José Gabriel Ceballos nació en 1955 en el pueblo donde vive: Alvear, Corrientes, sobre el río Uruguay. Con su novela Víspera negra ganó en España el Premio "Ciudad de Alcalá". Su vasta producción cuentística ha merecido distinciones internacionales como el Premio "EDUCA" de Costa Rica y, entre otras, el Premio "Alberto Lista" otorgado por la Fundación El Monte y el diario ABC de Sevilla, España, al cuento que compartimos en esta ocasión. En Simurg ha publicado Ivo El Emperador (novela, 2002), Víspera negra (novela, 2004), Fabulario de Buenavista. Antología Personal (cuento, 2004) y Relator deportivo (cuento, 2006).
Los hijos de Rivas
Desde muy chicos los hijos del sepulturero Rivas supieron hablar con los muertos. Siendo tan niños, les habrá bastado con pasar el cerco ruinoso que había entre su casa y el camposanto. Por la misma razón que los niños pueden conversar con los objetos, con los animales, con los seres creados por su fantasía, ellos habrán aprendido a hacerlo con los muertos.
Rivas enviudó tempranamente. No recuerdo a su mujer, que según me dijo creo que Romilia, murió tuberculosa. Veo sí a un Rivas todavía derecho y ágil, que acudía al panteón de mis padres un rato después de mi llegada, el tiempo necesario para permitirme la intimidad ritual que nos imponen esas visitas: un padrenuestro, acomodar algunas flores y velas, pensar en nuestros difuntos. Si yo estaba solo, el hombre saludaba y me esperaba bajo un ciprés, apoyado en el cabo de su azada o su rastrillo, con una atención que parecía poder quedarse para siempre en su barbudo rostro flaco y atezado. Si conmigo estaba Romilia, la criada de mis padres, él saludaba y se ponía a ayudarla con el balde o a fregar las placas de bronce, pidiendo permiso cada vez que debía entrar al mausoleo. Cuando se ahuecaba para recibir la propina, su mano huesuda me hacía pensar en una pata de pollo.
Sus hijos eran dos pequeñas siluetas que aparecían y desaparecían entre las cruces, y unas risas fragmentarias entre los pocos rumores de la vida. Por una de esas normas que se arraigan en nosotros sin mayores razones, trato de no ir a los cementerios sino en días hermosos y con el sol a pleno. Por eso recuerdo a los hijos de Rivas como dos manchas que se mueven veloces en una claridad vibrante, con un efecto multiplicado por la fijeza de las cruces. Cuando los conocí, la niña tendría unos ocho años y su hermano cuatro. Entre el haberlos conocido y mi primer viaje habrán transcurrido dos años. Así que poco puedo añadir a esa impresión que constituye mi recuerdo más antiguo de ellos. Unas indefinidas caritas sucias que espiaban sobre una sepultura, o tras un estatua, o entre la maleza en que naufragaba una verja, para escapar ni bien se las descubría. Morenos cuerpitos andrajosos y descalzos. Una facilidad insuperable para correr entre las tumbas, esquivarlas, saltar sobre ellas, saltar de tumba en tumba, zambullirse en el zapallar o en el mandiocal que Rivas cultivaba entre su rancho y el cementerio, como si no existiera el semicaído alambrado. Raras veces andaban con el sepulturero.
Mi memoria pasa por alto los tres años de mi primer viaje y me los muestra apenas cambiados. Ella un poco más, como es lógico, con sus formas femeninas sólo sugeridas en la delgadez oscura. Las tetitas le marcaban levemente la blusa mugrienta, las piernas chuecas le impedían toda gracia. Él, con sus orejas puntiagudas y sus dientes demasiado grandes, con su pelo lacio y retinto, parecía la caricatura de un duende. Se los veía saludables pese a la flacura, y aunque ella ahora reflejaba cierta timidez que juzgué propia de la edad. Pero el sepulturero había desmejorado. Su espalda ya se doblaba notablemente, caminaba de un modo grotesco, arqueado hacia adelante y un costado, con dificultad. “Un reuma jodido, señor, en todo el cuerpo”, me informó él mismo, la primera vez que visité el cementerio tras mi viaje. Yo venía de errar por el mundo durante tres años, aventura iniciada en cuanto acabó el juicio sucesorio de mis padres. Una mezcla de fuertes añoranzas y remordimientos todavía colmaba mi espíritu. En tres años no había tenido ninguna comunicación con el pueblo, y había consumido una respetable porción de mi herencia en diversiones no totalmente confesables. La recepción de los parientes y amigos había sido muy poco propicia a aquellos sentimientos. Frialdad, silencios cargados de reproches, desdén en las miradas esquivas. Con esto quiero explicar la actitud que Rivas y sus hijos provocaron en mí aquella tarde en el cementerio. Cuando oí al sepulturero atribuirse la prolijidad que exhibían los canteros adyacentes al mausoleo y el brillo de las placas, me sentí desbordado por la gratitud. No se me ocurrió que nadie más pudiera haberlo hecho, la vieja Romilia había muerto unos cuantos meses atrás. Una tía me contaría después que con sus criadas había estado ocupándose del panteón, pero para entonces los acontecimientos ya habrían sucedido. La mañana siguiente a mi reencuentro con Rivas y sus hijos volví al camposanto, pero entré por atrás, por el rancho del sepulturero. Allí dejé tantos obsequios como cabían en mi auto. Cajas con comestibles, ropas, juguetes y golosinas, hasta unos analgésicos para Rivas, a quien llevaba también un turno para que lo atendiera mi médico. Para los gurises fue una fiesta. El sepulturero me agradeció con los ojos mojados. Así me metí en sus vidas tan extrañas como menesterosas y en su increíble secreto.
Los hijos de Rivas me tomaron cariño. Llegaba yo al cementerio y ya estaban conmigo, festejándome, abriéndome la puerta del auto o llegando a mi encuentro sofocados por la carrera. Ella (Finita, se llamaba Delfina; el niño se llamaba Ramón y le decían Carpincho) casi siempre andaba abrazada a la muñeca rubia que yo le había regalado, y eso me conmovía: seguramente conocía su primera muñeca a la edad en que las niñas abandonan los juguetes. Las ropitas nuevas pronto se convirtieron en guiñapos en sus cuerpos. Con una velocidad supersónica devoraban las golosinas que yo les llevaba; él, comenzando por llenar la boca entre carcajadas cómplices; ella, con su timidez iluminada. El afecto fue recíproco, se entiende. Nunca me habían agradado los niños, ése fue un motivo fundamental para que permaneciera soltero; sin embargo, aquellos dos conquistaron mi corazón.
Mientras tanto Rivas empeoraba. El médico me dijo que lo suyo era irreversible y que podía complicarse si no dejaba los esfuerzos físicos. El mal le había invadido las vértebras. Con cierta influencia política gestioné una jubilación anticipada para él, la cual estuvo lista en unas semanas. El cementerio tuvo varios sepultureros sucesivos en poco tiempo, al parecer ninguno dispuesto a asumir definitivamente aquel trabajo. Por fin se fue quedando un anciano sordo y miope, que vivía en las cercanías, como un elemento meramente formal pues el desmalezar, los enterramientos y demás trabajos pesados los hacían otros obreros municipales llevados para cada circunstancia.
Cómo conocí el secreto. Quitaba yo unas flores secas de sobre el ataúd de mi padre, de espaldas a la puerta. Procedía con esfuerzo pues la altura del nicho me obligaba a hacerlo en puntas de pie. El calor, aumentado por unas velas que ardían sobre el altar y la sensación de encierro, me hacía sudar a mares, ahogándome por momentos. Finita y su hermano se hallaban afuera, a unos cinco pasos de mí, bajo el ciprés. Ya habían tragado los caramelos y ahora lamían sus chupetines, observándome. Eran de escaso hablar, por entonces lo eran. En general nuestros diálogos se reducían a preguntas que ellos contestaban con monosílabos o frases muy cortas, con la mirada baja. Pero de pronto Finita me dijo:
—Quiere que usted revise de nuevo el armario chico.
Estaba tan enfrascado en la limpieza que aquellas palabras demoraron un instante en penetrar mi pensamiento. Cuando me volví hacia ella, bajó la vista y repitió:
—El armario chico. Eso me dijo.
—¿Quién, Finita?
—Él, su papá —e indicó con la cabeza, sin alzarla, hacia el interior del mausoleo—. El finado.
El niño soltó una risita, me echó una ojeada con súbita seriedad, aprovechó para aplicar un chupetón a su golosina y clavó de nuevo la mirada en el suelo. Me quedé como se supone que se quedaría cualquiera en mi lugar. Pero el recuerdo de unos documentos, unas viejas hipotecas que mi abogado había estado pidiéndome desde que regresé al pueblo, para no sé cuáles trámites complementarios del juicio sucesorio, irrumpió en mi estupor. Me lancé hacia el coche sin siquiera cerrar el panteón.
Encontré las hipotecas en el fondo de dicho armario, mezcladas con otros documentos que me habían despistado en la búsqueda anterior. Una hora después volví al camposanto, con el corazón y la mente a los tumbos pese al whisky que me había metido entre pecho y espalda para retemplarme.
Finita y su hermano seguían frente al panteón, ahora trepados al ciprés. Se descolgaron al verme llegar. Inmóviles, cabizbajos, aguardaron mis preguntas. La razón me sirvió por lo menos para interrogarlos con la mayor cautela posible, y eso sin duda facilitó las cosas. No pasarían veinte minutos y todo había cambiado por completo para mí, en mí. Ya no era yo, el mundo ya no era el mundo que yo pisaba un rato antes, todo se había convertido en un agujero negro hacia cuyas profundidades me sentía arrastrado.
Anoto aquí algunos detalles que juzgo importantes.
Yo era la única persona a quien los hijos de Rivas habían revelado aquello; por reiteradas órdenes de los muertos, ni siquiera a Rivas se lo habían contado. Conmigo habían hecho la excepción por autorización expresa de mi padre, autorización confirmada por otros difuntos. Supuse que esto implicaba un privilegio que se me concedía desde ultratumba, por mi amplitud intelectual, por mi discreción o sabe Dios por qué; más adelante comprendí que los muertos querían comunicarse con alguien en condiciones de cumplir sus encargos. La precaución de los muertos en este sentido había llegado al extremo de prohibir a los niños que fueran a la escuela y tuviesen amigos.
En cuanto al modo de conversar, era puramente mental. Los niños oían las voces perfectamente diferenciadas pero sólo como “sonidos interiores”, pese a lo cual el fenómeno se producía exclusivamente ante las tumbas respectivas. “Hablan en nuestras cabezas”, me dijo Carpincho. Aquella misma tarde y en el mismo sitio en que me confiaron el secreto, Finita y su hermano probaron la verdad de estos dichos, con mi padre y mi madre. Finita me pidió que hiciera preguntas a mis padres, en voz alta y luego sólo con el pensamiento. Se las hice, naturalmente sobre cuestiones que sólo mis padres podían conocer. Al cabo de un momento, durante el cual yo no oía más que el rumor de los pájaros y la brisa y en los chicos se dibujaba una divertida atención, éstos se disputaban por darme la respuesta con la mayor exactitud. Mis últimas dudas desaparecieron entonces.
Nunca me comuniqué directamente; siempre ocurrió a través de los niños: mis palabras y mis pensamientos llegaban a los muertos sin necesidad de que intervinieran los niños, pero no sucedía lo inverso.
En cuanto al origen de las conversaciones, me contó Finita que fueron ellos y no los muertos quienes las provocaron. Finita se había acostumbrado a hablar con aquellos rostros tan tristes de las fotografías que enseñaban las lápidas, para darles consuelo o algo así, el niño aprendió a imitarla y un buen día oyeron (conviene decir sintieron) una respuesta. Una joven señora recién fallecida que se lamentaba por haber sido reemplazada prontamente por su viudo.
Aquí ya debo consignar algo fundamental, relativo a los temas. Los muertos nunca hablaban sobre temas metafísicos, nada de aquello que tanto angustia a los humanos vivientes, lo que hay tras la muerte. No. Sólo trataban asuntos relativos a la vida, y por lo general y con muy pocas excepciones, a sus propias vidas. Ni siquiera daban ninguna información sobre la realidad de los vivos que se supusiera obtenida en el más allá, como anunciar el porvenir. Al principio creí que ello se debía a la corta edad de los interlocutores. Después descubrí que las revelaciones trascendentales resultaban en sí mismas inalcanzables por aquella vía, y hasta construí una teoría al respecto. Como toda persona cuando muere deja innumerables cosas irresueltas (explicaciones que pedir, secretos que revelar, cuentas que pagar y que cobrar, perdones que ganar y que conceder, injusticias que reparar, responsabilidades por asumir, sentimientos que declarar, el futuro de los hijos, el reparto de la herencia), hay una parte del alma que se queda aferrada a la materia, por la “preocupación” que esos asuntos generan. Permanece allí hasta que se muere o se vuela por la impotencia o porque la vida en su continua transformación elimina tales cuestiones, resolviéndolas a su modo. Sea que esa porción del alma esté llamada a morirse adherida a la materia, o sea que deba elevarse después hacia donde se halle la porción principal (no hay que olvidar la hipótesis de que ésa sea toda el alma que tenemos), nada puede informarnos mientras tanto del más allá, sencillamente porque no conoce el más allá. Expuse esta teoría a unos cuantos expertos. Un teólogo católico soltó la carcajada; cierta escritora consagrada a una de esas religiones exóticas en boga me miró como a un insecto; un santón espiritista la aprobó con algunas correcciones.
Pero aun descartada (nunca definitivamente, claro) la posibilidad de sonsacar información trascendental, ¿cómo podía resistirme a aquella comunicación? Mi vida quedó reducida a ella, digamos que en un noventa y cinco por ciento. El cementerio me atraía como un imán invencible. Cuando no visitaba tumbas con los niños, casi seguro que aún seguía con la mente en el cementerio. Mis jornadas quedaron organizadas más o menos así: la mañana o la tarde en el camposanto; la otra mitad del día para verificar datos y cumplir algunas de las comisiones solicitadas por los muertos; unas horas de la noche para organizar mis registros. Una rutina tan excéntrica sólo acentuó la idea que la gente ya se había formado sobre mí, por mi largo viaje y la casi nula dedicación a mi patrimonio, así que no sufrí los fastidios de la curiosidad ajena.
Mediante un grabador de bolsillo fui formando un archivo magnetofónico de aquellas conversaciones (llené casi cien casetes con las voces de Finita y Carpincho y mi voz) y por escrito llevaba un registro muy completo. Mientras grababa tomaba apuntes en una libreta, en los que incluía datos circunstanciales, como las demoras en contestar, los pormenores que me soplaban los niños —risas, llantos, tonos especiales, balbuceos— y diversas impresiones mías. Pronto armé un fichero; fichas ordenadas alfabéticamente, una para cada muerto, con los asuntos más reiterados por éste, con apuntes sobre mis verificaciones y las diligencias que el muerto solicitaba.
Por supuesto que de los pedidos que me hacían sólo una pequeña parte resultaba realizable. Imposible abordar a un caballero y espetarle: “Perdone, pero su esposa lo engaña, me lo contó su difunto amigo Fulano”. O asumir una venganza sangrienta que no nos incumbe y a instancias de un muerto desconocido. Pero los pedidos me desbordaban también por su cantidad. Nadie sospecharía que tras las lápidas de un camposanto pequeño como aquél hay tanta ansiedad por la vida. Y cuando digo vida no me refiero a una abstracción, al vivir conjetural, sino a asuntos concretos, a eslabones, por así decirlo, que quedaron abiertos en la cadena de la vida vivida. Por eso los arrepentimientos constituyen el tema sin duda más común en las sepulturas. Tampoco se debe creer que todas son cuestiones objetivamente importantes. Las hay, pero tanto como otras que parecen increíbles por su insignificancia, por su falta de entidad para existir en la majestad de la muerte, al punto de reducir el enigma a algo así como un torpe escamoteo teatral. La alimentación de su canario puede quitarle la paz a un muerto, por ejemplo. No hallé para esto una explicación general más aceptable que la “perspectiva de la vida” que tuvo cada muerto. Uno que vivió para las grandes empresas se habrá llevado a la tumba desvelos probablemente más considerables que uno que empeñó su existencia en pequeñeces. Pero no es una ley infalible, tal vez porque también incide el carácter más o menos obsesivo que haya tenido el difunto, y la medida en que ese carácter haya actuado durante la agonía respecto a tal o cual preocupación, lo que equivale a reconocer una cierta causalidad a las circunstancias en que se produjo cada muerte. Quiero dejar constancia de que si bien los pedidos disminuían en número cuanto más antiguo era el muerto, no había relación entre este dato cronológico y la gravedad de los pedidos. Almas que salieron de este mundo más de un siglo atrás me hicieron un solo pedido, pero uno francamente estúpido. Colegí que el tiempo borra las obsesiones post-mortem mientras el muerto aún puede sustentarlas, pero únicamente por la razón ya señalada: porque hace desaparecer las causas, por ir cerrando los eslabones.
Algunos ejemplos ilustran sobre la diversidad de aquellos encargos. De J.L.: comunicar a sus nietos que hay una tinaja con plata entre el cielo raso y el techo. De C.F.M.: denunciar en la comisaría que éste murió envenenado por su mujer. Del hacendado Fulano: informar a su familia que el solicitante dejó los siguientes hijos extramatrimoniales (y aquí unos cuantos nombres), a quienes se debe evitar penurias económicas. De doña Mengana: hacer saber a sus víctimas (otra lista) que la solicitante confiesa haberles mandado las cartas anónimas y pide perdón por los daños causados. Del Sr. Zutano: entrevistar a la anciana señorita XX y manifestarle el arrepentimiento del muerto solicitante por haberla abandonado por un matrimonio de conveniencia, que este casamiento lo hizo muy desdichado y que el solicitante continuó amándola aún en la extrema vejez. De un empleado contable de La Insuperable S.R.L.: advertir a su gerente que en el balance del año 1957, rubro gastos varios, hay un error de doscientos trece pesos, del cual el solicitante se percató demasiado tarde para practicar la enmienda. Del médico Dr. Perengano: avisar a su paciente Equis que probablemente tiene un cáncer y no una simple bronquitis. De la Sra. MM: rogar a su bisnieta menor que no se case con ese novio porque es un mal hombre, cazafortunas, golpeador, vicioso y hasta posiblemente homosexual.
Confieso haber recurrido a procedimientos vergonzosos, como los mensajes anónimos y el sembrar cizaña en el viento, pero quienes pedían eran muertos e insistían con angustia. Finita y Carpincho, que pronto aprendieron a soltar la lengua conmigo, me preguntaban por el cumplimiento de aquellos encargos. Aprendí a mentirles con descaro.
Mis padres no volvieron a dirigirme ningún mensaje. Esto me dio la tranquilidad de creerlos en paz.
Ocho meses duró mi aventura. Ocho meses durante los cuales pertenecí más a la muerte que a la vida, aunque con plena salud.
En cuanto despertaba en mi cama, me asaltaba una urgencia por reanudar aquella rutina. Finita y Carpincho recibían sus golosinas y me conducían por entre las sepulturas, siguiendo una especie de agenda mental preparada en mi ausencia, conforme a la prioridad que ellos mismos adjudicaban a cada muerto interesado en comunicarse conmigo. Hay que pensar que los niños dialogaban mucho con los difuntos. Para ellos, recorrer el cementerio no se diferenciaba de andar por el patio de su casa, lo hacían sin horarios, incluso por las noches. Me guiaban con contento, como orgullosos de prestar aquel servicio. Carpincho solía ir por delante, por una ruta complicada que le exigía ascensos y descensos, saltos y difíciles equilibrios, por momentos en el techo de un panteón, por momentos a horcajadas sobre una estatua, saltando sobre el hueco abierto de una tumba en ruinas, trepándose a los árboles, como si quisiera demostrarme su dominio del terreno. Finita marchaba a mi lado, abrazada a su muñeca, rompiendo por trechos su silencio para contener a Carpincho o adelantarme datos sobre los muertos y sus inquietudes. Llegados a la tumba del caso, los niños se ponían a mirar fijamente la fotografía del muerto, o un punto cualquiera si no había foto, se diría que concentrándose, y de pronto, casi siempre enseguida, comenzaba la triangular comunicación. Las discusiones entre Finita y Carpincho respecto a la traducción más precisa se repetían con frecuencia, divertían a Carpincho y enojaban a su hermana.
No faltaron sobresaltos. Una tarde nos sorprendió una tormenta. Estábamos tan metidos en una conversación con una muerta charlatana que cuando nos dimos cuenta la tempestad se nos cayó encima. Nos refugiamos en un panteón abandonado, donde tuvimos que esperar hasta bien entrada la noche que cesara aquella furia de agua, viento, truenos y rayos. Lo terrible no fue el mero permanecer allí en medio del temporal; ya me había familiarizado lo suficiente con aquel sitio y con sus ocupantes como para entregarme a los miedos de las películas de Drácula. Lo pavoroso fue sentir que el panteón no iba a resistir, que acabarían por derrumbarlo los torrentes que azotaban sus paredes fulgurando por los relámpagos y arrastrando restos funerarios, el viento que arremolinado en la cúpula hacía chillar a los murciélagos y gemir a las vigas, los rayos, la lluvia feroz.
Unas pocas semanas después ocurrió lo del homenaje. Quiso la casualidad que pasáramos frente a la sepultura de un político ilustre justo cuando se acercaba un grupo de personas endomingadas, con una gran corona floral. Damas ensombreradas, dos o tres militares, caballeros en rigurosos trajes oscuros, hasta un anciano en un sillón de ruedas. Ya pasábamos, demorados por la curiosidad, cuando Finita me tomó de un brazo. El político le hablaba. Que esperásemos. Nos detuvimos dos tumbas más allá, lo bastante cerca para que Finita continuara percibiendo la voz sepulcral. Se trataba de un aniversario. Colocada la ofrenda contra la lápida, el grupo aguardó el correspondiente discurso, en semicírculo. El orador era un caballero maduro, canoso, con barbita en punta; se adelantó un paso entre dos mujeres —una, evidentemente la viuda, la otra quizás una hija del homenajeado—, carraspeó, miró la lejanía y luego clavó la vista en la tumba y lanzó al aire su ampulosa verba, sin papel. Lo que sigue lo tomo de mi grabador.
Orador: —Hemos venido, inolvidable amigo y correligionario, a rendirte este austero pero sentido homenaje, a tu última morada... etc.
Finita (por lo bajo): —Hijo de puta.
Yo: —¿Qué?
Finita (su voz apenas se oye): —Dice el muerto que ése es un hijo de puta.
Mientras tanto el orador va entusiasmándose. Lo veo encenderse con las alabanzas, al compás que marca su dedo índice derecho. Sus ojos se dilatan como ante visiones dantescas y se entornan beatíficos, como si de repente lo arrullara un ángel; su barba tiembla por momentos; el gesto entero se le contrae reflejando a medias los sentimientos que con sus rebuscadas frases declara, a medias porque la diversidad de tales sentimientos hace imposible que alguna expresión facial se complete, y de un modo ridículo por esto mismo. Desconsuelo, resignación, ira, arrogancia, veneración, otra vez dolor... Se balancea, se estira hacia lo alto, cada tanto emite una lloviznita de saliva.
Finita: —Quiere que eche a ese tipo.
Yo: —¿Yo?
Finita: —Sí, usted. Dice que el tipo robó mucha plata cuando era su secretario, el de él, del muerto, en el gobierno. Y que ahora se acuesta con la mujer esa, la viuda.
Yo: —No puedo hacer nada, Finita. Se va a armar un lío bárbaro.
El discurso arrecia. Anoto algunos adjetivos: heroico, infatigable, titánico, glorioso, ejemplar, sublime, irreemplazable. En este momento fue cuando vi caer un pedazo de bosta muy cerca de un caballero. Comprendí el peligro al instante. Me lancé hacia Carpincho, que a mi izquierda ya apuntaba otra vez muy serio y con el ceño fruncido. Ante sí, sobre una tumba, tenía abundante bosta seca de las vacas que solían pastar en el cementerio. En la grabación se oye a Finita que llama a su hermano, mi jadeo y luego el del niño, el discurso como fondo cada vez más lejano. No conseguí calmar a Carpincho hasta esconderlo tras un mausoleo, donde seguramente ya no le llegaba la voz de aquel muerto. Pataleaba y se agitaba entre mis brazos como un demonio. Rostros perplejos nos observaban desde el homenaje.
Antes de que se acabara aquel verano decidí emprender otro viaje por el mundo. Los muertos ya no me parecían una buena razón para quedarme en el pueblo. No sacaba de ellos más que enredos vulgares, ninguna gran revelación. Pensándolo bien, yo sólo era su mandadero, y Finita y Carpincho no pasaban de unos médiums precoces pero relativamente eficientes. Si por algo me costaría marcharme sería por el cariño que me ligaba a los chicos, pero los muertos poco y nada contaban.
Cuando mi penúltima visita al rancho de Rivas antes de aquel viaje, Carpincho me contó en un aparte que Finita estaba enamorada. Tomé la delación a la ligera y hasta la festejé con Carpincho. La aproximación de Rivas nos interrumpió. Nada dije sobre el asunto a Finita, por su timidez.
En mi última visita tenía yo demasiado ocupada la cabeza como para interesarme por el enamoramiento de Finita. Entregué un dinero a Rivas —cuya enfermedad se mantenía estacionaria, permitiéndole cuidar la chacra, ordeñar sus vacas y salir a vender sus productos por el pueblo— y le hice algunas recomendaciones, aunque nada respecto a mudarse de allí ni a mandar los chicos a la escuela, consejos que le había dado dos o tres veces sintiéndome enseguida un perfecto idiota. Luego demoré un buen rato despidiéndome de mis padres y eché una caminata con los niños por el camposanto. Recuerdo que Finita iba cabizbaja, sumida en silencio. A Carpincho lo entusiasmaban mis promesas de un pronto regreso con regalos. En cierto momento, el niño mencionó algo sobre el enamoramiento de su hermana.
—Callate, pelotudo —lo frenó en seco Finita.
Me hice el desentendido.
Mi ausencia esta vez duró año y medio. Cuando retorné al pueblo Finita ya se había ahorcado.
Rivas me recibió llorando. Bastaba verlo para comprender que aquel pobre hombre, que tanto había lidiado con la muerte, no soportaría mucho más la de su hija. Ya habían transcurrido varios meses del suicidio y lloraba como si todavía viera a la ahorcadita colgada del árbol. Lloraba con espasmos que le impedían articular palabra, y cuando cesaba su llanto quedaba temblando y con la mirada vacía. Lo consolé cuanto pude y salí del rancho con Carpincho. Mi corazón estaba destrozado pero pedía detalles. Caminamos hasta el árbol, un frondoso gomero, gigantesco. Su sombra cubría unas cuantas tumbas, todas muy viejas, algunas ya dañadas por las poderosas raíces. Carpincho me señaló una y me contó todo.
Fue así. Finita se había enamorado de aquel muerto y se mató para juntarse con él. Últimamente ya no conversaba casi con ningún otro muerto. Aquél le recitaba versos. La muchachita se pasaba los días ante la antigua tumba, poniéndole velas y flores y otros adornos, conversando, sintiendo recitar al muerto, recitando por ahí cuanto podía memorizar de sus versos (que no sería mucho, pues ella no sabía escribir ni leer). “Versos de amor”, me dijo Carpincho. “Todos versos de amor.” Leí el epitafio. Un nombre vulgar, dos fechas remotas que hablaban de la juventud con que aquel individuo había descendido a la tumba, esta leyenda: “Poeta: Dios te dé la paz que el amor y tu pluma te quitaron”. Creí ver una mirada dulce y sombría en el retrato borroso que ilustraba el epitafio, en un círculo de bronce incrustado en relieves del mármol. Un mozo flaco, rasgos nobles, largas patillas, lo que se distinguía.
Volví a partir a los pocos días. Nunca supe si Carpincho le contó a su padre algo sobre el poeta, no quise preguntar.
Rivas no tardó en morirse. Carpincho se fue antes, al Brasil, con unos parientes brasileros, cuando a su padre lo internaron en el hospital. Tiempo después me enteré de que se había convertido en un médium famoso en todo el Brasil.
Todavía suelo volver al pueblo, sólo para visitar el cementerio. Ahora Finita y su poeta están sepultados juntos. Averigüé en la municipalidad, arrendé aquella tumba por la cual ya nadie pagaba, mandé arreglarla e hice trasladar allí a Finita.
A veces quisiera tener la inocencia de los niños para poder hablar con ellos.
Grande José Gabriel Ceballos... sus cuentos son tétricos pero maravillosos!!! el orgullo de Alvear y de Corrientes
ResponderEliminarHola soy productora de Tv de BsAs y estoy buscando la forma de contactarme con Ceballos para llevar a cabo una entrevista. Algun contacto para poder comunicarme?
ResponderEliminarMuchas gracias
chakutv@hotmail.com
Espectacular!
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