La narración se desarrolla en las calles de
una ciudad, la nuestra, durante los aterradores días de la última dictadura
cívico-militar. No obstante y pese a ello, Washington desde su título (cuyo
verdadero significado lo descifraremos en las últimas páginas) es una novela
mágica: Roberto Montaña, con la seducción y la habilidad de un mago, logra
forjar una vibrante historia de amor, bajo un escenario de desolación y muerte.
Beto, un adolescente dispuesto a vivir, a gozar su primera experiencia sexual,
y Princesa, una militante montonera, serán los inolvidables protagonistas de
esta novela que sorprende de capítulo en capítulo hasta llegar a un final
asombroso, pero diabólicamente lógico.
Vicente Battista
Esta noche tengo que ponerla. Vamos, Beto,
decilo mil veces si es necesario: Tengo que ponerla, tengo que ponerla, tengo
que ponerla. No puede ser que dentro de tres meses cumplas dieciocho años y
todavía no haya pasado nada. Ya basta. La de recién es la última paja que te
hacés sin haberte cogido una mina. Dale, prometelo: Yo, Norberto Manuel García,
juro no volver a tocarme antes de mi debut sexual. Bueno, solo lo necesario,
por ejemplo cuando me baño, o para mear. Pero rápido, nada de andar sacudiéndola
más de la cuenta. Y no vale una buena apretada o una tocadita de tetas. No
señor, pe-ne-tra-ción, esa es la meta. Ahora sí va en serio. ¿A quién engaño si
hago trampas? Es cierto, la otra vez no me pude aguantar. Pero ahora se acabó.
No pienso hacerlo de nuevo. No señor. Por lo menos mientras estoy despierto.
Dormido es otra cosa. Porque a veces, no sé si es por algún sueño o qué, pero a
la mañana amanezco todo enchastrado...
–¡Beto! –grita mi vieja con esa voz de pito
que traspasa la puerta del baño.
–¡Qué!
–¡Dejate de gastar tanta agua!
–¡Si recién entré!
–¡Hace una hora que tenés la canilla abierta!
–¡Bueno ya voy!
Va a ser mejor que me apure. Mi vieja es capaz
de hacer cualquier cosa con tal de obligarme a salir de la ducha. El otro día
me abrió el agua fría de la cocina justo cuando me había agachado a levantar el
champú del suelo. Me quedó el culo como el de un mandril.
–¡Ma, esta canilla no cierra!
–¡Desenroscá la lluvia y ponele el corcho!
–grita.
Ahora entiendo para qué estaba este corcho en
la jabonera. No se puede creer. Y mi viejo es plomero. Esta casa es un
desastre. Como la heladera empezó a dar corriente en vez de arreglarla le
pusieron un cartel gigante que dice: “No tocar con los pies descalzos”. El otro
día me iba a preparar algo de comer y cuando toqué la manteca me dio flor de
patada.
Listo, ya quedó el corcho, ahora a seguir con
lo nuestro. Primero a perfumarse bien. A la mierda, casi no me queda nada de la
colonia Heno de Pravia, en cambio de talco tengo el frasco lleno. Me voy a
poner en los pies y un poquito en las bolas, por si acaso. Ahora viene lo más
difícil: la cara. Este espejo es una mierda, no se ve un carajo, pero, la puta
que lo parió, ¿cuándo me salieron estos granos? Son enormes. Y amarillentos.
Este de acá parece que estuviera relleno con mayonesa. Dicen que si te los
tocás te salen otros nuevos, pero yo me lo reviento igual. Total después me
pongo un poquito del maquillaje de mi hermana. Qué va a ser. Si fuera fachero
todavía, pero con esta cara no me sobra belleza como para andar regalando.
Ahora vamos a ver si me arreglo el pelo con el secador. ¡Dios!, el chorro de
aire caliente lo lleva de un lado para el otro y no puedo acomodarlo. Tendría
que volver con Angelo, mi peluquero de toda la vida. Ricardo me hizo cambiar
por uno que se hace llamar coiffeur y
tiene el negocio en Flores. Se trata
de un asesino serial que para hacerme una taza en la cabeza me cobra una
fortuna. Eso sí, con buenos modales. Agarra los billetes con la punta de los
dedos. Parece que le diera vergüenza tener que recibir dinero por la obra de
arte que acaba de crear para un adefesio como yo. Pero basta, Beto, basta.
Tampoco te tires tan abajo. Así no te vas a levantar una mina nunca. Cambiá de
actitud, concentrate en tus cualidades, por ejemplo, los ojos. No te olvides
que tenés ojos verdes. ¡Tenés ojos verdes, Beto! Bueno, apenas verdes, es
cierto. Tiene que ser un día lindo y me tiene que dar el sol de frente para que
se note. Pero, salvando ese detalle, son verdes. Vamos, Beto. Repetilo frente
al espejo: Tengo ojos verdes, tengo ojos verdes, tengo ojos verdes...