundial entre estados poderosos: Soria, Tecnocracia y la Unión Soviética. La física teórica aún no tiene claro si el ser humano puede pasar por un agujero de gusano sin desestabilizarlo o ser desestabilizado. Frente a su obra, frente a su cuerpo intimidante (Laiseca mide casi dos metros), frente a su voz, su risa o los libros maniáticamente forrados de su biblioteca, el lector siente lo mismo.
“La ficción reconstruye la conciencia del perseguido que intenta comprender el universo del que trata de huir”, analizó Ricardo Piglia en el prólogo a la primera edición. A partir de Los Sorias , Laiseca construyó para su universo una serie de constelaciones: Aventuras de un novelista atonal (1982), especie de prólogo a ese libro “enciclopédico, único, misterioso y larguísimo”, los relatos de Matando enanos a garrotazos (1982), del que Borges comentó sobre el título que parecía “una historia crítica de la literatura argentina”, y El jardín de las máquinas parlantes , “una novela sobre el saber por su lealtad al borde”, como escribió Fogwill en 1986.
En el primer número de la revista El Ansia de octubre de 2013, Miguel Vitagliano interpreta una lectura que hace Fogwill en el prólogo que escribe para la reedición de Aventuras de un novelista atonal (2002). Allí, Fogwill destaca el modo en que Laiseca “sabía librarse del tono de una época” y que desde los primeros ochenta persistió en su desmesura temática y una particularísima lengua: “No escribe con la lengua hablada –ese artificio magistral del grado cero del decir– sino con la lengua natural de la literatura, que, en la parodia, remite permanentemente a la épica y a los orígenes de la novela”. Vitagliano observa con razón que Fogwill no escribió “liberarse” del tono sino “librarse”. “Liberarse del tono –apunta Vitagliano– sería creer que puede haber libertad cuando uno depende de otro, aun cuando lo que se pretenda sea tomar distancia de ese otro. Liberarse de un tono-amo es seguir hablando la lengua del amo. Librarse del tono resulta menos ilusorio, es una posición activa y no reactiva. Define la distancia que existe entre escapar y salir.” Fue en Escobar donde Laiseca quemó las miles de páginas del manuscrito de Los Sorias y los papeles con anotaciones que construyeron la trama de El jardín de las máquinas parlantes (1993). En lo que él llama sus naufragios (“esos días en los que volvés a tu casa y encontrás que te tiraron todas tus cosas a la mierda”) perdió cientos de páginas más con obra inédita. Nunca pudo reescribir esos libros porque, según él, las cosas no se pueden escribir de nuevo. “Lo que se perdió, se perdió. En su momento, me dio bronca, furia, desesperación, pero nada más ni nada menos.” Laiseca enciende otro cigarrillo y mueve la cabeza. “No, no se pueden escribir de nuevo las cosas. Porque las cosas son únicas, ¿entendés? Y si se pierden se perdió lo único, que era eso. No se puede reescribir: la vida pasa, tu cabeza está en otra.” Desde hace años, sin embargo, la cabeza de Laiseca está metida en una guerra que no termina. “Tengo a mitad de camino una novela sobre la guerra de Vietnam, pero es un tema que me afecta mucho”. Se titula La puerta del viento y tiene como protagonistas a dos personajes, el lieutenant Reese y el teniente Lai. “Que soy yo”, aclara Laiseca. “Pero también Reese soy yo. Son el mismo. Lo que pasa es que Reese está loco y no entiende nada. El único que entiende es el teniente Lai. Entonces pasa toda la guerra defendiéndolo a Reese porque tiene la certeza de que si lo matan a Reese, él muere automáticamente, porque es su doble. De eso se trata.” En una entrevista con Daniel Guebel Laiseca decía que el universo es el doble de lo que imaginamos. “Está lo que se ve y la parte sumergida. Curiosamente, los niños sí lo saben. Por ejemplo, los chicos les tienen miedo a los fantasmas. ¿Quéres que te cuente una cosa? Los fantasmas existen, ese es el secreto. Para mí la realidad es eso.” Cuando escribe, Laiseca se sumerge en algo que llama la “cuenca oceánica” y cuando baja a la cuenca oceánica de la creación empezás a ver cosas. “Te comunicás con las memorias universales.” En base a esa idea, el escritor construyó ese “realismo delirante” que sostiene sus novelas, algunas como máquinas del tiempo (como La hija de Kheops , La mujer en la muralla o incluso sus Poemas chinos ) y otras como máquinas de invención, que le sirven al autor para “sacarse muchas obsesiones de encima”.

–¿Uno lo consigue o siguen ahí?
–Sí, siguen estando pero bajo control. No se van a ir y quizá sea bueno que no se vayan, porque si no, dejarías de ser vos.
–Y esa novela sobre Vietnam, ¿no sería bueno terminar de escribirla para tener esa obsesión bajo control?
–Seguramente, pero me cuesta mucho porque el tema es muy doloroso para mí.
–¿Por qué es tan doloroso?
–Porque se perdió una guerra que nunca debió haberse perdido.
–Estaba muy compenetrado en esa época, ¿nunca pudo ver de afuera esa confrontación?
–Es que no hay que verlo de afuera, hay que verlo desde adentro para verlo.

La risa de Laiseca retumba.
En las paredes cuelga una fotografía de Laiseca, que mira de costado, y otra del padre, como campeón de tiro.
A finales de los ochenta, Laiseca creía que uno, para independizarse definitivamente de sus padres, necesita perdonarlos por un acto de voluntad. “De lo contrario, va a seguir pegado a ellos, aunque sea por el odio”. Y ahora, tantos años después, mira esa fotografía en la pared, le da una pitada a su cigarrillo y dice que ese es su padre: “Era un buen hombre.”

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