UNO
Bienvenido a la Ciudad
Es necesario conseguir un asiento al lado de la ventanilla y confiar en llegar un día claro y soleado. Los hay hasta en invierno, porque en cada estación la Ciudad se preocupa siempre por hacer un buen papel. Cuando el avión comienza a descender, a través de la ventanilla aparecen las escolleras rojas de Terrasini y el mar color turquesa y azul, sin que se pueda decir dónde termina el azul y dónde comienza el turquesa. Hasta las casas, los así llamados chalets, te pueden parecer acaso demasiadas, pero vistas desde el cielo no muestran el desaliño con pretensiones de originalidad que al contrario revelan en el encuadre desde abajo. Tú observa todo esto y piensa en haber llegado al lugar más bello del mundo. Admítelo: creías haberte hecho una idea de la Ciudad y de la Isla porque es difícil huir de los lugares comunes; pero frente al espectáculo de la costa alrededor del aeropuerto todo prejuicio cae al instante.
Mientras miras por la ventanilla tienes tiempo de formular pensamientos de ese género, de derretirte ante tanta belleza, hasta de meditar sobre la hipótesis de abandonar todo –trabajo, familia, raíces– para venir a vivir aquí. Y cuando tu cabeza ya se ha entusiasmado con la idea de un verano perpetuo, de pronto llega una contraorden. Llega siempre de la ventanilla, porque mientras tienes todavía los ojos llenos de luz y de mar, he aquí que se te planta adelante una montaña. Una enorme montaña gris contra la cual el avión parece destinado a estrellarse de un momento a otro.
El aeropuerto de Punta Raisi está construido sobre una estrecha lengua de tierra que separa el mar de la montaña; tan es así que en el pasado sucedió que un avión terminara sobre la montaña (5 de mayo de 1972) y otro en el mar (23 de diciembre de 1978). El aeropuerto de la Ciudad está hecho así. La Ciudad está hecha así. Tú, viajero, ya conocías estas cosas antes de partir, pero las habías olvidado ante la deslumbrante belleza del paisaje. Ahora tal vez sufras una ligera forma de pánico, porque la montaña se aproxima, y se aproxima de manera preocupante. Pero puedes permanecer tranquilo, al final no sucederá nada porque los pilotos ya son diestros en enfilarse exactamente en la faja practicable entre mar y montaña, y durante el subsiguiente alivio tendrás ocasión de reflexionar sobre el hecho de que la Ciudad ha tomado medidas para advertirte inmediatamente: no creas que aquí las cosas son siempre como se muestran a primera vista. No es cuestión de que te abandones a la contemplación de lo bello como si estuviéramos en la Polinesia o en la campiña toscana. Aquí no hay que fiarse, y más bien es justo cuando parece haberse alcanzado el éxtasis que llega el puñetazo al esternón, ese que te deja sin aliento y te obliga nuevamente a ser cauto con la distancia de las cosas.
La dificultad del piloto en trance de aterrizaje, el problema de evitar los opuestos desastres de mar y montaña, es una metáfora de las dificultades cotidianas que comporta el hecho de vivir en la Isla en general y en la Ciudad en particular, que de la Isla es, además de capital, también una especie de grandiosa exasperación. Es mejor pues que no te distraigas nunca y mantengas los sentidos siempre en alerta. De un momento a otro podría ocurrir algo irreparable.
Una vez recuperado el equipaje –tampoco esta operación es nada fácil en Punta Raisi: no tanto como aterrizar, pero casi– toma un taxi y mantén los ojos abiertos. Para entender una ciudad, muchas veces es suficiente hacer el trayecto que va del aeropuerto al centro. Ante la imposibilidad de una visita más profunda –mientras se espera una conexión, tal vez– basta tomar un taxi, ir y volver. En el tramo de la carretera hay buena parte de lo que la ciudad, consciente o inconscientemente, se preocupa por dar a conocer de sí. No es todo, ni todo es espontáneo. Pero teniendo los ojos abiertos al menos se logra entender algo. Entre el aeropuerto y el centro se encuentra la tarjeta de visita de la ciudad. Hay ciudades que conocen esto, lo tienen en cuenta y cuidan de la propia imagen mostrando lo mejor; y hay ciudades a las que en cambio les importa un bledo su imagen y dejan todo librado al azar. La Ciudad pertenece a esta segunda categoría. Pero aun así el caso se reserva sus sutilezas, y en el curso de pocos kilómetros ha tomado las precauciones de distribuir al menos tres puntos focales.
El primero de estos puntos llega casi en seguida. Mirando a la izquierda, hacia el mar, más o menos a la altura de Carini verás una bidonville construida directamente en la playa. El estado de abandono al que se entregan las barracas, el hecho de que parezcan construidas con materiales recogidos en un vertedero, que estén corroídas por la salinidad, todo permite pensar que se trate de un asentamiento ilegal establecido por necesidad. Gente forzada a vivir en condiciones del tercer mundo. Quizás estés autorizado a imaginar que alguno se habrá hecho el pícaro transformando la necesidad en virtud: debiendo construirse un techo bajo el cual dormir, lo mismo daba construírselo a orillas del mar. Y en cambio no, ninguna necesidad de vivienda: estas barracas son las casas de veraneo de los habitantes de la Ciudad. Las casas adonde la gente se traslada a pasar la temporada.
En su tiempo fueron construidas según las reglas del far west. Hoy quien quiere hacerse el gracioso la llama edificación creativa, aun cuando la expresión esté poco a poco perdiendo su connotación sarcástica, y pronto edificación creativa llegue a ser un estilo en sí. Los muros no están revocados porque después habrá tiempo de revocarlos. Los hierros despuntan del techo porque no está dicho que mañana no se llegue a construir otro piso para la hija que se une en matrimonio. Las casas se dejan inacabadas en las partes externas por diversos motivos: algunos prácticos y otros, por decirlo así, éticos. Mientras tanto se espera siempre una autorización que permita volver la vivienda incensurable incluso al ojo fiscal del Estado. Y además está el hecho de que el interior es una cosa y el exterior es otra. En la Isla aquello que ocurre un paso más allá del umbral de casa se considera superfluo, si no directamente vulgar. Para darse cuenta de ello basta con visitar un edificio de propiedad horizontal. Un edificio cualquiera, donde vive gente rica. Si tienes la oportunidad, presta atención: después de las seis de la tarde cada departamento tendrá una bolsa de residuos apoyada en el piso al lado de la puerta. En las horas precedentes la bolsa se ha ido llenando, hasta que la buena madre de familia se ha encargado de convertirla en un envase digno de ser desterrado fuera del sagrado cerco de los muros de casa. En cuanto es posible la basura se pone a cargo de la comunidad, aunque sólo se trate de la comunidad solidaria que es el rellano de la escalera de un edificio. Una vez cerrada y anudada, la bolsa no concierne más a los habitantes de la casa. La inmundicia pertenece a la esfera pública. La casa debe permanecer inviolable a la suciedad del mundo. Por eso se puede apostar a que el interior de las casas en el litoral de Cinisi está muy cuidado, en pleno contraste con el aspecto externo. Del aspecto externo a los propietarios les importa un bledo, no es un detalle que les ataña. La fachada externa es basura, y como tal es asunto del Estado.
Pero incluso hay otro motivo por el cual estas casas aparecen tan desaliñadas a la vista. Los habitantes de la Ciudad alimentan una aversión de conjuro por toda forma de perfección. Si inauguran un teatro, lo hacen siempre en ausencia de algún requisito esencial para su pleno funcionamiento. Si se construye un dique serán las canalizaciones las que queden incompletas. En la finalización de las obras se pensará después, siempre y cuando sea posible. Detrás de esta sistemática falta de conclusión se puede rastrear un perfil ancestral de superstición. Casi parecería que los habitantes de la Ciudad advierten inconscientemente que en la perfección plena se inscribe una infelicidad latente. Sobrevive la antigua creencia de que la satisfacción puede atraer el mal de ojo de los envidiosos, pero no es sólo esto. El verdadero temor tiene que ver con el desconsuelo que deriva de no tener algo que pensabas tener una vez que finalmente has tenido todo lo que deseabas tener. Siempre hay algo que escapa a la malla, por estrecha que sea, de la red que nos hemos fabricado con nuestras propias manos. Entonces tanto vale dejar que las cosas salgan como quieran. Quizás hasta sea una herencia árabe. En la perfección de la trama de sus alfombras los antiguos maestros persas introducían siempre un pequeñísimo error. Lo hacían adrede, para no desafiar a Dios en terreno que es sólo de Su competencia. El de la perfección, justamente. Pero aquí, en las casas frente al mar de Carini, decididamente se ha exagerado con esta forma de devoción.
Hubo un alcalde, años atrás, que intentó hacerlas derribar y tropezó con el lloriqueo de los propietarios. Cuando después estos propietarios aparecieron en televisión se vio que efectivamente no pertenecían a la tipología de los habitantes de una bidonville. No parecían en contravención por necesidad. Eran más bien buenos burgueses que poseían todos los medios culturales y económicos para defender sus razones. En efecto, los de la Comuna tuvieron tiempo de tirar abajo un par de casitas para las cámaras de televisión y las demoliciones se detuvieron inmediatamente. En los siguientes comicios el alcalde no fue reelecto, la administración cambió, y desde entonces no se ha vuelto a hablar de demoliciones.
En tanto viajero bien equipado corresponde que sepas que en la Ciudad y en los alrededores la edificación abusiva es casi la única intervención urbanística de reciente realización. Especialmente en el centro histórico o en proximidad de la costa las normas de protección son muy severas, al punto que nadie se arriesga a construir, salvo la categoría de los bribones sin escrúpulos. Si se excluye el nuevo Palacio de Justicia, desde la posguerra hasta hoy casi nunca ha habido una comisión arquitectónica de calidad, pública o privada. La norma legal es que no se puede contaminar lo antiguo con lo moderno. El resultado de la norma es que esta generación será la primera y única, en la historia de la humanidad, en no dejar huellas de su propio paso por la tierra. Ninguna intervención calificada, al menos. Cuando dentro de miles de años los historiadores del arte se interroguen acerca del estilo arquitectónico en boga entre el mil novecientos y el dos mil, la respuesta no dejará vía de escape: la edificación abusiva.
O bien: las pagodas. Porque también están las pagodas. Encontrarás muchas, una vez llegado a la Ciudad, como para imaginar que estén previstas por un plano urbanístico bien preciso, todas iguales y blancas como son. Los griegos han dejado el modelo perfecto de sus templos. Los romanos llevaron a la perfección el ideal del anfiteatro. Los bizantinos, sus basílicas. Los árabes, acueductos y mezquitas. Los normandos, las iglesias con la pequeña cúpula. Los españoles, los portales gótico-catalanes. De la época barroca se celebra el fasto de los oratorios de Giacomo Serpotta. La herencia del siglo XIX se encuentra en la compostura severa de las fachadas urbanas. Y del mismo modo también los actuales habitantes de la Ciudad dejarán a la posteridad una prueba arquitectónica del grado de civilización alcanzado, aquel que después de diez mil años de evolución del gusto a orillas del Meditarráneo han sabido elaborar de original y progresivo: las pagodas.
Si la Isla se desplomara y se hundiera en lo profundo, si toda memoria fuera borrada y dentro de dos mil años los arqueólogos nuevamente llevaran a la luz las ruinas del centro habitado, este sería el nombre que darían a nuestra cultura: la Civilización de las Pagodas. Y refiriéndose no al Palacete Chino, que también existe, sino más bien a los pabellones con forma de pagoda blanca que pueblan cada ángulo de la Ciudad. Además, al ser de plástico, la pagoda es difícilmente biodegradable, y las futuras generaciones de arqueólogos contarán con la mayor comodidad para estudiar el pagodismo en todos sus ribetes más interesantes.
La Pagoda de plástico es para los habitantes de la Ciudad lo que los nuraghe han sido para el pueblo sardo. Lo que las grandes cabezas de piedra representan para los habitantes de la isla de Pascua. Lo que los trulli son para la civilización campesina de Puglia. Lo que los iglús son para los esquimales. No hay jardín, plaza, estacionamiento, avenida costera que permanezca incólume. Dondequiera que haya un espacio, antes o después surgirá allí una Pagoda. Ya ha llegado a ser un reflejo urbanístico condicionado, una forma de horror vacui. Cada pausa en el tejido edilicio, cada vista del mar es vivida como una especie de vergonzoso rasgón en la parte trasera de los pantalones. Y la Pagoda representa el remiendo ideal.
Ya se trate de vender objetos de regalo o libros, hospedar una muestra de artesanía o pintura, o recoger firmas u ofertas por causas humanitarias, será siempre una pagoda el marco arquitectónico elegido. Aun más, el único posible. La Pagoda es cómoda. Se arma fácilmente, y fácilmente podría ser desarmada. Podría, porque del desarme no existen en verdad noticias ciertas, dado que la Pagoda por su naturaleza tiende a permanecer donde está. Se sedimenta. Facilita la usucapión del terreno público sobre el cual ha sido levantada. Si se la dispone con el fin de hospedar un puesto de juguetes en vista del dos de noviembre, luego no vale la pena desmontarla en proximidad de las fiestas de fin de año, cuando recibirá adornos navideños y pesebres. Y después viene Carnaval: máscaras y soretes de chasco. Y después, Pascua: huevos y palomas pascuales. Y después, el verano: salvavidas y botecitos. Y pronto es otoño, cuando el eterno ciclo de la pagoda puede recomenzar una y otra vez, por los siglos de los siglos.
Eso que ves al transitar a alta velocidad por la carretera es una fila de casas cariadas, hechas a semejanza de una dentadura estropeada. El dentista ha probado a extraer algunos dientes arruinados y, a través de los huecos, a trechos incluso logras entrever el mar. El mar sería de por sí una visión alegre. Pero la impresión que hacen los huecos es, acaso, aun peor que la pésima construcción que constituye la norma del litoral. Después de las demoliciones los escombros han sido retirados sólo en parte, y nadie ha pensado en dar un uso específico a los espacios. Por eso los huecos por los que se puede ver el mar son dolorosos, porque representan el memorial de una batalla perdida. Recuerdan a todos que hubo un momento en el que parecía que valía la pena combatir ciertas batallas, e incluso que era posible ganarlas.
De este tipo de batallas en la Ciudad se han combatido unas cuantas. Así como son muchos los monumentos involuntarios que están allí para recordarlas. Otro memorial de batalla perdida se encuentra pocos kilómetros más adelante. A la derecha. A la altura de Capaci.
Hasta hace unos años era común que durante las conversaciones en automóvil, durante cualquier conversación que se mantuviera al viajar entre Punta Raisi y la Ciudad, de pronto hubiera una pausa. Era el momento en que se transitaba por delante del tramo de guardarrail pintado de rojo. Si había un huésped extranjero se le advertía algunas decenas de metros antes: mira, estamos por pasar el punto en que ha ocurrido el atentado. Después, la pausa. Era una pausa de silencio en la que cada uno pensaba en dónde estaba aquel día, qué estaba haciendo. Después terminaba la pausa y la conversación continuaba.
Más tarde ese tramo de carretera ha cambiado. Han puesto una estela de ambos lados, con los nombres, la fecha y demás. A menudo se encuentra aún la corona de flores que han dejado el veintitrés de mayo precedente, y como las flores se marchitan en el lapso de pocos días, también este detalle contribuye a entristecer la grandiosidad de la escena.
Con el tiempo, los dos obeliscos y la corona de flores marchitas apoyada encima han llegado a ser parte del paisaje. Al pasar por delante ya nadie siente la necesidad de detener la conversación. Nos hemos acostumbrado. A lo sumo hay un breve pensamiento sobre cómo éramos, cuánto tiempo ha pasado, cosas así. Es normal. Es la consabida elaboración del duelo, especialmente cuando es el Estado quien se ha encargado de recordar con emoción, mediante monumentos y ceremonias.
Y a pesar de ello existe un sentido de culpa muy local que después de cada crimen de la mafia, por lo común en cada aniversario, incita a hacerse una pregunta un poco idiota: ¿ha sido inútil su muerte? Como si existiese un criterio utilitarista para la muerte de una persona. Como si fuera posible establecer un umbral de conveniencia por debajo del cual no vale la pena morir. Como si la muerte pudiera ser puesta en una balanza y pesada. Como si la muerte fuera una mercancía. Como si hubiera un mercado donde trocarla. Como si hubiera otra mercancía en grado de ser trocada por la muerte de una persona.
Y sin embargo en cierto momento sí: parecía que se podía decir, a posteriori, que la muerte de Falcone y la de Borsellino hubieran sido diferentes. Por más que pueda parecer repugnante, hubo un extenso período en el que muchos pensaron que aquellas muertes podrían resultar al menos no inútiles. Entre el ’92 y el ’94 esta concesión utilitarista de la muerte encontró una aplicación otrora tan positiva con la revuelta civil antimafiosa. Por dos años la Ciudad se convenció de ser la prefiguración del mejor futuro de toda Italia. Siempre se dijo que en la Ciudad las cosas ocurren primero. Seguramente ocurren con una evidencia hasta exagerada. Entonces una parte de los habitantes de la Ciudad se preguntó: ¿por qué una revuelta moral no puede comenzar aquí?
Antes del ’92 la práctica común era delegar la lucha contra la mafia. Se mandaban a morir jueces y policías, y luego uno se indignaba con su muerte. En lo sucesivo, el arco de la indignación iniciaba su parábola descendente, paralela a la de la indignación estatal, hasta que las cosas se diluían en la nada. Se recordaba el aniversario, se llevaba a cabo un proceso que en su lentitud al menos servía para prolongar la memoria, y al final todo volvía a la rutina de la convivencia-supervivencia.
Para entender por qué los crímenes de Falcone y Borsellino signaron el punto crucial de la primera, verdadera, única y breve insurrección antimafia, es necesario tal vez remontarse hasta agosto del ’91, cuando fue asesinado Libero Grassi. En relación a los otros, Grassi era un delegado antimafia unilateral. Se había delegado a sí mismo. No había recibido un mandato oficial de parte de nadie. No era policía o juez. No combatía la mafia por profesión, no era pagado por ello. No era ni siquiera el primer delegado unilateral en la historia de la lucha contra la mafia; pero fue el primero en usar los medios masivos de comunicación. Sus denuncias fue a hacerlas a la televisión, convencido de que esto representase para él una suerte de seguro para su vida. Era un cálculo equivocado, como lo demuestra el hecho de que fue asesinado, que más bien debieron asesinarlo justamente por la publicidad que había dado a sus denuncias. Libero Grassi quería ser un ejemplo para dar coraje a los empresarios honestos, y lo asesinaron justamente para arruinar este ejemplo.
La mañana en que le dispararon estaba solo, y también estaba prácticamente solo en el funeral, cuando la Ciudad se quedó espiando por detrás de los postigos, en consonancia con el guión de tantos filmes sobre la mafia. Esta vez sin embargo era diferente, no era un pacto de silencio: era vergüenza. La Ciudad se avergonzaba porque el móvil del delito había sido notado con anticipación precisamente por el uso que Libero Grassi había hecho de los medios masivos de comunicación. En aquella ocasión nadie pudo fingir nada. No funcionó ni siquiera el velo de la minimización que después de cada delito es puesto en marcha por los ambientes mafiosos o paramafiosos: un embrollo de fatalismo y difamaciones póstumas que, sin embargo, esta vez se demostró inútil, porque el móvil había estado desde tiempo atrás ante los ojos de la opinión pública. Aquella fue la primera vez que la Ciudad no pudo hacer menos que avergonzarse de sí misma, como un gato al que le refriegan el hocico en el rincón de la sala donde ha hecho pis.
Pero atención: fue la vergüenza de quien no admitiría jamás el deber avergonzarse. En lo inmediato ninguna señal partió de los colegas empresarios de Libero Grassi, que continuaron impertérritos pagando el pizzo. Fue más bien una revolución lenta, desde abajo, una revuelta moral en la que las clases dirigente, empresaria y política desempeñaron un papel del todo marginal.
Las dos masacres del ’92 fueron la primera ocasión de desahogar el sentido de culpa ciudadano que mientras tanto había comenzado a fermentar en el vientre de la ciudad. El sentido de culpa adquirió forma de cortejo, se hicieron visibles los fermentos de la sociedad civil en sus estratos medio-bajos y sin mayores responsabilidades. Bajaron a la plaza en multitud, diciendo todos más o menos lo mismo: ahora basta.
Y como por aquellos días en la Ciudad aún estaban los invitados de la prensa de medio mundo que esperaban ver si por acaso ocurría otra masacre, los cortejos antimafia y el comité de las sábanas terminaron por convertirse, a falta de otra cosa, en la apertura de los telediarios. Terminada la manifestación, la gente volvió a casa, se vio a sí misma desfilar en la televisión, se reconoció, se dio cuenta de que al menos en la perspectiva televisiva era aparente mayoría y volvió a la plaza al día siguiente, y al otro día, espejándose al infinito en la reproducción mediática de la propia indignación. Por primera vez la Ciudad leyó de sí misma en la prensa una interpretación positiva. Y le gustó. Por alrededor de dos años pareció que pudiese suceder algo, que algo estuviese por suceder de un momento a otro. A un cierto punto hasta pareció que algo estuviese sucediendo de verdad.
Hubo un largo período en que los policías y los carabineros dejaron de ser esbirros. Antes, cuando un par de chicos en ciclomotor veía detrás de la curva una patrulla, uno de los dos decía: los esbirros. O si no: los polizontes, que significa lo mismo, algo que oscila más o menos entre peligro y que te den por el culo. En el breve período de los dos años después de las masacres, en cambio, cuando los muchachitos sin casco veían detrás de la curva una patrulla, se preocupaban quizás del mismo modo, pero se limitaban a decir: la policía. Se sentían en falta y buscaban escape por una transversal, pero lo que querían decir al decir la policía era sólo: la policía. Al menos los hijos de la burguesía acomodada no decían más los polizontes o los esbirros para indicar las fuerzas del orden. Decían: la policía.
Parece una cosa de nada, pero no es así. Si hubo un cambio, esta evolución léxica fue el mejor símbolo: para los muchachitos la policía no seguía a priori siendo hostil. Era alguien a quien poder dirigirse con fe condicionada. Los representantes del Estado se convirtieron en cobeligerantes. Era un efecto que derivaba de la radicalización de la pulseada Mafia-Resto del Mundo que siguió a la prevalencia del ala más sanguinaria de la Cosa Nostra.
Las generaciones precedentes decían los esbirros no porque estuvieran formadas por delincuentes asiduos, sino porque tenían a sus espaldas una herencia ancestral. Esbirros eran los representantes de los Saboya y de los Borbones; y aun antes, remontándose a las ramas más remotas en la genealogía de las dominaciones, esbirros eran incluso los representantes del poder fenicio. Luego –a un cierto punto, por primera vez, ciento cuarenta años después de la expedición de los Mil– no fue más así. Por un momento pareció que debía cambiar algo que había permanecido igual durante tres mil años.
Naturalmente este cambio concernía sólo a la clase media, y por cierto no valía para todos sus representantes. Quedaban afuera los que tenían pecados que esconder mucho más graves que el de andar en ciclomotor de a dos y sin casco. La tasa de connivencia entre criminalidad organizada y clase empresarial permaneció altísima. Las metas alcanzadas en el campo cultural eran innegables, pero permanecieron limitadas a sí mismas, si se considera la tentativa de consolidarlas en el ámbito económico. A un empresario que quisiese invertir en la Isla le era aún prescripto el dilema de colusión o heroísmo. Y este no es el tipo de coraje que se pueda prescribir a un inversor.
Las fugas hacia adelante se debieron al benigno deseo de arrojar el corazón más allá del obstáculo, cuando no fueron atribuibles a la demagogia pura y simple. Pero la insurrección moral que siguió a las masacres era un pequeño fuego que se debía mantener protegido de la lluvia. Porque, en efecto, después del verano volvió como siempre a llover. Los policías volvieron a llamarse esbirros y las cosas retomaron el camino de siempre.
Con ánimo de simplificar, la insurrección moral se inició poco después de las masacres y empezó a declinar con la elección para alcalde de Leoluca Orlando. Fue el tiempo necesario para la elaboración del duelo, concluido con un nuevo mandato a la antigua. La única diferencia: no se delegó más sólo en la magistratura, sino también en la clase política. La sociedad civil decidió elegir por primera vez un equipo político un poco mejor que ella, confiándole la tarea de combatir la mafia. Pero no sólo eso: la nueva generación de administradores estaba obligada a proporcionar respuestas a cada problema, le correspondiera o no. Todo cuanto era obvio y posible, pero también mucho de lo imposible. Las expectativas suscitadas por Orlando eran enormes. Orlando llegó a ser el santo protector de la Ciudad. En el bien y en el mal, de cada cosa fue responsabilizado Orlando. Y naturalmente, con el tiempo, a Orlando le fue imputada la culpa de no haber sabido mantener encendida la esperanza. No se tuvo en cuenta el hecho de que, salvo por breves períodos, a un alcalde y al propio cónyuge no se les pide esperanza: se les pide fiabilidad y constancia. Por largo tiempo se alimentó el mito de una Ciudad vuelta a nacer, pero precisamente este resurgimiento dirigido desde lo alto se volvió también la coartada para una indiferencia generalizada. Después de la así llamada primavera de la Ciudad vino el melancólico verano –melancólico, pero verano– de las sábanas en las ventanas y de las cadenas humanas. Luego llegó un otoño soleado y finalmente el invierno del repliegue de la sociedad civil sobre sí misma.
Para descubrir cómo terminó todo, basta con darle tiempo al viaje de seguir su curso. Después de todo el taxi ya se encuentra sobre el final de la autopista, está entrando en la carretera de circunvalación. Aquí se encuentra el tercer indicio, la tercera marca que la Ciudad ha dejado de sí a lo largo del trayecto de exordio de cada visitante. Es una marca fantasmagórica, porque ya no está más. Si hubieras venido unos años antes la habrías visto. Incluso visto físicamente. Era un cartel amarillo que había quedado sobre el carril durante años. Ahora no puedes hacer otra cosa que esforzarte en imaginarlo. En el cartel amarillo estaba escrito en negritas:
INSTALACIÓN DE ILUMINACIÓN APAGADA POR
ADECUACIÓN A LAS NORMAS DE SEGURIDAD
Especialmente si a lo largo de la calle hay un embotellamiento, tienes todo el tiempo de imaginártelo y reflexionar. No estaba escrito apagada por TRABAJOS de adecuación. Estaba escrito precisamente: apagada por adecuación a las normas de seguridad. Es decir, según este cartel, las normas de seguridad preveían que la instalación de iluminación se mantuviese apagada. En efecto, no había huellas de trabajos de ningún tipo. No las hubo jamás, al menos a la vista o en el recuerdo de alguien.
Es más, ciertos días el cartel se encontraba en un punto de la autopista donde la iluminación estaba perfectamente encendida, de manera que quien pasaba se preguntaba: ¿Por qué apagada? ¿Qué iluminación? ¿Qué adecuación? También tú, que eres un viajero reflexivo, deberías hacerte estas preguntas. Y buscando respuestas imposibles te darás cuenta de que aquel cartel era algo más de lo que parecía. Aquel cartel transponía el ámbito de la simple señalización vial. No obstante ser móvil, permaneció en su lugar por tanto tiempo que ahora, incluso sin estar, su fantasma puede ser considerado parte del paisaje. Ha quedado su sombra moral para perpetuar el recuerdo. Justo así, porque aquel cartel amarillo era un perfecto ejemplo de un rasgo típico de la Ciudad. Un rasgo que podríamos definir como Tendencia de Adecuación a lo Peor.
Demos un ejemplo: si en la oficina hay algún empleado nuevo que llega con la intención de trabajar, el sujeto en cuestión será rápidamente aislado y neutralizado. Se formará a su alrededor un cordón sanitario de colegas que, no trabajando, no aceptan ni siquiera que alguno trabaje en lugar de ellos. Una variable laboral enloquecida podría arruinar la media de la oficina: hace falta impedirlo a cualquier costo. En el transcurso de pocos meses el stakhanovista será reconducido al sentido común y puesto en condiciones de contribuir plenamente a la disminución de la media.
Otro ejemplo: cuando un bombardeo destruyó uno de los dos fastuosos pilares de Porta Felice, en un primer momento los habitantes de la Ciudad no pensaron en reconstruirlo, sino que por un instinto de abyecta simetría se les ocurrió demoler también el otro, el que había permanecido intacto. Luego no se hizo nada, pero en estos casos basta la idea para darse a entender.
Del mismo modo, si un teatro tiene un problema con la instalación eléctrica se abrirá un debate sobre cuál es el mejor electricista en condiciones de resolverlo, y con cuál sistema. Mientras tanto, como medida prudencial, se cerrará el teatro. Le ha sucedido exactamente al Teatro Massimo, el teatro lírico de la ciudad, que permaneció cerrado por casi un cuarto de siglo antes de que se encontrase un electricista en condiciones de resolver el problema. Más toda la caterva de problemas que en el ínterin se derivaron de la prudencial clausura.
Y más: si un partido o un candidato decide asegurarse el voto de los contraventores o de los evasores fiscales, rápidamente todos los demás se apurarán por seguirlo en el mismo camino. Harán la corte a contraventores y evasores tratando de obtener alguna ventaja electoral. De manera que siempre se podrá decir que los partidos y los candidatos son todos iguales, y entonces da lo mismo votar por el que dispara antes y con munición más gruesa.
Se podría dar tantos ejemplos, pero, en resumidas cuentas, en esto consiste la Tendencia de Adecuación a lo Peor: en caso de duda, mejor elegir siempre la peor solución. En la Ciudad esta tendencia ha alcanzado niveles de aplicación que en otro lugar ni siquiera serían admisibles como hipótesis. Aquí las leyes de Murphy están constitucionalmente garantidas. Se sostendrán cumbres y convenios para establecer cuál es la peor respuesta para dar a las principales preguntas. Si algo puede salir mal se formará una delegación, se organizará una task force, se alistará una escolta armada; lo que sea con tal de que tenga un resultado verdaderamente negativo.
Existe en la calle Rocco Pirri una iglesia que se llama Santa Maria dei Naufragati [Santa María de los Náufragos] . Pues bien, nadie en la zona la llama así. Su nombre es para todos Santa Maria degli Annegati [Santa María de los Ahogados]. Es decir: ni siquiera se tiene en consideración la hipótesis de que el náufrago pueda llegar a sobrevivir alcanzando la costa sano y salvo. Naufragio equivale a ahogamiento. Entonces es lo mismo confiar a la Virgen directamente la salvación de su alma.
Viajero apenas llegado, estas cosas debes conocerlas; de manera que cuando te cuenten del típico pesimismo isleño tú sepas que es un pesimismo autogenerado. Un pesimismo que se complace en nutrirse de sí mismo hasta convertirse en busca sistemática de lo pésimo. Si crees que algo deba concluir mal, hay óptimas posibilidades de que concluya mal de verdad. Más te concentras, más te esfuerzas en imaginar cómo pueden empeorar las cosas y más las cosas conseguirán empeorar en serio. Y es justo que lo sepas pronto, apenas llegado a la ciudad. Para esto sirve imaginar el aviso amarillo a la entrada de la carretera de circunvalación: para ponerte en guardia. En la práctica es el equivalente de un cartel que en cambio, extrañamente, en aquella carretera no se encuentra en absoluto: Bienvenidos a la Ciudad.
Roberto Alajmo: Palermo es una cebolla
(Bs. As., Simurg, 2010. Prólogo de Tindara Ignazzitto. Traducción de Gastón Sebastián M. Gallo)
(Bs. As., Simurg, 2010. Prólogo de Tindara Ignazzitto. Traducción de Gastón Sebastián M. Gallo)
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