lunes, 20 de diciembre de 2021

Libros: cinco títulos argentinos que deja el 2021 (Joaquín Rodríguez Freire, Ámbito Financiero)

Libros: cinco títulos argentinos que deja el 2021

LIFESTYLE 

Mientras la industria editorial intenta sortear la crisis, autores y autoras continúan lanzándose a la aventura de escribir. A continuación, una selección de Ámbito.


A la crisis general que atraviesa la economía, la industria editorial le suma sus propios desafíos, con graves dificultades que se profundizaron en los últimos años. Pandemia mediante, ese cocktail se amplificó y golpea a los pulpos del sector, pero mucho más a la editoriales pequeñas e independientes, que buscan hacer pie en un contexto incierto.

Sin embargo, pese a las horas de zozobra, escritores y escritoras desafían a los tiempos violentos y se abren paso a fuerza de prepotencia de trabajo, ofreciendo año a año ficciones, ensayos y periodismo de calidad. Por supuesto que el 2021 no fue la excepción y dejó buenos títulos. A continuación, Ámbito recomienda cinco por fuera de los grandes sellos y sus satélites.


Vaselina

Graciela Scarlatto

"Vaselina" (Simurg, 2021) comienza como un western. La llegada de un extraño a La Dormida, un pueblo minúsculo y desértico de Mendoza, cae con la potencia de un rayo en medio de la parsimonia cotidiana. Este evento despertará todo tipo de suspicacias sobre ese huésped incómodo que, desde una pieza compartida en la Asociación de Box local, cruzará su destino con el del indio Sinchicay y la adolescente Marina. El trinomio no estará exento de sospechas, confesiones y asuntos sucios que vuelan de un lado al otro como dardos.

A través de un relato coral, donde los tres protagonistas se alternan la narración, Graciela Scarlatto da vida a una novela que halla en la violencia uno de sus leitmotivs Atrapante y crudo por momentos, pero siempre punzante, el libro está dividido en dos partes bien definidas. En la primera, los personajes desandan su pasado y revelan historias tormentosas, donde el crimen y la brutalidad están a la orden del día, mientras que en la segunda, los recuerdos cesan y la acción toma las riendas, arrastrando a la narración a un frenesí vertiginoso.

Scarlatto entrega un thriller envolvente y ríspido. Aunque reconoce que no se trata de una "novela nihilista", sí admite que "se bañan en aguas donde la búsqueda de sentido se vuelve arbitraria y violenta". Mención aparte para la omnipresencia del calor, el polvo y la sensación de desamparo, que ayudan al lector a ubicarse en ese páramo mendocino donde atiende el Diablo y no todo es lo que parece.


Nota completa en el siguiente enlace:

https://www.ambito.com/lifestyle/libros/cinco-titulos-argentinos-que-deja-el-2021-n5336867

viernes, 22 de octubre de 2021

Presentación de Vaselina, novela de Graciela Scarlatto. Lunes 25 de octubre, 19 hs, en la sala virtual de Fundación La Balandra:

https://us06web.zoom.us/j/84660499137?pwd=RU0zUkhpOGdVdzBnQ2NUV2V4VEI2QT09&fbclid=IwAR2laCiR3k2MYCnQQSrhtSXy3z9kbmrnZgG19iDuUjd93FIDkUSxp0etYg4#success



 

miércoles, 23 de junio de 2021

«Las sirvientas del domingo» de Elías Scherbacovsky, por Luis Benítez (Revista «Alas de cuervo», Caracas)


Las sirvientas del domingo: el irónico humanismo de Elías Scherbacovsky




Por Luis Benítez

Que para los buenos escritores no existen temas menores es algo bien sabido y en ocasiones hasta damos con sus mejores ejemplos. Un episodio como el asesinato de una anciana usurera a manos de un mísero estudiante, que acosado por un inspector de policía termina confesando su culpa, es hoy –en medio de tantos horrores como describe la prensa- apenas digno de 15 líneas en las últimas páginas de un medio amarillista. Pero lo toma como excusa para la mejor prosa alguien como Fiódor Mijáilovich Dostoyevski y nos deja Crimen y castigo.  

Ese acierto vuelve  a confirmarse en el caso de Las sirvientas del domingo, nueva entrega de Elías Samuel Scherbacovsky (La Plata, Argentina, 1936), quien ya anteriormente demostró sus capacidades narrativas en novelas como La Monalisa de Jerusalén, El padre de los monos, Los resentidos de la Patagonia –más los relatos reunidos en Obituarios escogidos-, Galia y el limpiador de edificios y Soleá: Un gitano en el kibutz. 

Las sirvientas del domingo es un volumen de cuentos lanzado por Ediciones Simurg (www.edicionessimurg.com.ar), de Argentina, hace pocos meses (ISBN 978-987-554-229-7, 128 pp., Buenos Aires, 2021) que reúne en sus páginas cinco relatos titulados por Scherbacovsky: “Gastón Lerchundi entre la vida y la perfección”, “Bacigalupo me visita en Jerusalén”, “Las sirvientas del domingo”, “Méndele Saratogo y la fidelidad” y “El testimonio de Olinda”.

Con pareja calidad, este quinteto de historias se ocupa de existencias dominadas por la sordidez que empaña lo cotidiano, donde la infelicidad, los añejos desengaños, la ambición sin fundamento ni puerto posible, el desmadre emocional y el vacío interior que retrata el autor con fidelidad fotográfica –un preciso blanco y negro que no necesita de añadidas coloraturas- no le impiden a este sugerir qué dignos de ternura y compasión resultan ser sus personajes, a los que reviste de una carnadura que nos resulta preocupantemente familiar.

Scherbacovsky bien conoce los entresijos y las esquinas que ofrece la condición humana, sus contradicciones y límites, pero solo con ese saber no se edifica una obra literaria de los calibres que demuestran sus relatos. Es necesario poseer su maestría para los juegos de indicios, las pistas que el autor sabe cómo brindar con la mera descripción de un tic, la pausa de un silencio, un premeditado equívoco, la falta de término de una frase, la pintura más acabada de los caracteres que ha ficcionalizado para volverlos más reales todavía que muchas personas a las que suponemos conocer y que tratamos en la vida diaria sin prestarles mayor atención. Sujetos que guardan, como Gastón Lerchundi, tal como Atilio Bacigalupo, Enrique Carrera Gutiérrez, Méndele Saratogo o el inefable y kafkiano señor R. y la enternecedora Olinda –dúo inolvidable del muy logrado cuento que cierra el volumen-, una relación directa con esa realidad que, gracias al arte de escritores como quien nos ocupa, se transforma en representación de sus ficciones.

Estamos refiriéndonos a un autor que domina como pocos  la habilidad de resumir en una frase, un párrafo corto, la vacilación que teclea en falso dentro de una respuesta, un conjunto de visiones y perspectivas que en otros textos necesitan de páginas enteras para conducirnos a un sitio similar. Y Scherbacovsky lo logra, además, sin apelar a enrarecimientos de la escritura, citas ripiosas, falsos atajos que demoran y entorpecen el acceso al potente núcleo de sentidos que logra desnudar ante nosotros. Su discurso narrativo tiene una fluidez acuática, tan natural que nos lleva con ella a donde nos quiere conducir sin tropiezos ni desvíos; una sencillez expresiva que el lector avezado inmediatamente reconoce como resultado de un complejo trabajo narrativo que simula ser casual, como al desgaire, para así acrecentar todavía más su vigorosa irrupción –y permanencia- en la sensibilidad de quien lee. 

Y la ironía, otro elemento fundamental en el arsenal literario de que dispone el escritor que anima estas ficciones,  está dirigida invariablemente a poner de relieve esas bajezas, miserias, debilidades y efímeras grandezas que nos constituyen y nos dan entidad diferenciada, por lo que Scherbacovsky la utiliza para mejor pintar qué es lo humano y apiadarse de ello, apiadarse siempre, aunque sonría amargamente cada vez que  ella surge bajo el pulso de sus dedos.

Sin duda se trata de un texto de relevancia visible y palpable, cuyo único defecto estriba en su brevedad: uno de esos que hace lamentar al lector que acabe y no continúe más allá de su última página.


Publicado en http://aladecuervo-vocablos.blogspot.com/2021/06/las-sirvientas-del-domingo-el-ironico.html

martes, 11 de mayo de 2021

Anticipo de «Vaselina», novela de Graciela Scarlatto


Graciela Scarlatto
Vaselina 

ISBN 978-987-554-230-3
Novela, 176 pp.



PRÓLOGO


Esos caranchos, Gómez, vienen por sus ojos. Así como no se lo digo –pero podría– le digo otra cosa. No sé. Habría que pensarlo. Me gusta imaginarlo así, enterrado hasta el cuello en el desierto, con la cabeza afuera, comido por las hormigas, chupado por la sed y las serpientes o no. 

   Pero este indio que soy no se conmueve. La lástima no se obsequia a los amigos aunque tampoco a los enemigos. Y no me compadezco, no, porque yo no tengo sed. Soy la lengua del desierto y vengo a hablarle desde muy lejos, desde el orfanato, cuando ni siquiera podía comer; desde el cinto del coronel que me introdujo en el arte de mandar. Soy un fantasma, si usted quiere. Una aparición. Y todo esto podría ser poco más que una parodia de la vida entera. 

   El pozo lo hicieron los muchachos y bastó una orden, una palabra mía para horadar la tierra con las palas, tomando tetra y fumando; dos pozos al sereno bajo las estrellas. Y usted llenará uno de ellos porque lo desea, según parece, o está ya adentro, enterrado hasta el pescuezo, con la vida a sus espaldas pero la cabeza en alto. Agradézcalo. Usted, cabeza gacha todo el tiempo, ahora mira las estrellas y piensa en la lluvia, quizá. Mira a lo alto o debería hacerlo, Gómez, no se tire a menos. Tiene lo suyo, usted. Me dio una hermandad que por mucho tiempo me esquivó la vida. Un hombre como usted. Un gringo. Y si después me la retiró, habría que pensarlo; no es cosa de ponerse a matizar ahora, en estas circunstancias apremiantes. ¿Tiene sed? ¿La tendrá? Usted es el hombre de la sed. Y yo soy el aguatero. Yo lo tengo todo y nada al mismo tiempo. Yo hablo en el desierto, mi palabra está muda, es la lengua del que ya no necesita decir nada. 

   Insignificante. 

   Un solo gesto mío basta para llevarlo a la muerte, un solo gesto para enterrarlo en un pozo o para redimirlo. Pero la cosa viene dura, para mí, para usted. La cosa siempre viene dura para un indio maleante. La transa ya no es fácil. Me pongo viejo o no; soy como un muchacho montando a pelo una moto en la montaña. Hay que ser muy macho en la frontera; traficar, se trafica con las vidas. La esperanza es moneda de cambio. Agua le ofrecería, un balde de agua fresca en la cara para ver cómo lo anega el barro, cómo escurre por el cuello la lava cristalina evitando su boca. No se puede beber. No podrá. La vida esquiva todo lo que es prioritario, se hace rogar; nos vuelve arqueólogos, geólogos de un sueño. 

   Y así vamos, Gómez, tomando ginebra en la Asociación de Box, charlando o escapando. ¿Qué es una traición, una más? ¿Y una amistad? ¿No hubo una hermandad entre grapa y grapa? Las cosas que hacen los gringos. Las cosas que puede hacer un indio como yo. Mestizo. Puchero de maldad y bonhomía. Vaya a saber. Qué dice usted ahí enterrado o fumando en un café, viendo pasar a las pibas que se visten como ella. Porque seguro que las mira. ¿O no? Anoche cayó la helada y el desierto se parte en una grieta por donde hierven las hormigas. Las culebras, Gómez, se arrastran con la lengua alzada. Un hombre enterrado hasta el cuello, sus ojos serán un gran bocado. Dos ratas sedientas, sus ojos. Así lo imagino. Medio muerto, herido, seco gracias a mí. 

   Y no me felicito en nada.


viernes, 30 de abril de 2021

Los Echeverri: Capítulos de la novela


Martín Sanguinetti

Los Echeverri

(novela)

Prólogo de Marcelo Birmajer

ISBN 978-987-554-225-9
272 pp.


I


Que quede bien establecido que la voluble actividad de la ética empieza cuando uno tiene la panza vacía o el corazón amargado. Difícilmente el saciado se siente a pensar en la maldad, y las más de las veces es la acre envidia la musa que atrapa al moralista en su confusa madeja de preceptos. De todos modos, ni uno ni otro eran el caso de Juan Echeverri. Para empezar, porque no se contaba el hambre en su holgado patrimonio y, para terminar, porque también carecía de envidia, y a esta carencia abonaban más de un argumento. Digamos, dos. Por un lado, el innato abundante patrimonio del que ya hablamos, le impedía los fines de semana mirar más allá de los altos cercos que coronaban su casa, y los días laborables, levantar la vista más allá de sus livianas preocupaciones por la conveniente gestión de su dinero. Por el otro, el haber nacido hijo único de padres longevos, hecho que le había evitado sufrir las aflicciones fraternales y suponer así, en los extraños, eventuales enemigos, en ese tiempo en que se cincelan en el hombre carácter y convicciones, rasgos e ideas.
   Pero una mañana del mes de septiembre de 1997, mientras paseaba su mirada –que a fe cierta debía ser lánguida y descansada en esos momentos o al menos así lo imagino– por el generoso parque que rodeaba su casa, un evento vendría a cambiar para siempre su notable ingenuidad o más bien su manifiesta ajenidad en materia de moral. Viene a cuento establecer que Juan Echeverri, además de haber sabido mantener y aumentar la herencia de sus padres, prodigó el vientre de su mujer con cinco embarazos separados a intervalos de un año y medio, meses más, días menos, que dieron como resultado idéntica cantidad de hijos e hijas. La mayor de las tres mujeres contaba para ese septiembre de 1997, más precisamente el día 27, con veinticinco años. Sería conveniente al lector retener esta fecha, para comprender el curso de los acontecimientos y evitarme iteraciones molestas. Camila, Susana, Juan Esteban, Rafael y Candelaria eran los rótulos filiales. Y si bien ninguno de sus hijos e hijas participó en el encuentro que daría un giro en la vida de Juan padre, sí serían partícipes de sus derivaciones y consecuencias.



II


La que quedará fuera, tanto del suceso mentado como de sus efectos posteriores, será María Emilia, mujer legítima de Juan padre, y madre de la prole. Una temprana dolencia del alma, llámesela si se quiere locura, apareció de manera incipiente después del embarazo de Rafael, y se afincó definitivamente en su mente apenas nacida Candelaria. Juan había asumido la dolencia de su mujer como quien sufre una baja profunda en los títulos que tiene colocados en la bolsa. 
   Era consciente de la diferencia entre la baja bursátil –en la que todo efecto descendente, tiene, a la larga o a la corta, su efecto contrario ascendente– y la locura –la cual solo parece ir escaleras abajo–, pero esa diferencia en su burda analogía no lo desanimaba, y todos los últimos domingos del mes hacía traer a su declinante esposa de la clínica psiquiátrica a la casa quinta, para que participase en un almuerzo familiar. La presencia de María Emilia en el entorno hogareño hacía azarosa la buena marcha del almuerzo, y últimamente habían tenido que contratar un enfermero que estuviera a disposición ese domingo de visita. Aun así, Juan observaba como un precepto invulnerable el de la continuidad del ritual de fin de mes.



III


Pero ese día 27, mientras paseaba su sosegada mirada por el césped y la detenía en forma morosa y ocasional en los detalles de las flores, sus diversos colores y formas, sonó el timbre de la casa. Que en la quinta sonara el timbre ya de por sí era inusual y hasta se podría decir, sorprendente; tan poco frecuentada solía estar de vida social. Pero mucho mayor fue la sorpresa cuando se apersonó, secundada por la empleada, una señora que podía dar el rango de edad muy cercano al suyo, bien vestida y mejor olida, y estrechó la mano de Juan –la hasta ese momento lánguida mano– con un gesto de familiaridad consumada. Luego la señora –que no había mencionado su nombre, ni menos aún su apellido– hizo un gesto claro, que acompañó con unas palabras no tan claras, manifestando su interés en hablar en privado. Juan indicó a la empleada que se retirara y, nuevamente impulsado por otro gesto contundente de la visita, no ho­mologado por su boca, cerró la puerta mientras la otra hacía mutis.
   El hecho que más había sorprendido a Juan –y que preanunciaba tácitamente el contenido de la conversación que vendría– no era la irrupción de la visita importuna: era el notable parecido físico que la visitante tenía con el susodicho Echeverri. Las cejas arqueadas, de un extraño rubio lavado, los ojos un tanto saltones, los labios flojos y húmedos, las patas de tero, con las rodillas volcadas hacia adentro, y los hombros tirados hacia atrás, como quien portara una panza voluminosa, aunque esta en realidad brillara por su ausencia. Todos los rasgos, si bien se miraba, daban nota de mostrar enfrentados a dos hermanos gemelos, donde las diferencias –el género, el atuendo, los afeites, el largo del pelo– aparecieran como meras impostaciones. Conste entonces que el hecho de que la visitante fuera “la”, y no “el”, no hacía menos manifiesta la calidad de copia auténtica, intercambiable, que tenían ambos personajes.
   A puertas cerradas, la conversación versó hasta cierto punto sobre lo que tenía que versar; es decir, que el manifiesto parecido, la sensación de natural identidad de ambos rostros, cuerpos y gestos, se debía atribuir a un vínculo fraterno: que además de haber nacido del mismo vientre, y a partir de la misma simiente, habían nacido en el mismo momento o tal vez separados en algunos minutos. Ídem, que, si se trataba de gemelos o mellizos, según deslizó la señora, no lo podía afirmar o negar, sin análisis que constatara el hecho; pero que alguno, de esos dos vínculos los tenían, eso sí, podría afirmarlo sin atisbo de duda. 
   Quedó claro para Juan que Juana estaba un poco falta de conocimientos acerca de las reglas de la genética, pero no juzgó útil esclarecer esa ignorancia. Tampoco juzgó útil que se le vinieran en aquel momento todas las leyes de Mendel a la cabeza y las pudiera recitar como si estuviera sentado en el banco de una clase de secundaria. Pero, al parecer, su mente no estaba asistiendo a criterios de utilidad en aquel trance que se le había sobrepuesto tan brutalmente. Se preguntaba el susodicho por qué no le venían a la mente recuerdos que le sirvieran para lidiar con la situación. Por qué estaban ahora en su cabeza las leyes de Mendel y, en cambio, nada recordaba del momento de su nacimiento, que tan útil le habría sido para afrontar esta visita. Sin embargo y a la postre, quedó claro para Juan que no resultaba útil acudir a las reglas de la genética: con la mera observación aparecía la evidencia manifiesta, ante la cual se podía obviar cualquier declaración o juramento, cualquier análisis científico.
   Y bien se dice que la conversación versó hasta cierto punto sobre lo que tiene que versar, porque luego derivó en un derrotero tan inesperado para Juan Echeverri como para cualquier espectador que se ilusionara con un argumento más convencional. Concretamente Juana –así daba en llamarse la susodicha– comenzó explicando que amén de portar la calidad de mellizos o gemelos, sus vidas se habían separado apenas nacidos. Juan se había quedado con los padres biológicos, y Juana había pasado a formar parte de la familia de un primo hermano paterno, es decir, un tío segundo de ambos. Supo Juana de este incidente en su adolescencia, y poco se interesó en la cuestión. Tan poco era su interés, que jamás preguntó el motivo de la temprana separación de los hermanos. Suponía que el tío o la tía eran aquejados por impotencia –él– o esterilidad –él, ella, o ambos– y en un gesto de amor profundo que los primos debían prodigarse, ella –hablo de Juana– había sido otorgada a la pareja yerma. 
   Tan profundo debía ser el amor como el don, ya que debieron dejar de verse para siempre, con el fin de asegurarse que la dación –oculta tras papeles que daban fe de nacimientos separados y padres distintos– no fuera descubierta. De esta suposición sí que no podía dar juramento, ni mostraba interés en indagar la historia previa al encuentro. Por lo demás, a Juan, el asunto también lo tenía sin cuidado, al menos en este instante, que asemejaba todo él –al instante me refiero– un baño sorpresivo en agua helada. Tal vez un observador externo hubiera notado que Juan prestaba oídos al relato, como quien se ve obligado a sostener entre sus dedos una babosa escurridiza, o una rata viviente y enfurecida, desde el rabo.
   Aparte de ese misterio –que, como dijera, ambos estaban dispuestos a no dilucidar–, mal podía quejarse Juana del amor dispensado y del dinero gastado en ella por sus tíos devenidos en progenitores. Antes bien, consideraba que todo ese amor tal vez no habría sido dado en idéntica medida por los padres biológicos –es decir, los padres atribuidos a Juan–, menos aun si hubiera tenido que competir por sus favores con un hermano nacido el mismo día. Así que la cuenta estaba saldada y bien saldada y no había rencores de parte de ella, por donde se mirase. Para colmo de bienes, se llamaba Juana, y también Echeverri, así que ni de la nominación de la estirpe debía estarse a lidiar por preces. Ahora bien, como se sabe, las motivaciones reales suelen venir laterales, aunque luzcan otras fingidas al frente, y las de Juana, claramente, estaban por aparecer de entre bastidores. 
   Que los tíos habían prodigado amor era un hecho, pero también lo era que no habían observado debidamente el cuidado del patrimonio, con la prolijidad y la prudencia de los padres biológicos, y de eso se desprendía que, idos sus criadores a mejor mundo, la llamada Juana debía trabajar a destajo para llegar a cerrar ciclos mensuales y anuales, sin mucha oportunidad de conseguir algún remanente por el que holgara en vacaciones. Avanzado este punto de la conversación, que se había tornado un tanto sinuosa, Juan podía visualizar cómo continuaría, así que, dejándose llevar por una ansiedad creciente, sacando de sí un coraje que jamás hubiera supuesto tener, intentando tirarse a atajar una pelota que aún no había comenzado a rodar, le espetó a boca de jarro, que si pretendía reclamar la mitad de la herencia debía hablar con sus abogados. 
   Aquí había incardinado una falsía, ya que él jamás había tenido abogados –ni en plural ni en singular se había entendido con leguleyos–. El único juicio que en su vida debió iniciar y jamás lo hizo, fue el sucesorio de sus padres, omisión que explicaba que todas las propiedades que cuidaba y atesoraba continuaran en cabeza de sus progenitores, como si estuvieran estos últimos hoy vivitos y coleando. Pero bien podemos asentar que a situaciones desusadas les corresponden reacciones desusadas, y el recurso a la mentira comenzaría en la vida de Juan a tener cierta prestancia. 
   La respuesta también volvió a desacomodar su brújula, ya que su hermana –podemos empezar a llamarla así– le contestó que, sobre el mentado interés en la mitad de la herencia, podía dar un sí o un no. Empecemos por el sí: argumentó que no dudaba que le vendrían bien tantos millones y que, por lo visto, jamás se le ha ido de la cabeza la posibilidad de hacer el reclamo. Pero, yendo por el no, manifestó tener intenciones más elevadas que las que se derivan del vil metal, intenciones que la desvelaban de noche y la abatían de día, y que sin duda no le permitirían descansar hasta concretarlas, Cualquiera sea la cifra que me espere en la cuenta, aun el cero, remató. Ahí mismo lanzó una propuesta que tenía por fin llegar –ella– a concretar aquellas elevadas intenciones, con la ayuda primordial e ineludible del hermano. Apenas terminada la conversación –que más bien se tornó en monólogo–, Juana deslizó una tarjeta con su domicilio y su teléfono, pues quería ser informada tanto sobre la aceptación concreta de la propuesta como sobre los posibles avances en la concreción del encargo, en caso de ser aceptado.
   La inopinada reunión duró tal vez una hora, tal vez dos, y cuando salió la hermana, parecía a Juan que hubiera quedado el eco viviente, resonando en las paredes de la sala, en los estantes de la biblioteca. No dio nota de conmoción, ni ante empleados ni ante vástagos, pero más por ser de por sí falto de gestos, que por obra de esfuerzo y disimulo. Habíamos dejado establecido que la voluble actividad de la ética empieza cuando uno tiene la panza vacía o el corazón amargado; y a partir de ese entonces, Juan había pasado raudamente a la fila de los que portan un corazón amargado. Luego de hablar con la empleada más fiel dando instrucciones para suspender el almuerzo del día siguiente y de no ser molestado lo que restara de tiempo a aquel 27, se encerró en su biblioteca con las persianas bajas y las cortinas echadas y así se mantuvo hasta el otro día. 





martes, 20 de abril de 2021

De la elegancia mientras se duerme

 En breve, la reedición de una obra maestra...




«De mis libros hay dos que prefiero: La Sombra de la Empusa y De la elegancia mientras se duerme. Son dos títulos jeroglíficos que han creado el estupor y la distancia de lectores ortodoxos. Han sentido a la legua, que yo no lo era. ¿Cómo podría ser escritor de sus épocas, si tengo el amor propio de no repetirme? Excesiva exigencia que es también el único título que me autoriza a escribir cartas al futuro. Los verdaderos libros, viven cien años después. Son misivas dirigidas a la posteridad, cuando el libro ya no es un mendicante humano, sino un jocundo mazo de papel. Un papel con señales mágicas y croquis de circunstancia y anotación lírica o personaje bíblico o mapa de pirata o confesiones sin pudor o grito que sale al fin de las mazmorras o duende sacrílego con hábito franciscano o espectro del padre de Hamlet, con un vaso de cerveza en la mano. En ese momento, recién el libro se abre en el valle de Josaphat, para ser leído en voz alta y clara.» (Vizconde de Lascano Tegui)

 

Emilio Lascanotegui nació en Mercedes (Depto. de Soriano, Uruguay) en 1888. Siendo aún niño de corta edad, se mudó con su familia a la casona que el abuelo paterno mantenía en Buenos Aires. Cursó estudios secundarios en el Colegio Nacional Oeste y frecuentó, desde joven, los círculos bohemios del Café de los Inmortales y del Royal Keller. Participó en la Revolución radical de 1905, dirigida por Hipólito Yrigoyen, e integró el Club Radical Intransigente de la parroquia Balvanera sud. En 1908 consiguió su primer empleo en la Dirección Administrativa del Correo.

Al regreso de un viaje por Francia, Italia y el norte de Africa, conmocionó el ambiente literario con la publicación de La sombra de la Empusa (1910), libro de poemas que inicia entre nosotros la «nueva sensibilidad», y comenzó a firmar sus colaboraciones en la prensa con el seudónimo de Vizconde de Lascano Tegui. La presunta ayuda de testigos de favor le permitió obtener la Libreta de Enrolamiento argentina; con la adopción irregular de la nueva nacionalidad empezaría a difundir la historia de su nacimiento en Concepción del Uruguay (Entre Ríos), impostura que aún confunde a biógrafos y ocasionales articulistas.

Fue fabricante de específicos farmacéuticos, traductor en la Oficina Internacional de Correos, comisionista, decorador, ropavejero, corresponsal de guerra, conferencista, mecánico dental, conservador de museo, pintor muralista y eximio maestro del arte culinario. En 1923 ingresó en el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto como Canciller de segunda clase y se desempeñó en legaciones de Francia, Venezuela y Estados Unidos hasta 1944, año en que se le solicitó tramitar el expediente jubilatorio. Su labor periodística le granjeó infrecuente celebridad: escribió miles de notas para La Mañana, El Tiempo, Crítica, La Fronda, Caras y Caretas, La Prensa, La Noche, Plus Ultra, El Hogar, Patoruzú, Correo de la Tarde y otras publicaciones que acogieron también sus poemas, cuentos y entrevistas.

El Vizconde de Lascano Tegui falleció en Buenos Aires en 1966.

En Simurg hemos publicado De la elegancia mientra se duerme, Muchacho de San Telmo (1895), El libro celeste y la antología Mis queridas se murieron.


martes, 12 de enero de 2021

Reseña de «El bandido en el bosque de ladrillo» en Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica (Univ. de Los Andes, Colombia)

https://revistas.uniandes.edu.co/doi/full/10.25025/perifrasis202112.23.11

Arlt, Roberto. El bandido en el bosque de ladrillo. 

Compilación y prólogo de Gastón S. Gallo, Simurg, 2018, 224 pp.

Universidad Autónoma de Entre Ríos, Argentina

Roberto Arlt (1900-1942) publicó en vida dos libros de cuento: El jorobadito (1933) y El criador de gorilas (1941). Estos volúmenes comprenden alrededor de un tercio de su producción en el género. La mayor parte de su narrativa breve se editó solo en revistas y periódicos de Buenos Aires y fue alcanzando post-mortem el formato libro en ediciones, cada vez más abarcadoras, de sus Cuentos completos; la última de ellas a cargo de Seix Barral (2017). Más de tres cuartos de siglo después del fallecimiento de Arlt —quizás el autor más leído en la Argentina en el siglo xx— el mundo de la edición todavía le debe a lectores y críticos un volumen que reúna la totalidad de sus relatos. En camino hacia ese objetivo, la aparición de El bandido en el bosque de ladrillo (Simurg, 2018), nacido del trabajo de investigación y compilación de Gastón Sebastián Gallo, marca un hito, pues exhuma la impactante cifra de veinte prosas y por primera vez habilita a dudar de si aún quedan piezas por recobrar o ya llegaron al soporte libro todas las narraciones cortas del cuentista, novelista, dramaturgo y periodista porteño.

Gallo, más atento que cualquier compilador anterior a los mínimos detalles, recuperó dieciocho textos firmados por Arlt entre 1927 y 1942 revisando miles de ejemplares de publicaciones de la época en múltiples hemerotecas, pero también persiguió incansablemente el esquivo número de una revista, ausente en todas las colecciones salvo en la Biblioteca Nacional, donde faltaba una hoja, justo la que tenía el cuento de Arlt, hasta que, a punto de dar por perdido el texto, encontró un ejemplar íntegro en una feria popular. Gallo, además, descubrió la mano de Roberto Arlt tras el seudónimo Mario Fernández, ficticio autor del final de un cuento ganador de un certamen de la revista Mundo Argentino, para la cual Arlt trabajaba: el tema, el estilo, los escenarios de la narración parecen remitir al autor de Los siete locos, mas el dato que realmente lo delata es la dirección postal del tal Fernández, la casa donde Arlt pasó su adolescencia. El concurso de finales de cuentos (la revista proveía los principios) se llevaba a cabo regularmente y lo obtenían escritores reales, pero cuando se fraguó un autor, Gallo lo detectó.

Con todo, este libro —cuyo título honra la promesa que no pudo cumplir Arlt de editar un volumen homónimo—, no solo suma un número significativo de obras al universo cuentístico arltiano, lo que nos permite renovar el placer de leerlo, sino que, por la índole del material revelado, puede estimular el desarrollo de estudios críticos novedosos, desde perspectivas teóricas y metodológicas no aplicadas hasta hoy al autor y planteando problemáticas aún no transitadas por su prolífica crítica. Doy dos ejemplos: 1. Se ha dicho hasta el cansancio que Arlt escribía y publicaba frenéticamente, sin corregir ni dejar borradores, y que por eso su obra literaria se resistía a estudios genéticos. El bandido en el bosque de ladrillo presenta un cúmulo de textos que alientan una serie de estudios genéticos de la obra literaria de Arlt; algunos son primeras versiones, ampliaciones o desvíos de cuentos bien conocidos del autor, o bien adaptaciones al género de escritos surgidos de su escritura periodística, teatral o novelística. Cuentos como “Ester Primavera” (con el mismo nombre) y “El jorobadito” (aquí “El insolente jorobadito”) y la obra de teatro La isla desierta (aquí “El hombre del tatuaje”), encuentran en este libro una versión diferente. “Beso de muerte” y “Naufragio” se vinculan a novelas: aquel se disolverá volviéndose capítulo de Los lanzallamas; este expandirá un pasaje de Los siete locos autonomizándose. Si “Noche terrible” (en El jorobadito, 1933) aborda la separación de una pareja donde la novia es de clase media baja, “Ruptura de compromiso” (en este libro) es su calco, salvo por las pequeñas y cruciales diferencias que impone al relato que la abandonada pertenezca a la clase media alta. Los críticos pueden de acá en más esclarecer la mecánica de estas repeticiones, desplazamientos, transfiguraciones entre intertextos de evidente correspondencia mutua, pero también entre otros de parentescos menos obvios: v.g. entre “Un ladrón”, donde el protagonista afirma: “Todos los delincuentes ocasionales caen porque lo último de que se preocupan es del domicilio donde se refugiarán cuando huyan” (117), y el cuento sin título ganador del concurso, donde el domicilio consignado reveló al autor encubierto.

2. En sus últimos cinco años Arlt escribió más de dos veces el número de cuentos que compuso el resto de su vida. Ese lapso (1937-1942) coincide con un brusco viraje de su trabajo en el diario El Mundo: allí abandona las crónicas costumbristas locales —las Aguafuertes porteñas— y se aboca a comentar y recrear noticias de política internacional con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo en la sección Al margen del cable. De modo análogo a lo que acontece con su labor periodística, su cuentística también se atiborra de conflictos, malentendidos y trágicos desencuentros entre personajes de distintas culturas, etnias, países o regiones de un mismo país. Por eso, si hasta hoy la preponderancia de su imagen de autor como “escritor de Buenos Aires” —cimentada en la centralidad de sus novelas y aguafuertes— era el motivo que mejor explicaba la inexistencia de estudios imagológicos de sus textos —entendiendo la imagología como ejercicio de una literatura comparada entre series de autoimágenes y series de heteroimágenes—, desde la aparición de El bandido en el bosque de ladrillo, por estar sus relatos plagados de escenas donde “los de aquí” y “los de allá” buscan destruirse o preservarse unos a otros, la formulación de investigaciones desde la perspectiva imagológica se vuelve inaplazable. Es probable que los críticos venideros descubran en el último Arlt un exponente tan temprano como desencantado de la interculturalidad.

Dos reparos menores, que no opacan el estupendo trabajo de recuperación literaria llevado adelante por el licenciado en Letras Gastón Gallo: 1. La ilustración de tapa: una insulsa fotografía escogida con paradójico descuido. 2. La decisión de incluir “El hombre del tatuaje”, obra dramática, no parece justificada en un libro de cuentos. Sería más adecuado que integre un tomo del “teatro inédito” de Arlt junto a Escenas de un grotesco y La cabeza separada del tronco, dos hipotextos de Saverio el cruel que no solo no figuran en las compilaciones que han pretendido ofrecer su Teatro Completo, sino que hasta el día de hoy permanecen —vaya ventura— inéditos en libro.

Párrafo final para los cuentos: los hay excelentes, los hay olvidables. Hay una estética que los atraviesa a todos y que es marca de fábrica del autor: la pasión por el retorcimiento, por la negación de los probos y la renegación de los nulos. Exponen a un autor que ingresó a la literatura argentina reivindicando los “saberes del pobre” (Sarlo) y que en sus últimas producciones redobla la apuesta: enhebrando aquellos saberes con una portentosa enciclopedia de saberes “cultos” —literarios, de otras artes, de política, de filosofía, de sociología— reclama un lugar en la literatura mundial.