De paso, de Adriana Márquez
Por Juan Lázaro Rearte.
Las postales son antiguos y encantadores registros de un recuerdo ajeno, intentos erráticos de transmitir, de compartir una vivencia “por aproximación” (la foto del sitio donde estuvimos, con su leyenda “recuerdo de ...”, ¿cuán fiel es respecto de la memoria auténtica? Y luego, cuando nos reencontramos con una postal enviada, ¿no sucede que nuestra memoria busca sustento en esas imágenes?).
Esas interpretaciones o versiones más o menos aproximadas de un recuerdo llevaban y traían una breve noticia, unas pocas líneas con trazo rápido para participar a un ser querido de la lejanía, un acto consentido de la melancolía. Internet fue depredando con su totalizadora y uniforme dinámica estos trabajosos gestos hasta el punto de que el “estar ausente” se vuelva una utopía, o bien un eufemismo que refiere la temporaria inactividad frente a una pantalla. Una forma alternativa y siempre novedosa de expresión, de revelación y también de ocultamiento es, por fortuna, la literatura.
De paso, el libro de Adriana Márquez es una sorprendente serie de postales, cuya organización -ya sea en imágenes humanas, urbanas, íntimas, postales de viajes o bien en primeras y póstumas- sugiere un modo secreto e individual de concebir la anatomía y la fisiología de la realidad. La observación minuciosa e irónica descubre la animación de las cosas inertes y el espíritu en criaturas como casiperros, bomberos, peluqueros, padres desgastados y niños. Como con alivio concluye la narradora de Buenos Aires que hay quienes prefieren “no ser percibidos más que lo necesario”, otros, como en Vuelta a casa, simplemente desean volverse transparentes ante un autómata, pero lo cierto es que en estos estados de desrealización o de atenuación del ser, parece posible percibir y autoconcebirse en juego con las cosas y con los demás.
En Buenos Aires, el breve relato de encuentros y desencuentros de dos chicas del interior de la provincia en plena urbe porteña, se presenta una armonización posible entre las representaciones y la ciudad, en cuya transición la cuadrícula urbana se ve sometida por el juego pautado de la imaginación, remedo de otro, de mayor compromiso, el de los roles infantiles, verdadero espacio de desconcierto e inversión: “Mi vecinita viene con Julio, Alfredo (el tortugo) y un carrito de muñecas, ´los chiches de mis nenes´. Esa transformación de muñecas en juguetes para animales devenidos niños me parece adorable. Sirvo galletitas a la señora Lucila y ella comenta lo que sus niños hicieron en el jardín” (Mascotas urbanas).Las neurosis urbanas se van atenuando y plegando en cuanto los personajes de los relatos van respirando y moviéndose acompasadamente, como si eso fuera posible por el lenguaje. Comúnmente son superconscientes de un brazo, de la memoria, del propio pelo o del paso-trote de una joven hermosa. Se ve y se dice por el lenguaje y hay lenguaje porque hay estímulos, especialmente en un mundo en el que personas y cosas están emparentadas por la necesidad: “permanecía en silencio, como un mueble obediente a su esencia” (Vuelta a casa); o por la indiferencia: “Me gustaba tomar el colectivo para Ciudad Universitaria y no conocer a nadie; volver luego con compañeros sentados en asientos próximos y no saludarnos: un ritual semireligioso de las masas, miradas perdidas y extraviadas en sí mismas lograban que disfrutara de no ser percibida” (Buenos Aires).
La
precisa y plástica prosa de Márquez tantea las fisuras de la realidad
hasta descubrir, y sin que esto represente una amenaza, en el mundo
siempre nuevo de la infancia preciosas imágenes del presente: ahí es
posible la superación de cualquier malestar.
Precisamente, la infancia es un estado, un acontecimiento continuo y para siempre perdido una vez que se toma conciencia del mundo y de sus abruptos precipicios (“Hasta los diez, doce años, la vida simplemente acontecía sin mi ayuda”, leemos en Se mueren de otra cosa), pero la imagen de la infancia (ya que no esa etapa) puede ser reanimada en un acto de sublimación: una peluquería adquiere una misteriosa y narcótica atmósfera, un espacio en el que los sentidos se encienden como con los juegos de finales imprevistos (La peluquería); o extrañas criaturas que pululan en la estación de trenes recogen rastros, residuos de humanidad para, como humanos, languidecer entre aulas y andenes, o, por el contrario, el tren se vuelve una opulenta bestia de hierro que lleva el cansado cuerpo de regreso a través de la noche (Lemos-Lacroze).
Precisamente, la infancia es un estado, un acontecimiento continuo y para siempre perdido una vez que se toma conciencia del mundo y de sus abruptos precipicios (“Hasta los diez, doce años, la vida simplemente acontecía sin mi ayuda”, leemos en Se mueren de otra cosa), pero la imagen de la infancia (ya que no esa etapa) puede ser reanimada en un acto de sublimación: una peluquería adquiere una misteriosa y narcótica atmósfera, un espacio en el que los sentidos se encienden como con los juegos de finales imprevistos (La peluquería); o extrañas criaturas que pululan en la estación de trenes recogen rastros, residuos de humanidad para, como humanos, languidecer entre aulas y andenes, o, por el contrario, el tren se vuelve una opulenta bestia de hierro que lleva el cansado cuerpo de regreso a través de la noche (Lemos-Lacroze).
Así
también desde el plano del juego de los niños se revela una intimidante
mirada sobre las absurdas convenciones de los adultos, como leemos, de
nuevo, en Mascotas urbanas: “a veces Lucila se olvida de que es
mi vecina-señora y me trata como si fuera una vecina-niña. Son momentos
incómodos, la teatralización queda expuesta, cosa que detesta”.
Entre la maravilla y la sorpresa, en De paso predomina la idea de la transición como transformación de la conciencia, pero también como invalorable aprendizaje, el de una observación nueva, de las mismas cosas con los mismos medios pero como si el cuerpo ni los prejuicios pudieran condicionarla, como si fuera siempre un poco más adelante, lista para registrar y atesorar imágenes.
Entre la maravilla y la sorpresa, en De paso predomina la idea de la transición como transformación de la conciencia, pero también como invalorable aprendizaje, el de una observación nueva, de las mismas cosas con los mismos medios pero como si el cuerpo ni los prejuicios pudieran condicionarla, como si fuera siempre un poco más adelante, lista para registrar y atesorar imágenes.
Publicado en: http://revistalucarna.blogspot.com.ar/2013/09/de-paso-de-adriana-marquez.html