jueves, 6 de junio de 2024

Julio César Guianze: Más vivo que nunca


 

Más vivo que nunca

“Quise mirarlo con atención porque ya no lo vería nunca más.”

José Bianco, La pérdida del reino

Estoy acostado en la cama de al lado esperando que papá se muera. Tiene la boca abierta, los labios hundidos, los dientes en el vaso. Escucho su respiración, vigilante, como un padre primerizo con el recién nacido. Acabo de darle la segunda pastilla de morfina. Hace tres días que dejó de comer, cinco meses que recibe quimioterapia y algo más de un año que le detectaron la enfermedad.
     A papá le crecieron los codos, los pómulos, la clavícula, los tobillos y, sin embargo, la piel ajada, gris paloma, parece unos talles más grande que el esqueleto. Todavía conserva sus ojos grandiosos, de un castaño químico, pero cubiertos ahora por una película lechosa.
Acaba de cumplir noventa. Sé que no voy a escucharlo otra vez. Y es eso, su voz y sus manos –esa manera suya, colorida, de contar, la curiosidad sin fin, y su valentía inconveniente– lo que me va a faltar.
     Lo mandaron a casa cuando se aseguraron de que los medicamentos lo habían destruido. No tiene dolor, pero está cansado, y aunque no estuvimos de acuerdo en muchas cosas, yo sé –ahora mismo lo estoy sintiendo– que todo lo suyo se va a volver más o menos sagrado para mí, y que lo voy a tratar con el pulso que reserva el anticuario para una reliquia exquisita o escasa.

El médico vino esta mañana y trató de explicarle lo que puede pasar. Papá lo escuchó sin curiosidad, creo que sentía lástima por él, y cuando el médico se fue, papá me dijo: “Este todavía piensa que las personas se mueren por las enfermedades...”
     Siento una mezcla de piedad y odio –no sé bien qué es– cuando me pide unas galletas determinadas –que no va a comer– y “que tienen vainilla y me gustan y las trago sin problemas, por favor”. Mastica sin dientes su propia saliva y el perfil de viejo mono blanco parece resplandecer en la oscuridad; el ojo que alcanzo a ver brilla como una piedra preciosa. Papá muere como un cavernícola.

La enfermera coloca el saché para la transfusión. Papá se queda dormido y su cara se ablanda mientras el jarabe se le escurre por las venas. De pronto despierta, mira alrededor y, como si recién hubiera llegado, dice: “Ah, pensé que ya me había ido...” La enfermera niega con la cabeza. “¡Ay, por favor, Don...! ¿Adónde va a ir?” Papá sonríe: “¿Adónde? Ja...”, dice, y se queda mirando el techo sin dejar de sonreír.

Un vecino lo visitó acompañado de un pastor evangélico. Hablaron de dolores y viejos recuerdos y cuando el pastor desviaba la conversación para decir Cristo o Dios, papá miraba la ventana cerrada o el televisor sin volumen. Hace un rato me dijo, sin que viniera a cuento, ¡justamente hoy!, que él no puede imaginar una tortura mayor que la vida eterna. “Nada más inhumano”, me dijo. “Si hasta el peor criminal tiene derecho a morir... ¿Decime cómo una vida sin fin no se convierte en una condena?”

Papá se va como un búfalo, mirando alrededor y echando resoplos, decidido a entregarse al fuego para negarle el plato al gusano, al cuervo y a la hiena; se muere dando un estertor final que no es gran cosa, y después entero, con esa quietud nueva, casi igual pero distinta, mantiene la boca cerrada a punto de abrirse, tal vez para hablar, pero nunca se abre.
No hay nada más sencillo que morir sin miedo.

Mamá está sentada sobre una roca. Veo su espalda sin cabeza con el mar de fondo y unas vecinas que sueltan flores al agua. Rodeo al grupo y observo: mamá tiene la pera hundida en el pecho, tal vez recuerda, ahora sin él, también sus manos y su voz. Mamá lo amó a papá hasta el último día que lo amó. Ni un solo minuto más.
     El borrón de ceniza se extiende y deshace sobre la espuma del Atlántico. El cielo –tal vez infinito– sigue moviéndose y matándonos con su implacable mesura.
     Me veo volver callado y sonriendo, lacrimoso, a las caras amigas y amargas y blancas que me esperan.
     Mi hijo de cinco años corre con sus amiguitos en la arena. Está agitado. Parece que unos malvados lo obligaron a usar sus poderes mágicos. Cuando me ve, abandona el combate y se acerca.
     –¿Papá..., y ahora, dónde está el abuelo?
     –La verdad... no sé...  
     Se rasca la cabeza y vuelve a preguntar.
     –¿Pero ahora tu papá no es nadie?
     –No. No es nadie –le contesto y vuelve a correr disparando rayos invisibles que suenan en su boca. Tiene la vida y la muerte por delante.
     Me quedo quieto, dentro de un cono de silencio, y me pregunto si papá al final dejó de ser alguien para ser algo.

Vaciamos su última habitación y guardamos sus cosas. Mamá se llevó un paquete de ropa, unas chirolas y papeles que pronto tendré que volver a juntar y a tirar.
     Miro las fotos blanco y negro donde él está antes que yo, sin mí. Es joven y fuerte, más vivo que nunca y parece feliz. Parece también confiar, con razón, en que la vida le va a durar toda la vida: ni un solo minuto más. 

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