Carlos Costa
Marcapasos
(Novela, 168 pp.)
“La
inminencia de la muerte revela hasta qué punto una vida es capaz de
multiplicarse en misterios. Carlos Costa dispone la escena con pulso
exacto: en el iempo casi suspendido del campo, la espera casi suspendida
de las agonías; en torno de esa espera, los intereses y las intrigas se
tejen y destejen de manera incesante. Los lectores de Marcapasos van a seguir esta historia como si fueran sus propios secretos y sus propias ambiciones lo que se está poniendo en juego.”
Martín Kohan
Hace calor.
Suficiente como para que hayamos decidido instalarnos en la galería. La tía
Amanda sigue viva. La puerta de su cuarto está abierta, desde donde estamos la
puedo ver: apenas una leve protuberancia en la cama que le queda enorme. Marta,
la mujer que la cuida, está atenta a cualquier mínimo cambio en el ritmo de su
respiración. Se ha venido ocupando de todo en los últimos años y seguirá a su
lado hasta el final. Debe tener cuarenta y algo. Es joven. Me quedo pensando
cuánto más joven habrá sido cuando empezó este trabajo y se enterró en el campo
con Amanda. Debe tener una historia, le debería preguntar a mis primos que la
conocen. Cuando esto se termine ya no tendrá a quién cuidar, se quedará sin
trabajo.
Es ella la que nos
ha alcanzado el repelente, hace un rato. Ahora el pomo pasa de mano en mano sin
que sea necesario romper el silencio, nuestro silencio, porque el campo está
poblado de estridencias: gritan los teros, las chicharras aturden, de algún
lote lejano nos llega un mugido. Somos hombres, no estamos obligados a realizar
ninguna tarea samaritana, ni a mostrar sentimientos. Si cualquiera de nosotros
dijera “no puedo soportar verla así”, todos asentiríamos solidarios. Porque
todos debemos estar pensando si no nos aguarda el mismo destino, más tarde o
temprano; tenemos la misma sangre. Pero ninguno es capaz de decirlo en un
momento como este.
Hubo un error de
cálculo cuando el médico le aseguró a Marta que ayer sería la última noche y,
por eso, viajamos, y estamos todavía hoy soportando el calor, los mosquitos y
las incomodidades de la casona. ¿Cómo pudo haber vivido la tía Amanda todos
estos años sin tan siquiera un ventilador? No es posible entender que hubiera
prescindido de todo en la vida. Se está yendo sin quejarse, sin dar gastos, sin
pedir compañía. Aquí, en el casco viejo de lo que fue la estancia, en este
pedazo de tierra en medio del campo ahora ajeno. Casi olvidada de nosotros,
hasta que Marta lo llamó a Mario, nuestro primo mayor. Él se comunicó con
Daniel y Germán. A mí me avisó Daniel, casi sobre la hora. “Vamos en el auto de
Mario, si querés te pasamos a buscar.” No ha sido una buena idea, ahora tengo
la impresión de que estamos todos sujetos al día y hora en que Mario quiera
volver. Hasta que él no diga basta, ya está, nadie se va a ir, y no solo por el
tema del auto. De alguna manera sigue siendo el mayor.
–Tendríamos que ir
arreglando algo con la funeraria –dice Mario–, mañana es sábado, si nos
descuidamos no la vamos a poder inhumar hasta el lunes.
–Si querés te
acompaño –suelta Germán.
–Vamos –determina
Mario.
Se van rápido, sin
darnos tiempo a ofrecerles nuestra compañía. Me parece hasta cierto punto
ridículo contratar el servicio antes del fallecimiento, pero cualquier cosa que
los aleje por un rato de la casa les debe resultar una bendición. Nos quedamos
Daniel y yo. Siempre fuimos los más lentos, los más chicos, o los más boludos
de entre los cuatro primos. A Daniel eso nunca le ha molestado; está, podría
decirse, acostumbrado a ser el hermano menor de Mario y Germán. A mí, siempre
me fastidió ser el más chico, el último.
–Se fueron nomás
–digo abriendo los brazos en un gesto de resignación.
Daniel asiente con
la cabeza y da una pitada al cigarrillo. No me está mirando, tiene los ojos
clavados en las cuchillas. Todavía se ve a lo lejos cómo el auto levanta
polvareda, ya casi están llegando al vado, para después tomar la ruta al
pueblo.
–Deberían haberla
internado. No sé por qué la tenemos que tener acá, donde no hay ni un médico
cerca –agrego para romper el silencio de Daniel.
–Estuvo internada.
La mandaron a la casa porque ya no hay nada que hacer.
–Y por qué no la
llevaron a la casa del pueblo.
Daniel me mira
condescendiente.
–La casa no era de
ella. Era del tío Enrique. La heredaron los hijos de él, ahora vive la mayor.
–No sabía. La última
vez que vinimos a la estancia yo tenía doce años. Cuando murió el tío ya mi
viejo se había peleado con ellos.
–Tu viejo era
insoportable. Pobre Amanda, las que le hizo pasar.
Me descoloca. Nunca
pensé a mi viejo como un tipo insoportable, era mi viejo. Desde qué lugar me
puede decir Daniel eso. Con todos los favores que mi papá le hizo mientras
vivió. Realmente esta es una familia de desagradecidos. Debería alegrarme de
que nos tratemos tan poco. Pero me queda haciendo ruido lo que dijo, no puedo
dejarlo ahí.
–La verdad es que no
sé por qué se pelearon.
–¿No sabés?
–No, era muy chico.
En casa no se hablaba del asunto.
–La culpa fue de tu
viejo. Amanda y tu mamá no tuvieron nada que ver.
–¿Qué pasó?
–Tus viejos venían
siempre. Todos los veranos. Como si no pudiesen ir a veranear a otra parte.
–Era mi viejo que
siempre quería venir, le gustaba cazar.
–Me supongo, debe
haber sido así. El tío Enrique y Amanda los esperaban con la mejor disposición.
Me imagino que Amanda lo convencería al tío Enrique, le rogaría que le tuviera
paciencia a tu viejo, que no hablaran de política. Pero, un mes los dos aquí,
en el medio del campo, sin nada para hacer, era pedir un imposible. Terminaban
siempre discutiendo, siempre ofendidos, eran como River y Boca, dos pasiones
irreconciliables.
Se detiene. Giro la
cabeza. Mis ojos abandonan la contemplación del campo, mientras sigo con la
mente en aquel último verano. Daniel me mira como esperando que diga algo.
–Seguí –le reclamo.
Da una pitada al
cigarrillo y continua.
–Las cosas nunca
habían llegado a mayores porque el tío Enrique se las dejaba pasar. No lo hacía
de bueno, ni de tranquilo, lo hacía por Amanda y por tu mamá. Las dos hermanas
se querían demasiado como para que dejaran de verse por la política y eso
Enrique lo entendía; tu viejo no, estoy seguro.
Bajo la cabeza como
asintiendo, pero es solo una cortesía, porque en mis recuerdos, el que golpeaba
la mesa con el puño, el que puteaba, era el tío Enrique. Mi viejo siempre
tranquilo, como sobrando. Primero tiraba la piedra, después escondía la mano,
se me ocurre.
–La cosa se pudrió
definitivamente el día que lo “chuparon” a Rodolfo. ¿Te acordás de Rodolfo?
La imagen de un
Rodolfo alto, desgarbado, que en esa época andaría por los veinte años, se me
cruza. Estábamos en el arroyo; nosotros, los más chicos, cazando lagartos;
ellos, Mario y Rodolfo, fumaban y hablaban, a la sombra de los talas, como si
fueran adultos, como si ya pudieran con el mundo.
–Sí, cómo no me voy
a acordar. Tenía la edad de Mario. Eran amigos –le digo.
–Eran muy amigos
–aclara Daniel, enfatizando el “muy”. Mario ha cambiado mucho, pero en esa
época, si te acordás, compartía las ideas de Rodolfo.
El sol está al ras
del horizonte, la sombra de los eucaliptos se estira hacia nosotros. Daniel
está detenido, espera que yo diga algo más para seguir.
–¿Y eso qué tuvo que
ver? –lo animo.
–Los viejos de
Rodolfo sabían del cargo en el ministerio que tenía tu viejo durante la
dictadura. Creyeron que si lo hablaban al tío Enrique y él a su vez hablaba con
tu papá, algo se iba a poder hacer. Y a mí me parece que al menos lo podría
haber intentado. Pero estaba envenenado, odiaba demasiado a esos “zurdos de
mierda”, como siempre decía, pienso yo. El asunto es que cuando el tío lo
llamó, se negó. Después hubo una discusión terrible, me supongo que debió ser
por eso y desde ese momento se acabó toda relación entre ellos. Me extraña que
nunca les hayas preguntado.
–Mi vieja me contó
otra cosa. Algo de un negocio, de que papá había puesto plata para comprar
hacienda y que esa plata desapareció. ¿Vos creés que lo de Rodolfo sea
realmente la causa?
–Nosotros vivimos
acá hasta el ochenta; lo que te acabo de contar lo sabe todo el mundo.
–Pero,
concretamente, ¿a quién se lo escuchaste?
–A mi mamá, a mis
hermanos, a los padres de Rodolfo. ¿Necesitás algún otro testigo?
–No, pero a lo mejor
mi viejo no pudo hacer nada, él era civil.
–Capaz que no. Pero
lo que los jodió es que se negara por principio.
Pienso: ¿por qué iba
a mentirnos mamá?, ¿por qué atribuyó el quilombo a un asunto comercial y no
político? Aunque lo que dice Daniel podría cerrar. Muy de mi viejo, sí, los
principios por sobre todas las cosas. Nunca se dejó convencer por las medias
tintas, no iba a ceder ni un milímetro, costara lo que costara. Pero vaya uno a
saber.
–Del asunto del
negocio, ¿escuchaste algún comentario? –digo, incapaz de renunciar, de aceptar
la versión de Daniel.
–Nunca, y me parece
raro, porque tu viejo no tenía un mango en esa época; ¿de dónde iba a sacar
plata? La plata la hizo después y no me preguntés cómo.
–¿Qué me querés
decir? –Me altera esa forma insidiosa, como si fuera quién, para hablar así.
–Nada, Diego. La
verdad no tengo idea. No te lo tomes a mal.
–Sabés qué. –Me
paro, es un movimiento casi involuntario–. Estoy podrido de estas cosas. De las
indirectas, de que me hagan el vacío. Si tenés algo que decir, decilo de una
vez. Mi viejo hizo guita importando neumáticos y a vos te consta porque te dio
trabajo cuando estabas en la lona.
–Tu viejo ya tenía
la guita cuando se dedicó a la importación, o vos te creés que se hubiera
podido mover sin un capital.
Me quedo sin
palabras. Es cierto, las actividades comerciales de mi viejo habían ocupado
solo los últimos años de su vida; hacia atrás, cuando yo todavía era chico,
únicamente puedo recordar el puesto en el Ministerio de Economía y más atrás
tengo una nebulosa. Lástima que ya no quede nadie a quien preguntarle. Elisa,
mi hermana, hace diez años que vive en Miami, nunca hablamos de eso y estoy
seguro de que sabe menos que yo, porque es más chica. A Amanda no se le puede
preguntar, llegué tarde, una pena. Me siento humillado, como si tuviera puesta
una ropa incómoda, que no me pudiera sacar de encima.
–A ver –lo apuro–,
vos qué suponés que pasó.
–Te digo de verdad:
no sé. Pero fue notorio que en un par de años le cambió la vida.
–Entonces te voy a
pedir dos cosas: primero que si no sabés, no digas nada, y segundo, que me
dejés de joder con lo que haya hecho mi viejo. Yo no soy mi viejo y no tengo
nada que ver –casi le estoy gritando, pero no puedo evitarlo.
–Disculpame, Diego.
Tenés razón. Pero hay mucha bronca en mi familia, a tu viejo lo odian. Yo sé
que no es justo que te pasemos la factura a vos, pero tanto me machacaron de
chico, que a veces…
–Es difícil para
todos –lo interrumpo–. Imaginate que hace treinta años que no me trato con
nadie. Salvo con vos, y eso solo porque trabajaste con papá, con el resto ni
siquiera me había visto. Y con vos hasta ahí, prácticamente estabas siempre de
viaje.
Es justo que le haya
remarcado el “trabajaste”. Debería haberle dicho: “Te dio de comer”. Si tanto
lo odiaban, ¿por qué le fue a pedir ayuda? Terminó llenándose los bolsillos con
la venta de las cubiertas importadas por mi viejo y ahora me confiesa que
siempre creyó que era un cretino. Es un ventajero, un miserable. No se lo digo,
no vale la pena caer tan bajo.
–Sí, lo más lejos
posible de ustedes. Pero le tengo que estar agradecido.
Y no lo estás –por
eso es capaz de decir lo que dice.
–Señor –la voz de
Marta ha llegado desde la pieza.
Nos volvemos los dos
pensando que el desenlace llegó. Marta está en el vano de la puerta agarrándose
los brazos uno con otro, como si abrazarse a sí misma la reconfortara.
–¿Qué pasa, Marta?
–Necesita más suero.
¿Por qué no los llama a sus primos, que lo compren antes de volver?
Más suero, más
tiempo. Me siento mal de pensarlo, ¿pero es lógico prolongarle la agonía? ¿Qué
sentido tiene que siga allí en ese estado de vida suspendida?
Daniel se me
adelanta, los llama. Casi grita por el celular.
Trato de imaginarme
a Mario y Germán. Ellos estarán pensando lo mismo que yo. ¿Para qué?
–Y, comprá dos o
tres, no sé qué decirte. Mejor preguntale al farmacéutico. –Después se dirige a
Marta–: ¿Necesita algo más, algún calmante?
–No, tiene todo.
–Hace una pausa–: ¿Van a cenar?
Es inevitable, si
vamos a pasar otra noche tenemos que cenar. La primera noche nos arreglamos con
algunos sandwiches. Al mediodía Marta nos hizo un poco de arroz hervido con
huevos fritos, ahora aparentemente se han acabado los recursos.
–Decile que traigan
unas pizzas y algo para tomar –le indico a Daniel, asumiendo la decisión.
Vuelven cuando ya se
ha puesto el sol. El pedido que les habíamos hecho los sorprendió en la
funeraria, nos dicen. Como supuse, no pudieron contratar el servicio sin un certificado
de defunción y sin el documento de la fallecida. Mario deja las pizzas en la
cocina y se va al comedor para ver el partido. Lo sigue Germán que se saca de
encima los sachets de suero y se los entrega a Marta.
Daniel y Marta están disponiendo los platos para tres, Mario y Germán
ya cenaron en el pueblo. Yo me demoro en entrar, no tengo hambre, sobre las
ceibas del patio vuelan algunas luciérnagas. Había muchas, muchísimas, aquel
último verano. Ahora solo quedan unas pocas.