El tango de la muerte
El veinte de enero de 1942, siguiendo instrucciones de
Goering, y sin duda órdenes de Hitler, los más encumbrados jerarcas nazis se
juntaron en una mansión de las SS ubicada en un suburbio berlinés, junto al
lago Wansee. Entre ellos estaba Heydrich, y también Eichmann, nuestro futuro
huésped. En esa siniestra reunión se acordó la “solución final” del problema
judío. Ese eufemismo significaba el exterminio de todos los judíos de Europa,
unos once millones, según se calculaba. De una fase que admitía crueldades
individuales se pasaba a una escala industrial, una matanza que requería una
sistematización rigurosa, transporte de grandes poblaciones, provisiones de un
gas adecuadamente mortal como el Zyklon-B que aportarán algunas empresas
francesas, crematorios eficaces y personal capaz, una parte del cual, es
cierto, fue constituido por aquellos que a su vez pronto serían víctimas.1
Atrás quedaba el amateurismo. En el campo de Janowska, no
lejos de Czernowitz, donde había nacido el poeta Paul Celan, un comandante
llamado Gustav Willhaus se dedicaba con entusiasmo al “tiro al judío”, que
también gustaba practicar su esposa y pronto su hijita de nueve años a la cual
los SS complacían aportándole chicas judías de a cuatro; la rubiecita les
disparaba y en seguida pedía “otra vez, papá, otra vez”. Willhaus aun celebró,
el 20 de abril de 1943, los cincuenta y cuatro años del Führer asesinando
personalmente a cincuenta y cuatro prisioneros.
Todos esos crímenes individuales resultaron pronto en-marcados
en un plan de proporciones nunca imaginadas. Varios campos de trabajo se
convirtieron a partir de Wansee en campos de exterminio directo, prescindiendo
de la previa extenuación por el trabajo. De uno de esos establecimientos había
logrado salir el poeta rumano judío Paul Antschel, que luego se llamaría Paul
Ancel y después Paul Celan y compondría el más célebre, el más estremecedor
poema sobre la Shoá. Sus
parientes habían sido deportados antes que él. Su padre, el sionista de la
familia, el propulsor del uso del hebreo, murió de tifus, en un campo del Este;
su madre, exhausta, fue asesinada, su madre querida que adoraba el alemán y se
lo había hecho valorar tanto.
Ese famoso poema de Paul Celan apareció en traducción
rumana con el título de “Tangoul mortii” (Tango de la muerte), antes de
aparecer en el original alemán bajo el título de “Todesfuge” (Fuga de muerte).
¿Por qué el nombre “Tango de la muerte”? Hubo en la Argentina por lo menos
dos tangos con ese título, uno de Mackinstosh y otro de Novión. A ninguno de
ellos se refería Celan. El tango de la muerte de los campos nazis fue el que en
realidad se llamó “Plegaria” y con tal título lo cantaron intérpretes como
Carlos Gardel y Libertad Lamarque, pese a ser, según los críticos, una
composición mediocre, entre cursi y necrofílica.
Su historia es la siguiente: aprovechando el auge del
tango en Europa durante los ’30, un violinista argentino lla-mado Eduardo
Bianco se fue a París, formó una orquesta con Bachicha, la Bianco-Bachicha , y
luego otra por su sola cuenta. Años quedó en Europa. Tocó en Francia, en
España, donde dedicó una composición al rey Alfonso XIII, tocó en Italia, donde
dedicó otra o quizás la misma al Duce, tocó en Rusia, en Oriente Medio y en
Alemania. En Berlín, en 1941, “Plegaria” fue ejecutado por la orquesta de
Bianco ante Hitler y Goebbels, en oportunidad de un asado que ofreció el
agregado cultural argentino. Hitler y Goebbels, en su ansia por desplazar al
foxtrot, los souls y los blues, toda esa basura decadente de negros y judíos,
estaban felices de encontrar el tango. En la esfera de la música culta, bien se
sabe que la dodecafónica fue condenada y que la grandiosidad de Wagner gozó del
máximo favor, pero en lo popular, y junto a las viejas canciones alemanas, se
supuso que era ventajoso imponer nuevos y aún poco difundidos ritmos.
Bianco era nazionalista de alma y acaso de profesión.
Simpatizó con las dictaduras del Eje, aparentemente haciendo para ellas algunos
trabajos de “inteligencia”. Se cuenta que en las reuniones de músicos
argentinos, Enrique Cadícamo advertía: “guarda con Bianco, que informa a la Gestapo ”.
Pues bien, los testimonios de unos pocos sobrevivientes
de los campos y, para más pruebas, un folleto encontrado en los archivos del
Ejército Rojo, indican que en Lublin-Majdanek y en Janowska los comandantes
hacían formar pequeñas orquestas de judíos y les ordenaban tocar música
mientras otros prisioneros marchaban a las cámaras de gas o eran ejecutados
junto a las fosas que ellos mismos habían cavado. Esa música, se especifica,
era un tango llamado “Plegaria”.
Por el poema de Celan se entiende cómo el arte alemán,
sus rubias Margaritas, el “Deutsches
Requiem” de Brahms, “Der Tod und das
Mädchen” de Schubert, hasta la “Lorelei”
de Heine pudieron contribuir a configurar una cultura de muerte.
En el año 2011, en el Collège
de France, John E. Jackson dio cuatro conferencias sobre Celan, que se
pueden escuchar por Internet. Jackson destaca en el fondo del carácter de la
cultura alemana impuesta por el nacionalsocialismo dos predominancias que se
mezclan peligrosamente: un sentimentalismo (diría que próximo a la sensiblería)
y una crueldad siniestra. Fueron pocos los hombres que resistieron a esa
constelación, muy pocos.
Ahora bien, en nuestras latitudes, ¿no cultivamos con el
tango alguna mezcla de sentimentalismo y crueldad? Ahí está el enamorado que
descubriendo que se lo engaña comete el previsible doble crimen y lleva las
pruebas de su proeza en la maleta: “las trenzas de mi china y el corazón de
él”. Ahí el otro, que mata a la amada y al mejor amigo y que exclama: “¡qué
cuadro, compañero!” ¿Y no celebramos en la literatura a los compadritos y las
hazañas del facón? Y cuando la juventud maravillosa se inspiraba en las
monto-neras o anunciaba que el poder reside en la punta de los fusiles,
mientras un siniestro mundo de adultos proclamaba que las fuerzas armadas eran
la reserva moral de la Nación ,
y los capellanes bendecían las armas que aniquilarían “el accionar de la
subversión”, ¿no se adivinaba la matanza inminente? ¿Cuando Menéndez se mofaba
del principito y los más grandes folcloristas volvían de sus exilios para
convocar a la recuperación de la “hermanita perdida”, ¿no intuíamos que iban a
morir centenares de muchachos más por esa hermanita? Y ahora, cuando la televisión
repite entre noticias de crímenes contra nenas suburbanas, muchachos que salen
de los bailes, supermercadistas chinos o nativos, que la Argentina es “un país
con buena gente”, ¿olvidamos que ya nos presentamos como derechos y humanos?,
¿no tememos la autocomplacencia?
Hay que cuidar el lenguaje, no se puede hacer cualquier
cosa con él. Hay que impedir que moldee una cultura culpable. Si unos
intelectuales (de veras o de fantasía) se agrupan en cartas abiertas o
plataformas cerradas, si otros revisan la historia para confirmar ideas
preconcebidas (afortunadamente sin revalorizar aun la mazorca), ¿no son
infieles a los principios del pensamiento articulado?
Una frase que se repite en “Todesfuge” dice “Der Tod ist
ein Meister aus Deutschland” (“La muerte es un maestro proveniente de
Alemania”). En alemán, Meister
significa al mismo tiempo amo y maestro, maestro de orquesta, por ejemplo. El Meister había tocado su música de
infierno, el amo destrozaba los cuerpos de opositores políticos, judíos,
gitanos, homosexuales y enfermos.
Al finalizar la guerra, cualquier escritor alemán de
buena fe se encontraba con un montón de palabras envilecidas. ¿Qué hacer con
todas esas mentiras, con ese lenguaje en el cual se había ordenado la muerte de
millones? El alemán de los campos había sido una sucesión de ladridos; las
bellas palabras compuestas del idioma eran como excrecencias, ajenas a
cualquier sintaxis. Theodor Adorno dictaminó famosamente que después de
Auschwitz no podía haber poesía. Celan, mal que bien, instalado en París desde
1948, siguió componiendo sus poemas y en 1960 fue distinguido en Alemania con
el premio Büchner. En su discurso de agradecimiento aludió al encuentro
frustrado que había planeado con Theodor Adorno en Sils Maria, ahí donde
Nietzsche tuvo la iluminación del eterno retorno. Celan pensaba que el alemán,
el alemán suave que le enseñara su madre asesinada, había sobrevivido. Podía
ser reencontrado: se tenía que atravesar el espanto, penetrar en los bosques
más oscuros, tomar los senderos más escarpados, hasta recuperarlo enteramente,
arrepentido y hermoso.
Acaso fue esa la intención que lo llevó a
visitar a Hei-degger en su cabaña de Todtnauberg, en busca de una palabra de
arrepentimiento del filósofo por su pasado compromiso nazi. Como lo lamentó en
unos versos, Celan no recibió esas palabras. Poco después se tiró al Sena,
desde el puente Mirabeau.
1 Daniel Rafecas en Historia de la solución final, Buenos Aires: Siglo XXI, 2012,
relativiza la importancia de esa conferencia o, mejor dicho, el carácter de
hito fundamental que se le aribuye.