Mario E. Teruggi (Dolores, 1919 - La Plata, 2002) se graduó de Doctor en Ciencias Naturales (Universidad Nacional de La Plata) y se especializó en petrología en la Real Escuela de Minas (Universidad de Londres). Paralelamente a sus intereses científicos llevó a cabo una amplia obra literaria que no ha contado aun con el reconocimiento público que debería censarlo entre los más originales escritores del siglo XX en lengua española. Ha publicado cuentos (Armiño y yuyos, 1981), ensayos (Joaquín Frenguelli. Vida y obra de un naturalista completo, 1981; Panorama del lunfardo. Génesis y esencia de las hablas coloquiales urbanas, 1974; Finnegan's Wake por dentro, 1995) y novelas (La túnica caída, 1977; Casal de patitos, 1982; El Omnium de las cornucopias, 1987; Prohibido tocar los gauchos, 1994; El meteorólogo y Shakespeare, 1997; Pozo negro, 2001; Reality Life, 2002; Mi pariente Tarisio (1796-1854), 2002).
El relato que compartimos aparece incluido en su novela Pozo negro (2001) y es un texto central en la literatura erótica argentina.
La copita diaria
Madreselvas en flor, que me vieron nacer,
Y en la vieja pared, sorprendieron mi amor,
Si todos los años, tus flores renacen,
Por qué no renace mi primer amor.
“...as if they were asking you to suck it so clean and white he looked his boyish face I would too do it in 1/2 minute even if some of it went down what its only like gruel or the dew there is no danger...”
La Pistola era una virtuosa, una artista genuina. Nadie podía ponérsele a la par: las otras recurrían a las manos, a frotes con los pechos, a toqueteos enervantes, a reciprocidades pudéndicas, a intromisiones digitales en el cuerpo viril que se desleía. Ella no, era una profesional impecable. La boca era todo lo que usaba, todo lo que precisaba. Claro, por supuesto, ellos, los clientes, la estrujaban, le tocaban o amasaban los senos y las nalgas, le oprimían la nuca con sus ingles humeantes, ella permitía todo eso, no oponía reparos, pero su cuerpo era pasivo: solo operaban los labios, los carrillos y la lengua. Una actividad que transportaba al beneficiario al equivalente de los campos elíseos, del jardín de las Hespérides, del paraíso de las huríes.
Luego de años en los lupanares más frecuentados del país, La Pistola era casi virgen de sus orificios inferiores, pues se la contrataba como artista de felaciones incomparables. Las otras, y en particular las pupilas francesas y polacas que supuestamente eran mamadoras de alta calidad, no llegaban siquiera a atarle los cordones de los zapatos a La Pistola. La supremacía de ella frente a cualquiera residía en dos aspectos: su técnica especial y su manifiesto goce en la tarea, un entusiasmo contagioso que transformaba la mamada en un acto alegre y sacro.
La maestría felatoria de La Pistola resultaba de la combinación del genio con el trabajo. Su arte compendiaba una dedicación y un adiestramiento totales. Era ella igual a un ejecutante de instrumento de viento: varias veces al día, en momentos de ocio, incluso en reuniones con amigos, se distraía haciendo ejercicios. Pasaba y repasaba con velocidad viperina la lengua por los labios, la extendía barriendo el bozo hasta tocar la punta de la nariz, la rebatía hacia abajo hasta más de la mitad de la barbilla, la introducía en la boca para autosuccionarla o presionarla contra los carrillos. No se abandonaba nunca, era cual atleta o deportista consciente de que está siempre en perfecto estado de entrenamiento. Hija de alemán y de española, se repetía a sí misma una de las pocas frases que su padre le había enseñado cuando niña: Übung macht der Meister.
Practicaba siempre y, sin ningún tipo de calentamiento, podía ejecutar, en lo que los franceses denominan “el clarinete baboso”, las sinfonía más complejas y extenuadoras.
Aparte de los ejercicios diarios, una vez a la semana, por lo menos, practicaba lo que puede considerarse una proeza. En el fondo de un vaso de licor colocaba una aceituna. Introducía la lengua y con la punta hacía rodar a alta velocidad el fruto contra el vidrio hasta que, al cabo de un tiempo, quedaba solo el carozo mondo y lirondo. Esta práctica requería un tiempo variable, dependiente del tipo de aceituna: las pequeñas eran las más trabajosas por su carne dura y adherida al hueso, en tanto que las grandes, jugosas, eran friables y se desagregaban con cierta facilidad. La Pistola se había tomado el tiempo muchas veces e incluso había jugado competencias contra sí misma. Para olivas pequeñas y compactas el record había sido tres minutos y medio. La homologación con otros tipos resultaba casi imposible por la variedad de las aceitunas, y las negras casi no contaban, eran juego de niño para la lengua de La Pistola; en poco más de un minuto quedaba el hueso limpio. Hubo clientes que llegaron a pagar el precio de una felación completa nada más que para ver rodar la aceituna por el fondo de la copa y observar cómo las pizcas de carne eran arrancadas por la lengua para ser luego llevadas a la boca. ¡Un espectáculo incomparable que ninguna otra persona podía realizar a conciencia!
La técnica se la había enseñado un antiguo cafishio suyo, inventor del método, que él cultivaba para dar luego satisfacción oral a sus muchachas. Fue muy famoso en el arte del cunnilingo, destacándose de los vulgares y corrientes “empapeladores”, que pasan la lengua como si fuera una brocha gorda, sin pericia ninguna. Con todo, Carlitos —así se llamaba el macró— jamás logró dejar totalmente pelado el huesecillo oliváceo. A mitad de camino, debía abandonar con la lengua tiesa y la punta dolorida. No La Pistola, ella era incansable e invulnerable. En una ocasión, en una apuesta, mondó a lengüetazo limpio tres aceitunas, una tras la otra, en doce minutos clavados. ¡Y tras eso fue a hacer su oficio, lo más campante!
¡Qué profesionalidad la de La Pistola, a quien la práctica de largos años la había convertido en una inspirada maestra! No era bella, ni siquiera bonita: una cara vulgar, una boca de labios más bien finos que desmentían su pericia como felatriz, un cuerpo agradable, algo regordete, y nada más. En la calle, pocos —si alguno— se hubiera dado vuelta para mirarla. Y sin embargo, todos los días y noches, salvo los lunes de descanso, los clientes pedían sus servicios; trabajaba mucho más que las pupilas jóvenes y pizpiretas, ansiosas a gustar. Valía una fortuna, y por ella se mataron dos cafishios, además de varios tiroteos sin mayores consecuencias. Ya tenía cuarenta años y había gente que venía ex profeso de Buenos Aires para contratar sus servicios insuperables.
La técnica depurada de La Pistola era pues la base de su fama, pero si bien es casi siempre cierta la frase de que la genialidad es 10 % inspiración y 90 % de transpiración, en su caso había que aclarar que la inspiración ocupaba mayor proporción, al punto que sobrepasaba a la destreza por amplio margen. Cada felación suya era una obra maestra en la que volcaba todo su ser.
La razón de esta inspiración, la causa profunda que la motivaba, residía en un solo hecho concreto: a La Pistola le gustaba el esperma. Sus creaciones orales eran, en el fondo, glotonería, una gula sexual. En charlas con sus compañeras —esas largas charlas de la tarde en espera de los escasos clientes de esas horas—, cuando alguna de ellas se refería burlona a la voracidad por la leche varonil que enloquecía a La Pistola, ella solía referirles un recuerdo infantil. Les contaba que, de niña, había descubierto en los cercos de su pueblo natal el placer de descabezar las flores de madreselva, para sorberles la gota única y perezosa de néctar. Solía pasar largos ratos separando las corolas infundibuliformes para chuparles la base, sin llegar nunca a saciarse. En sus ensueños infantiles, llegaba a imaginar que se hacía muy rica y contrataba gente para que cosechara flores de madreselva a fin de extraerles el néctar, una copa, cuarto litro, de ese líquido tan avaro. Nunca concretó su sueño, que quedó como una irrealizable aspiración de niña-abeja libadora.
Tras esa primera explicación, La Pistola pasaba a sus años adolescentes, narrando que en bailes, reuniones o paseos donde había muchos hombres, a ella le parecía percibir un olor especial, un aroma indefinido que provenía del machaje y no era de tipo corporal, no la catinga o el sudor, sino algo más destilado que, sin tener para nada la fragancia de las madreselvas, la hacían pensar en esas flores mezquinas. Imaginó, sin base alguna, que podía ser el olor de semen que el hombre debía llevar adherido, como tiene el de la leche la madre que amamanta. Así durante dos o tres años, hasta que su primer novio-amante, en un ranchito de la costa, le metió el miembro en la boca y le pidió que chupara fuerte. Acostumbrada a succionar el mate, La Pistola aspiró con ganas, sin resultado alguno, como si la bombilla estuviera tapada. Dio unos chupones grandísimos y la bombilla se destapó enseguida, llenándole la boca de un fluido denso. Le produjo un picor en el fondo de la garganta, le lubricó lengua y labios como yogur diluido, le hizo vibrar las narinas con un perfume singular, como a queso fresco o moho. Un líquido incomparable que bebió desesperada, al igual que un viajero perdido en el desierto que al amanecer lame las piedras para sorberles el rocío. Deglutió dos veces ese rocío viril y no había más, la bombilla se había vuelto a tapar o el porongo no tenía más.
Inclinada sobre el cuerpo yacente del novio-amante, las guedejas de la melena a lo garçon caídas a los lados de la cara como anteojeras para visualizar mejor ese órgano generador de vida líquida, La Pistola recomenzó a succionar con renovado ahinco, en tanto que el varón espantado trataba de detenerla gritando: “¡Pará, ñata, pará que no doy más!” Fue en vano. Ella le pasó los brazos por debajo de las caderas y lo inmovilizó con un abrazo de rana que fecunda a la hembra, en tanto la boca se le convirtió en un pulpo blando, húmedo y contráctil, en el que desaparecía el miembro semierguido. Y consiguió la hazaña —tal cabe designarla pues el novio-amante ya la había gozado previamente al estilo cabrito— de que el fluido maravilloso le colmara otra vez las fauces: más aromático que en la primera ocasión, menos espeso y abundante. El miembro de los hombres era una flor de madreselva.
Siempre que La Pistola contaba estas primeras experiencias, se armaban grandes discusiones entre las pupilas oyentes.
—¿Cómo te puede gustar tanto la leche? —preguntaba una.
—¡Es algo asqueroso! —afirmaba una aspavientosa.
—Yo mamo pero no trago, escupo la mascada —aseguraba una tercera.
—Yo se la trago a mi hombre, a los demás, ¡nunca! —aseguraba una tercera.
—En vez, yo no le tengo repugnancia, me da lo mismo. Ni fu ni fa, la trago o no, según me parezca —aclaraba una quinta.
—¡Es una porquería! —repetía la aspavientosa.
—Yo la trago porque me han dicho que es buena para el cutis —intervenía alguna ingenua, que las hay en los burdeles, como en todas partes.
—Otros dicen que hace crecer el bigote a las mujeres...
—A mí me gusta, pero no me enloquece como a La Pistola —reflexionó una muy modosita—. No es para tanto, me parece.
—Para mí, es solo una cuestión de precio. Si me pagan extra...
—¡Ah, qué gracia, así cualquiera!
Las discusiones sobre las bondades o desventajas de beber semen se hacían interminables, pues para las rameras era un tema profesional, que trataban con toda seriedad. Implantada directamente en el campo de sus preferencias, gustos y disgustos, la cuestión las separaba en cuatro categorías: la de las que solo admitían coitos vaginales, como Dios manda, que las otras consideraban unas estiradas; la de las mamadoras; la de las culeras, que vendían su ano; y la de las múltiples, quienes, según los precios o caprichos, realizaban indistintamente cualquiera de las tres especialidades que permite el cuerpo humano en el amor físico. Sin contar la friccarella donna con donna.
Sea como sea, pocas tenían la sed espermática que guiaba a La Pistola en su actividad. Ella extraía el líquido arcano con fruición y lo sorbía lentamente, paladeándolo. Una de sus pruebas más famosas, por las que cobraba “extras” considerables, consistía en hacer “los colmillos del elefante”. En eso era insuperable, no obstante los intentos de numerosas pupilas por emularla. Era un show especial, que los hombres pagaban gustosos para ver cómo su fluido inmortal se prestaba para otros usos.
Para hacer “los colmillos del elefante”, La Pistola efectuaba primero una felación singularmente inspirada, hasta recibir la descarga en la boca. La práctica le había enseñado a no soltar el glande y henchir los carrillos, cerrando al mismo tiempo la glotis, de modo tal que todo el licor quedaba atrapado en la cavidad bucal. Tras eso, luego de unos instantes, retiraba delicadamente la cabeza del miembro manteniendo la presión de los labios sobre ella, hasta cerrarlos por completo sin que se escapara una gota. Llegaba entonces el momento culminante.
La Pistola elevaba sus ojos celestes a la cara del cliente y su rostro adquiría una expresión picaresca única, mezcla de ingenuidad y desfachatez, al mismo tiempo que los labios cerrados se curvaban en una sonrisita de mofa, acentuada por dos pequeños hoyuelos. Sin apartar sus ojos de los del cliente, movía la lengua dentro de la boca, empujando los carrillos, ora uno, ora otro, cono lo que movilizaba el fluido conquistado y lo hacía circular con ligero rumor de buche, estirando hacia fuera los labios apretados en un hociquito pecaminoso.
Duraba el buche seminal dos o tres minutos, según fuera el estado de ánimo de La Pistola. Concluido, arqueaba la boca de manera especial —boca en estribo, decía ella, con las comisuras hacia abajo. Entonces, empujaba con la lengua el líquido batido y lo obligaba a salir muy lentamente por ambas comisuras. El cliente, estupefacto, tembloroso, contemplaba cómo se iban formando a los lados de la boca dos hilillos plateados, gomosos, que se alargaban elásticamente hacia abajo, sin tocar para nada la barbilla. Cuando estaban bien largos —longitud final que dependía de la cantidad y viscosidad del material, variables con cada cliente—, movía suavemente la cabeza y los dos colgantes albuminales oscilaban de un lado a otro. De tanto en tanto, aspiraba y los colmillos se acortaban.
Era mérito notabilísimo de La Pistola el saber hacer las cosas de modo tal que no se le cortara ningún colmillo ni le quedara uno pegoteado en la barbilla. El acto concluía con la progresiva absorción de los dos largos hilos, que volvían a la boca. Allí, comenzaban a ser saboreados de otro modo, con movimientos visibles de la glotis en el cuello echado hacia atrás, ocasionales aperturas chasqueantes de los labios y un relamido final, a plena boca abierta, que permitía a la lengua escarbar todas las encías. Efectuados ante un cliente primerizo, “los colmillos del elefante” lograban una resucitación de la débil carne masculina y una segunda felación era casi inevitable.
Bien que gustaba La Pistola del esperma. Por esa razón no comprendía que hubiera colegas que lo rechazaban o escupieran con asco. Para ella, era ambrosía. Tanta era su experiencia que hubiese podido distinguir, a ojos vendados, por la fluidez y el volumen, el semen de jóvenes, hombres maduros o de viejos. Además, cada líquido seminal tenía su “personalidad”; sabor y olor eran similares en todos, pero con variaciones infinitesimales que ella había aprendido a apreciar: éste más áspero, aquél más dulzón, este otro de aroma más penetrante... Si había mamado un cliente alguna vez, podía identificar su esperma semanas o quincenas después, previsto que no le fallara la memoria, el gusto no se equivocaba.
Hubiera querido hartarse de una vez por todas bebiendo cantidades de ese líquido simpar, embriagarse con él, siempre y cuando —era una de sus exigencias inflexibles— proviniera de un solo hombre; no quería saber nada de los cócteles, que arruinan el buqué y estragan e sabor. Lo sabía por experiencia: alguna vez había succionado dos glandes simultáneamente, y el resultado de las eyaculaciones sincronizadas había sido decepcionante en lo relativo a la calidad del producto. Una vez hizo el ensayo con tres al mismo tiempo, y fue aún peor. Obtener cuarto litro de esperma de un solo individuo era una quimera, un vano sueño... Flores de madreselvas...
A La Pistola le hubiera gustado vaciar a sus clientes a ojos vendados, a fin de figurarse cómo era el hombre cuyo tesoro líquido ella extraía, pero nadie quería prestarse a la prueba. Estaba convencida, incluso, de poder reconocer los grupos nacionales y étnicos: el semen francés tenía características organolépticas distintas del alemán, del judío, del yugoslavo, del negro, del criollo... Con todo, no estaba muy segura, pues a fuer de sincera tenía que admitir que en esa identificación suya podrían haber influido aspectos y olores de esos individuos.
Un día, La Pistola se enamoró. Tenía cuarenta y dos años y le acababan de matar a su último cafishio, el tercero que moría por ella. Se enamoró a lo prostituta: con patas, talones y todo. Nada supera en devoción, cariño, atención y entrega el amor de una puta; lo raro, lo difícil, es que se enamore.
Él era un correntino, corpulento y morochón, suboficial primero de la Armada. Viudo desde hacía varios años, frecuentaba los prostíbulos. Se hizo un cliente, venía dos veces por semana, ella lo desagotaba y él tornaba al barco a la base naval. Tanto lo vació, tanto acabó él en su boca, que algo pasó entre ellos, un puente líquido tendido entre la próstata masculina y la faringe femenina. Entraron a quererse por vía de la felación, que es tan válida como cualquier otra. El amor tiene múltiples rostros e infinitud de caminos de acceso. El de ellos fue la simbiosis de la sabiduría oral de La Pistola y los derrames del suboficial, que clamaba muchas veces: “¡Hacéme los colmillos del elefante, Ñata!” Una noche realizaron una encamada hasta el amanecer y fue entonces que él la poseyó por primera vez, en la postura del misionero.
Comenzaron a verse cuando ella salía los lunes e iban a una casita que él había alquilado. La situación amenazaba tornarse peligrosa para ambos, pero felizmente fue entonces que balearon al cafishio de ella, a causa de otra mujer. Quedó desprotegida y él aprovechó para proponerle matrimonio. La Pistola quiso morirse de felicidad y, cuando los otros cafiolos vinieron a emplazarla para que siguiera con alguno de ellos, el suboficial consiguió el apoyo de toda la marinería —más de mil quinientos hombres, clientes efectivos todos ellos— y amenazó con boicotear y destruir la veintena de quilombos de Ensenada si no dejaban a su prometida en libertad de acción. La amenaza iba en serio, el cafishiaje tuvo que optar por el mal menor, el suboficial obló una suma simbólica a la Unión de Proxenetas y casó con ella, por civil y por la iglesia, pues el putaísmo no impide la aceptación de ovejas descarriadas.
Fueron felices. La Pistola vivía para su marido: casa impecablemente pulcra, comidas preparadas con esmero, atenciones personales que ni el hombre más mimado recibe, fidelidad absoluta. El prostíbulo desapareció de sus vidas y ella resultó una compañera dedicada y enamorada. Se querían como niños: se tocaban a todo momento, se miraban largo a los ojos, hablaban entre sí interminablemente sobre cualquier tema, se sonreían sin razón ni motivo.
Y por sobre todo, cual manta abrigada, estaba la sexualidad. Ella le había exigido que la tomara analmente para patentizarle su entrega; a menudo practicaban fantasías y posturas, pero por sobre todo predominaba la felación. Ella fue su felatriz privada, exclusiva. Llegó a conocer tanto su esperma que alcanzó a sentir, a través de él, los estados de ánimo del marido. Lo desagotaba dos veces al día: a la mañana y a la noche. Los fines de semana, un poco más. “Los colmillos del elefante” figuraban con frecuencia en el repertorio.
El suboficial vivía en el paraíso. Consiguió el traslado a la base naval y no tuvieron que separarse por ausencias marineras. A las siete menos cuarto salía orondo, pisando fuerte por las baldosas desparejas del barrio. Regresaba a las seis, se acostaban a las nueve o diez y La Pistola apuraba el néctar de su madreselva en flor. “Tengo una mujer como no hay otra”, decía él en el trabajo, y los otros suboficiales asentían sonriendo ladinamente, pues cada uno había conocido las virtudes de la ex-prostituta. Ella, por su parte, pasaba el día en las tareas domésticas y se trataba poco con los vecinos.
Todo anduvo siempre bien. Jamás una sospecha ensombreció el hogar ni una sola tentación cruzó por el camino de ellos. Al cabo de pocos años, el nombre profesional de la ex-pupila no era más que una leyenda burdelesca. A su vez, el suboficial tuvo tareas de mayor responsabilidad, que le crearon preocupaciones constantes que ella percibía a través de sus succiones. Debió ir más temprano al trabajo, partía a eso de las seis, y la felación matutina se hizo incierta, luego desapareció.
Todo el día sola en la casa, La Pistola comenzó a sentirse inquieta, rara. Había pasado los cincuenta, aunque no los demostraba para nada, y se quedaba largos ratos rememorando el pasado. Volvían, insistentes, los recuerdos de las madreselvas, con su minúscula gota de miel, y también las evocaciones de las flores masculinas que ella había sorbido en largos años de actividad profesional. Poco a poco, se le fue desarrollando un ansia: saborear esperma como otrora, varias veces al día.
Salvo que ahora era una esposa fiel y, así la mataran, no lograría que chupara otro miembro que no fuese el de su marido. Su pasado de puta especializada, con los centenares de penes que habían regado su boca y su garganta, estaba enterrado definitivamente. Pero el ansia seguía, la desazonaba, la volvía irritable. Lo que obtenía todas las noches no le bastaba, aparte de que también anhelaba ya otros gustos y otros aromas.
A las tardecitas, se ponía en la puerta de calle para esperar el marido. Pasaban vecinos y vecinas y se saludaban. Pasaban niños inocentes y la saludaban. Pasaban los muchachos quinceañeros y la saludaban, notando ella que la miraban de modo especial. Se le antojaba que la conocían de oídas, que algún adulto les habría contado acerca de ella. Si era así, nadie insinuó nada ni hizo nunca una broma.
Una tarde pasó, saludándola muy cortésmente, el inglesito Jackie, que vivía a la vuelta. Dos días después, cuando volvió a pasar, ella lo detuvo.
—Vení un momentito, Jackie.
—Sí, señora.
—¿Cuántos años tenés?
—Voy a cumplir diecisiete el mes que viene.
—¿Tenés novia?
El inglesito se puso rojo, balbuceó:
—Bueno... sí... es decir... filos... No mucho...
La Pistola dejó pasar un momento y, mirándolo fijamente, le preguntó:
—¿Y cómo te las arreglás ahora que están cerradas las casas y no queda ni siquiera una turra en el Barrio Chino?
Jackie adquirió el color de un camarón; quedó boquiabierto, incapaz de reacción alguna.
—Vamos... —dijo dulcemente La Pistola, que podía ser su madre, tal vez su abuela—. Me parece que me entendiste... Te pregunté cómo te desahogás, cómo te desfrechás, como dicen ustedes los hombres.
El pobrecito inglés no sabía dónde meterse. Toda su vida recordaría esa baldosa partida de la vereda despareja.
—¡No tengás vergüenza! —lo tranquilizó La Pistola—. Vos sabés que yo trabajé muchos años en las casas y conozco bien todo eso... ¿Cómo te la arreglás? Vamos... Decíme...
Jackie musitó, vista baja:
—Y...
—¿Te pajeás, no es cierto?
Ellos, los muchachos, estaban acostumbrados a hablar así, en esa década del cuarenta. Las mujeres eran otra cosa, ellas esos temas no los tocaban y ciertas palabras no las decían. Claro que La Pistola era diferente, ella misma le había recordado su pasado de puta en los quilombos, con ella se podía hablar... se las sabía todas... El inglesito se encogió de hombros.
—No tengás vergüenza, todos los muchachos lo hacen, es natural. Mirá si sabré yo, las cosas que me contaban los pibes que se desvirgaban conmigo a los dieciocho años. Y decíme, Jackie, ¿cuántas veces te la hacés, la paja?
¡Ta que la parió! El inglesito volvió a atomatarse. ¿Cómo le iba a preguntar eso? ¿Qué carajo se creía esa puta reventada? ¿No sería que andaba buscando guerra, alguien que la moviera?
—¿Una vez por semana? —insistió la voz cálida—. Poco, ¿no?... a tu edad. ¿Dos veces? ¿Tres?
Jackie se encogió de hombros, sin responder.
—No importa —siguió La Pistola—. Quiero pedirte un favor.
¡Ya está, a esta vieja me la cojo!
—Un favor muy especial, para algo que algún día te contaré... Quiero que... te pago por eso, no te aflijas... quiero que cuando te hagás la paja me traigás la vaciada.
El inglesito pensó en sus amigos, en la cara que pondrían cuando les contara la conversación con La Pistola. Él tampoco podía creerlo: estaba ahí en la vereda, la baldosa partida seguía allí y sin embargo nada de eso era posible, estaba soñando.
—¡Andá, sé bueno, Jackie! Mirá: un polvo en un clandestino te cuesta dos pesos... yo te voy a dar uno por cada vaciada, así podrás echarte un fierrazo de vez en cuando.
—¿No sería igual, o mejor, echármelo con usted? —el inglesito había tomado todo su coraje entre las manos y se había jugado.
—¡Ah, no, pibe, eso sí que no! Yo estoy muy bien casada y soy fiel a mi marido. Fui lo que fui, no lo niego ni lo oculto, pero desde que me casé el único que me toca es él. Buscáte otra con lo que yo te pague, conmigo vas muerto, más muerto que Garibaldi.
Jackie pensó que estaba loca y que lo mejor era seguirle la corriente.
—¿Y me puede decir, señora, cómo hago para traerle la leche? —inquirió con ironía, en tono triunfal.
—Por eso no te preocupés —metió la mano en un bolsillo de la blusa que tenía puesta, rebuscó y sacó unos sobrecitos—. Ahí tenés, son preservativos, los mejores, Noches de Pasión, irrompibles. Para hacerte la paja, te ponés uno, acabás, te lo sacás con cuidado, tirando de la punta y le hacés un nudo atrás para que no se escape la leche. Me lo traés y te doy un peso. Si se te acaban los forros, pedíme más... Te espero, entonces...
Dio media vuelta, cerró la puerta de alambre tejido del jardincito fronterizo y se alejó, el inglés hecho árbol... Antes de entrar en la casa, La Pistola giró la cabeza:
—¡Ah, eso sí, traélo pronto, que sea del día! Envolvélo en un papel o mejor ponélo en un sobre y nada más... ¡Y no te aparezcas cuando está mi marido!
Dos días después, el inglesito, a la hora de la siesta, golpeó las manos y depositó en las de La Pistola un sobre marrón, con el membrete del Frigorífico Swift, donde trabajaba su padre.
—No es mucho, pero... —tartamudeó Jackie, sin alzar la vista.
—Está bien, es igual... —lo tranquilizó ella, sonriendo—. Tomá tu peso y muchas gracias. Vení cuando quieras.
La Pistola llevó el sobre al comedor y lo colocó en la mesa. Fue al trinchante, abrió la puerta vidriera y retiró una copita para licor, color malva, de pie largo. La repasó a fondo con la tela delgada de la falda y se sentó a la mesa, el sobre a un costado.
Quedó pensativa. El comedor estaba silencioso, con escasa luz que penetraba por las persianas bajas de la ventana. No llegaba ni un ruido de la calle, la calma era total. El papel Manila rechinó fieramente al abrir el sobre. Tomó en una mano el preservativo usado, sopesándolo. Quiso creer que persistía todavía una cierta tibieza en él. Caucho, unas gotas de líquido genital y las fantasías eróticas de una muchacha de barrio que llegó a puta profesional.
Introduje el condom por el escote, ubicándolo entre las dos tetas, en el clivaje. Miró fijamente un punto de la pared opuesta. Una clueca. Parecía dormida con los ojos abiertos.
Después de un rato no traducible en un tiempo, levantó el preservativo tibio ahora de ella, desató el nudo y, asiendo delicadamente por la punta y la base, vertió el contenido en la copita malva. Era poco denso, casi incoloro. Leche de inglés. Se aseguró de que no quedaba nada en el forro y lo volvió al sobre.
Ella y la copita malva, frente a frente, a solas. Se demoró tranquila, saboreando el pasado. Tomó el vástago e hizo girar la copita entre los dedos, mirándola con concentrada seriedad. Después, la levantó atentamente y le acercó a la nariz, dilatando las aletas en la fruición del olfateo. Por fin, la llevó a los labios y sorbió —suspiró— una gotita, que hizo rodar sobre la lengua.
La Pistola aflojó todos sus músculos, invadida por una feliz placidez. Una sonrisa leve y la mirada soñadora: madreselvas, la casita frente al río de la primera doble succión, las centenas de hombres desagotados y agotados por ella, el sabor indescriptible de ese fluido.
—¡Ah!... —suspiró. Y gota a gota, paladeó el licor. Luego enjugó la copa por dentro con la lengua—. Ahora estoy bien —dijo en voz alta, satisfecha.
El inglesito cumplió con lo convenido. Se ganaba algunos pesos extra por semana, que le venían muy bien para cigarrillos y la timba de dados, que lo enloquecía.
Con el tiempo, algunos amigos más entraron en el sistema de La Pistola, que de este modo tuvo asegurada una provisión constante. Algunos de esos muchachos, más desfachatados, le decían al entregarle el sobre o el paquetito:
—¡Leche fresca, señora!
O bien:
—¡Llegó el lechero!
Ella los amenazaba con el dedo, bonachona. Ninguno pudo averiguar qué hacía La Pistola con los espermas comprados. Circularon entre ellos múltiples versiones: alguien afirmaba que eran para el cutis o la calvicie del marido, otro que era para un extracto revitalizador, otro que los comerciaba con algún sanatorio, otro que se lo ponía en la cajeta para ver si quedaba embarazada.
Organizada, ella tenía siempre en el trinchante dos o tres copitas con el zumo varonil. Trabajaba hasta media mañana y hacía una pausa para tomarse una. A la tarde, al final de la siesta, o al bajar el sol, otra, que era la que mejor le sabía... Las tenía ordenadas: una para Jackie, otra para Mingo, otra para Cacho, otra para Chicho. No las mezclaba nunca y si aparecía un proveedor nuevo, le destinaba una copita distinta.
En su comedor, La Pistola era una pura catadora de semen, al que había independizado del miembro, salvo a la noche, que abrevaba directamente de la fuente del suboficial. Su mayor placer era sentarse a la mesa del comedor, en la mano la copita entibiada por el calor del seno o de las palmas: una cognacito. En ocasiones, iba al dormitorio y frente al espejo de luna del ropero realizaba su especialidad, “los colmillos del elefante”, en una actuación privada, para sí misma, con ella como solo actor y único espectador.
A las noches, antes de la cena, mientras el marido sintonizaba las noticias de la radio y ella se afanaba de acá para allá con la cocina, si escuchaba una propaganda de licores o vinos, sonreía para sí misma de una manera muy especial. Si alguien la hubiera visto en esos momentos, revolviendo con el cucharón en la diestra el contenido de una cacerola, la mirada perdida en el aire, los labios apenas curvados en insinuación de sonrisa, habría pensado en la Monna Lisa.
La Pistola falleció a los sesenta y tres años. El día anterior a su muerte cancerosa, le pidió al marido lloroso que le trajera algunas poquitas madreselvas. No estaban en flor.